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El ridículo de jueces y fiscales progresistas
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El ridículo de jueces y fiscales progresistas

Fue absolutamente inexplicable que las dos asociaciones de jueces y fiscales progresistas se desmarcaran de sus compañeros para ponerse al lado del Gobierno y del Partido Socialista

Foto: El presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes (i), saluda al juez Pablo Llarena. (EFE)
El presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes (i), saluda al juez Pablo Llarena. (EFE)

El servilismo tiene su penitencia en el ridículo. También encuentra su recompensa de pesebre, la certeza de los cargos y todo eso, alabanzas y parabienes, pero el servil siempre debe contar con la posibilidad de que la mano que le acaricia la espalda pueda empujarlo y caer de bruces, haciendo el ridículo. Quiere decirse con todo esto que vale que el Gobierno de Pedro Sánchez ha rectificado en 36 horas su decisión de no defender al juez Pablo Llarena en Bélgica, pero quienes han hecho el ridículo de verdad han sido las asociaciones de jueces y fiscales progresistas que, para no desagraviar a aquellos a quienes obedecen ciegamente, han dejado tirado a uno de los suyos.

Que sí, que sí, que no se trata de disculpar a nadie, que el Gobierno de Pedro Sánchez está en el epicentro de esa incomprensible tormenta en la que, durante tres días, se ha llegado a dudar incluso de la necesidad de defender al Poder Judicial español del mayor ataque que ha recibido en 40 años de democracia. Pero como decía Giulio Andreotti, “el poder es solamente facilidad de expresión”, con lo que los mismos que defienden ardorosamente una posición son capaces, al día siguiente, de argumentar todo lo contrario con el mismo aparente convencimiento.

Foto: El magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena. (EFE)

Otra cosa es que los ciudadanos acepten esos vaivenes, pero ya hemos visto cómo, sin pestañear, el Gobierno socialista ha pasado en un plis de despreciar al juez Pablo Llarena calificándolo miserablemente de “ciudadano Llarena” a considerarlo, como hizo el otro día en su ruta sudamericana Pedro Sánchez, como un “asunto de Estado” (“No es una cuestión privada, sino de Estado”). Dicen una cosa y al cabo, sin rubor alguno, sostienen la contraria; en el remate, incluso son capaces de afirmar con gesto serio que no ha existido la más mínima contradicción, que siempre han defendido lo mismo.

Foto: Pablo Llarena, ponente de una mesa redonda celebrada en julio. (EFE)

¿Alguien se puede extrañar de ese comportamiento en política? No, por eso el problema principal no es para el Gobierno, que solo mira por sus intereses electorales (ese temor es el que explica el cambio abrupto en el caso Llarena), sino para quien tiene que defender intereses muy distintos a los de un partido político, que solo busca ganar elecciones, y sin embargo se alinea con él a costa de su propia coherencia. Fue absolutamente inexplicable que las dos asociaciones de jueces y fiscales progresistas se desmarcaran de sus compañeros, de todos sus compañeros, para ponerse al lado del Gobierno y del Partido Socialista. Ni los dictámenes favorables de la Abogacía del Estado ni el amparo concedido por el Consejo General del Poder Judicial les parecieron suficiente a esas dos asociaciones progresistas para afearle al Gobierno su nefasta intención de dejar tirado al juez Pablo Llarena ante las trapacerías de ese fugitivo llamado Puigdemont.

Luego, cuando el Gobierno, sin sonrojo alguno, ha rectificado su criterio, las dos asociaciones progresistas, Juezas y Jueces para la Democracia y la Unión Progresista de Fiscales, se han quedado solas en su patético seguidismo, solas y retratadas ante el espejo de sus prioridades cuando se trata de defender el Poder Judicial: ha quedado claro que no van a comprometer nunca su relación con el PSOE por apoyar a uno de los suyos. ¿Es verdad que la politización anida en la mayoría de las asociaciones de jueces y fiscales? Sí, pero ninguna de ellas llega tan lejos como las que se titulan progresistas. Debe precisarse, por cierto, que eso de ‘progresistas’ no supone más que una etiqueta corporativa; no se entiende aquí de otra forma porque lo que se descalifica es la correa de transmisión, no la pureza de un pensamiento de izquierda.

