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El día que estemos muertos
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Javier Caraballo

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El día que estemos muertos

Los tanatorios han burocratizado la muerte hasta convertirla en una ceremonia aséptica, casi sin muerto; muchas veces el finado se aparece solo al final, enlatado y convertido ya en cenizas

Foto: Una mujer adecenta la sepultura de algún familiar o allegado en la víspera del Día de Todos los Santos. (EFE)
Una mujer adecenta la sepultura de algún familiar o allegado en la víspera del Día de Todos los Santos. (EFE)

El día que estemos muertos, sólo permanecerá la Iglesia como administradora única de nuestros huesos y de nuestra carne, reivindicándose otra vez más en la historia como máxima accionista del negocio más efectivo y duradero que se conoce, la gestión del más allá. La Iglesia, vamos a ver, en cuanto a jerarquía, a grupo humano; nada que guarde relación con la religión misma, con la Fe o con las creencias, que siempre merecen el máximo respeto y ninguna valoración. La cuestión es que la Iglesia Católica siempre me ha parecido un ejemplo sublime de organización social por su demostrada capacidad de adaptación a los tiempos; por la combinación exacta en su seno de la disciplina férrea y la tolerancia de la disidencia. Y todo eso todo repartido en porciones exactas y dosificado con un cuidado extremo. Cada concepto que se revisa en la Iglesia, desde hace dos mil años, parece ejecutado con la minuciosidad con la que se modelaría la eternidad. Tanto control tiene la Iglesia de los tiempos, que a veces parece que el tiempo le pertenece y no al revés como le ocurre a todo los demás, cuando acabamos arrastrados por el paso inexorable de los días, de los años.

Podemos fijarnos, por ejemplo, en lo que acaba de ocurrir: el ‘decretazo’ del Vaticano para regular la cremación de los muertos. El vértigo se produce cuando se mira hacia atrás y se observa cómo ha cambiado completamente el discurso, desde los primeros enterramientos hasta las incineraciones de ahora, sin que se haya modificado un ápice el sentido último de la resurrección. En las epístolas a los Corintios, se dice: “Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad. Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: ‘La muerte ha sido devorada por la victoria’”.

Lo extraordinario de la Iglesia es haber pasado de aquellos enterramientos de la antigüedad a las incineraciones de ahora sin haber modificado ese discurso. Lo mismo servía para aquellos enterramientos en los que aún se respetaba la costumbre pagana de enterrar a los difuntos con una moneda en la boca para pagarle al barquero Caronte (son muy interesantes los esqueletos hallados en la Catedral de Vitoria) a los funerales de ahora en el tanatorio que hay en la salida de todas las ciudades y que, con esa arquitectura de oficina con la que se construyen, han acabado con los velatorios de antes. Los tanatorios han burocratizado la muerte hasta convertirla en una ceremonia aséptica, casi sin muerto; muchas veces el finado se aparece solo al final, enlatado y convertido ya en un puñado de cenizas.

Lo importante es evitar lo único que realmente podría ser dramático para el futuro de la Iglesia: que la gestión del misterio se le escape de las manos

¿Se percibe el vértigo? Ya sea con la mentalidad de un hombre de hace dos mil años o con la de una persona de la globalización, la Iglesia mantiene intacto el misterio porque durante todos estos siglos lo que ha ido haciendo es esto de ahora, observar a su alrededor e ir adaptándose lentamente a los cambios sociales. Lo importante es evitar lo único que realmente podría ser dramático para el futuro de la Iglesia: que la gestión del misterio se le escape de las manos, que deje de controlarlo. Ese es el sentido del documento ‘Ad resurgendum cum Christo’ acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación. No es que la Iglesia esté en contra de la cremación, aunque sigue prefiriendo los enterramientos, lo que le preocupa es que, al final, se le acabe perdiendo el sentido religioso a la muerte y que, en vez de pensar en la Iglesia cuando se recuerda a un muerto, se piense en otra cosa, “cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista”.

