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Populismo o casta: elecciones en la capital del Imperio
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Javier Caraballo

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Populismo o casta: elecciones en la capital del Imperio

Clinton frente a Trump, casta política frente a populismo, el mismo dilema que se plantea en toda Europa. Por eso, en estas elecciones, en EEUU también votan por todos nosotros

Foto: Ilustración: Raúl Arias.
Ilustración: Raúl Arias.

La gran putada de la historia es que ningún contemporáneo es consciente del momento en el que vive. No ha sucedido jamás, por graves que fueran los acontecimientos; la verdadera trascendencia de las cosas se adquiere muchos años después, cuando se analizan con una mínima perspectiva. Este tiempo que vivimos, por ejemplo, que es el principio de un nuevo milenio, el final de una era, el origen de la globalización, el final de un mundo conocido que acaso comenzó en el siglo de las revoluciones, el siglo XIX. Vivimos ahí, atrapados en ese pliegue previsible de la historia, cuando lo viejo no acaba de morir porque no ha nacido aún el futuro que habrá de imponerse. Solo podemos atender algunos síntomas de la actualidad para reunirlos todos y pensar que, en efecto, algo grave, trascendente, está ocurriendo a nuestro alrededor. Uno de esos signos externos llega, como han llegado durante toda la historia, de la capital del imperio, que es Estados Unidos; la capital del último gran imperio que ha marcado decisivamente nuestra civilización tras el imperio romano y el español.

Coinciden muchos analistas en que las elecciones de Estados Unidos de este martes 8 de noviembre son extraordinarias porque nunca antes se había producido tanta rivalidad y tanta incertidumbre en el resultado, pero sobre todo por el grado de deterioro de la política: se trata de elegir, dicen, entre lo malo y lo peor. Lo malo conocido es Hillary Clinton, fiel representante de una clase política desgastada y deteriorada, exponente de la ‘casta política’, el concepto que se empezó a acuñar en Italia hace años y que se extendió a España hace menos. Y frente a ella, o quizá debido a la existencia de ese rival en el Partido Demócrata, el candidato republicano Donald Trump, que se conecta con los populismos más abominables del momento, aquellos que se construyen sobre un pedestal de odio, de resentimiento, de egoísmo y de represión. Hillary Clinton frente a Donald Trump, casta política frente a populismo, el mismo dilema que se plantea en toda Europa. Por eso, en estas elecciones, en los Estados Unidos también votan por todos nosotros, los españoles, los europeos.

El problema no es Donald Trump, sino los millones que están dispuestos a votarlo

En un valiente artículo, el escritor y periodista John Carlin ha dejado dicho que “el problema no es Trump; el problema son los que creen en él”, y ha rescatado una crítica del 'The New York Times' en la que se recordaba precisamente eso, que en el ascenso de Hitler al poder lo realmente asombroso fue el extraordinario predicamento que tenía entre los alemanes. Es un tema que se suele soslayar cuando se cuenta el desastre de la Segunda Guerra Mundial, pero que vuelve de forma periódica, como ahora con la biografía de un historiador alemán, Volker Ullrich, en la que destaca los millones de alemanes que parecía que estaban esperando que apareciera en sus vidas una figura como la de Hitler para seguirlo ciegamente. Por eso sostiene John Carlin que el problema no es Donald Trump, sino los millones que están dispuestos a votarlo. “La victoria electoral de Hitler en 1933 fue el triunfo del odio, la barbarie y la estupidez. Una victoria para Trump en las elecciones de mañana sería lo mismo”. Incluso aunque se pueda considerar un claro exceso la comparación indirecta de Trump con Hitler, que por lo demás es recurrente y hasta manida, lo que es innegable en el análisis anterior es que los populismos solo arraigan en unas circunstancias históricas determinadas: en un momento de desesperación e incertidumbre de la sociedad.

“La victoria electoral de Hitler en 1933 fue el triunfo del odio, la barbarie y la estupidez. Una victoria para Trump en las elecciones de mañana sería lo mismo”

El populismo bárbaro, a ver, siempre ha existido y siempre existirá; siempre habrá descerebrados llamando al odio, metiendo miedo, sembrando desconfianza, pero sus discursos solo proliferan en momentos determinados de la historia en los que se hacen creíbles. Lo de menos son los apellidos, ya se trate de movimientos antisistema de extrema izquierda o partidos neofascistas, la cuestión fundamental de nuestros días es que han irrumpido con fuerza en varios países porque la sociedad se ha vuelto crédula ante esos movimientos populistas, y los recibe como si los estuviera esperando. ¿Y por qué sucede y aparecen movimientos populistas por toda Europa y en Estados Unidos? Tres razones motivan, a mi juicio, la existencia de este peligroso ambiente de credulidad ante los populismos bárbaros: la crisis económica global, la amenaza terrorista del Estado Islámico y el descrédito de la clase política tradicional, gravemente lastrada por la corrupción en países como España. La confluencia de esos tres elementos es la que genera el ambiente terrible, que a veces parece autodestructivo, que se vive en la actualidad y que se expresa en la fuerza con la que irrumpen en la sociedad los fenómenos de esos iluminados que convierten lo grotesco, lo insultante, lo estúpido, lo amenazante en un discurso político aplaudido por grandes masas.

Foto: Votantes de Clinton marchan por el puente de Brooklyn, en Nueva York, el 22 de octubre de 2016. (Reuters)

Con el pragmatismo americano, en Estados Unidos se enfrenta la casta política contra el populismo y nos sirve de espejo a todos de un tiempo, este que vivismos. ¿Qué pasará en adelante? Esa es la putada de los contemporáneos con respecto a su propia historia. Quizás estamos en el final del último imperio conocido, que es el de los Estados Unidos, y asistimos a su declive sin posibilidad siquiera de poder entenderlo, de comprenderlo, con la misma ceguera, con la misma incertidumbre que tendrían los ciudadanos de Roma en los muchos años que duró la decadencia, más de un siglo hasta que en el año 476 vistieron a un niño de 14 años con una capa morada y lo coronaron emperador. Se llamaba Rómulo Augústulo, pero solo quienes vinieron después supieron que aquello era el final, que ese emperador iba a pasar a la historia por ser el último del Imperio Romano de Occidente. Un niño paseando entre gigantescas columnas de mármol que ya anunciaban su ruina. Nosotros seguimos esperando un símbolo igual, que decrete el final. Hay elecciones en Estados Unidos y desde todo Occidente se contempla este día con los ojos redondos de quien mira deslumbrado la luz que llega desde la capital del Imperio.

La gran putada de la historia es que ningún contemporáneo es consciente del momento en el que vive. No ha sucedido jamás, por graves que fueran los acontecimientos; la verdadera trascendencia de las cosas se adquiere muchos años después, cuando se analizan con una mínima perspectiva. Este tiempo que vivimos, por ejemplo, que es el principio de un nuevo milenio, el final de una era, el origen de la globalización, el final de un mundo conocido que acaso comenzó en el siglo de las revoluciones, el siglo XIX. Vivimos ahí, atrapados en ese pliegue previsible de la historia, cuando lo viejo no acaba de morir porque no ha nacido aún el futuro que habrá de imponerse. Solo podemos atender algunos síntomas de la actualidad para reunirlos todos y pensar que, en efecto, algo grave, trascendente, está ocurriendo a nuestro alrededor. Uno de esos signos externos llega, como han llegado durante toda la historia, de la capital del imperio, que es Estados Unidos; la capital del último gran imperio que ha marcado decisivamente nuestra civilización tras el imperio romano y el español.

Hillary Clinton