Foto: El magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena. (EFE) Opinión
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Javier Caraballo

Se trata, además, de un asunto en el que la propia gravedad del ataque que está sufriendo la democracia española, el prestigio y la credibilidad de cada uno de sus poderes públicos, hubiera merecido desde el principio un frente común de defensa de las instituciones. Como en España el ruido de la confrontación y del sectarismo siempre acaba oscureciéndolo todo, distrayéndonos de lo fundamental, lo más penoso de esta polémica es que haya tenido que ser un profesor de francés hispanohablante el que haya alertado, a través de las redes sociales, de la manipulación de las declaraciones del juez Llarena para justificar la demanda contra él.

Antes de comprobar nada, el Ministerio de Justicia tuvo la indecencia de afirmar en un comunicado que defender a Llarena “supondría defender a un particular por afirmaciones privadas que incluso en España podrían ser objeto de algún tipo de acción en su contra". Le prestaron más atención a la basura propagandística que esparcía ese fugitivo llamado Puigdemont y su equipo de abogados que a la literalidad de su demanda contra el juez Pablo Llarena, en la que se calificaba España como “un Estado delincuente”.

Foto: El expresidente catalán Carles Puigdemont (d) ofrece una rueda de prensa el pasado 28 de julio. (Reuters)

Que alguien afirme que España es un “Estado delincuente” y que haya un tribunal europeo que acepte tramitar esa demanda es un síntoma más de la necesidad urgente de reformar la euroorden, o de renunciar a ella, porque en vez de un tratado de lealtad y de confianza mutua se ha convertido en un puñal al servicio de presuntos delincuentes políticos que quieren dinamitar los estados europeos, inflamándolos de nacionalismo. Pero, al margen de eso, cómo es posible que las asociaciones progresistas de jueces y fiscales hayan pasado, incluso, por encima de ese insulto a todos. ¿Acaso pensaban que al hablar de un Estado delincuente se referían solo a Pablo Llarena?

Es a todos los fiscales y jueces españoles a los que se llama delincuentes en esa demanda que se personaliza en Pablo Llarena por ser él quien instruye el caso; mañana, dirán lo mismo a los jueces y fiscales que se sienten en el tribunal que juzgue a los cabecillas de la algarada anticonstitucional y la declaración unilateral de independencia de Cataluña. ¿Cómo pueden haber sido contrarias esas dos asociaciones a defender al juez español que está recibiendo insultos, que se ha tenido que marchar de Cataluña, de quien queman su foto en las manifestaciones, solo porque es el magistrado al que le ha tocado la instrucción del caso? ¿De verdad han llegado a pensar que esto solo le afecta al ciudadano Llarena?

Incluso si la instrucción judicial contra los independentistas catalanes fuera un cúmulo de despropósitos, Pablo Llarena debe merecer el respaldo unánime de todos sus compañeros porque, ante las burlas de Puigdemont, no es un juez sino un símbolo. A ver si de este ridículo nos enteramos todos.

El servilismo tiene su penitencia en el ridículo. También encuentra su recompensa de pesebre, la certeza de los cargos y todo eso, alabanzas y parabienes, pero el servil siempre debe contar con la posibilidad de que la mano que le acaricia la espalda pueda empujarlo y caer de bruces, haciendo el ridículo. Quiere decirse con todo esto que vale que el Gobierno de Pedro Sánchez ha rectificado en 36 horas su decisión de no defender al juez Pablo Llarena en Bélgica, pero quienes han hecho el ridículo de verdad han sido las asociaciones de jueces y fiscales progresistas que, para no desagraviar a aquellos a quienes obedecen ciegamente, han dejado tirado a uno de los suyos.

Jueces Para la Democracia CGPJ