Por este motivo, el documento deja bien claras tres cosas; la autoría del misterio de la resurrección, la gestión del misterio y las contraprestaciones exigidas a quienes quieran beneficiarse de esa esperanza de vida después de la muerte. Es decir, que “gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo” y que, para que eso sea así, “la conservación de las cenizas” tiene que estar en un “lugar sagrado” y que la obligación de los familiares es acudir a la Iglesia para orar a sus difuntos. Lo que queda, por tanto, prohibido es “la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos”. Todo lo que escapa del control de la Iglesia, en suma, queda fuera; se puede incinerar a un cristiano que haya fallecido, pero sin salirse de la disciplina que para eso es la que gestiona el Misterio.

“Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo” y que, para que eso sea así, “la conservación de las cenizas” tiene que estar en un “lugar sagrado”

Es curioso porque el Vaticano, incluso en este documento, sigue manteniendo que “enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne”, pero acepta la cremación si se cumplen las exigencias anteriores. Es un equilibrio casi imposible, porque en teoría la resurrección le debería afectar por igual a quien se incinera y se guarda en un columbario o a quien, por ejemplo, deja escrito que su último deseo es que lo conviertan en diamante, como de hecho ya puede hacerse con las cenizas de los muertos por tan sólo 20.000 o 30.000 euros.

En mi infancia, me recuerdo jugando en días como este de Todos los Santos, en cuclillas, en un recodo del cementerio de tierra colorada, como de albero tostado, mientras las mujeres de negro, arrodilladas frente a tumbas de cal, le pasaban un trapo húmedo a las lápidas de mármol. Yo las miraba en silencio, cuando agachaban la cabeza y metían el trapo en un pequeño cubo de plástico, luego lo sacaban y lo retorcían para exprimir el agua enjabonada, y de nuevo lo volvían a poner sobre la lápida, como si la acariciaran, describiendo círculos pequeños que se hundían en las letras doradas del nombre del marido muerto, del hijo muerto, de la madre muerta. Limpiaban y lloraban, se comían las lágrimas y se mordían los labios. De aquella España, ya apenas queda nada. La llegada de noviembre se ha convertido en un gran carnaval de Halloween y la mayoría de las familias ya no va a los cementerios a honrar a sus muertos porque es muy posible que las cenizas las hayan esparcido en un parque o en una playa a la que solían ir de vacaciones. Quede claro, por tanto, que si la Iglesia ha decidido intervenir, es porque ya se le estaba yendo de las manos la gestión del misterio.

La llegada de noviembre se ha convertido en un gran carnaval de Halloween y la mayoría de las familias ya no va a los cementerios a honrar a sus muertos

El día que estemos muertos, sólo permanecerá la Iglesia como administradora única de nuestros huesos y de nuestra carne, como el traje olvidado que siempre le pareció a Fernando Pessoa. “Cuando veo un muerto, la muerte me parece una partida. El cadáver me da la impresión de un traje abandonado; alguien se fue y ya no necesitó aquel traje único que utilizó durante su vida”.

La Iglesia permanecerá, con el mismo mensaje de esperanza en la otra vida, y, sean cuales sean los tiempos que corran, se hará cargo del traje usado que dejemos sobre la cama o en una acera.

El día que estemos muertos, sólo permanecerá la Iglesia como administradora única de nuestros huesos y de nuestra carne, reivindicándose otra vez más en la historia como máxima accionista del negocio más efectivo y duradero que se conoce, la gestión del más allá. La Iglesia, vamos a ver, en cuanto a jerarquía, a grupo humano; nada que guarde relación con la religión misma, con la Fe o con las creencias, que siempre merecen el máximo respeto y ninguna valoración. La cuestión es que la Iglesia Católica siempre me ha parecido un ejemplo sublime de organización social por su demostrada capacidad de adaptación a los tiempos; por la combinación exacta en su seno de la disciplina férrea y la tolerancia de la disidencia. Y todo eso todo repartido en porciones exactas y dosificado con un cuidado extremo. Cada concepto que se revisa en la Iglesia, desde hace dos mil años, parece ejecutado con la minuciosidad con la que se modelaría la eternidad. Tanto control tiene la Iglesia de los tiempos, que a veces parece que el tiempo le pertenece y no al revés como le ocurre a todo los demás, cuando acabamos arrastrados por el paso inexorable de los días, de los años.

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