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Elegía por un travestí asesinado
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Javier Caraballo

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Elegía por un travestí asesinado

¿Es posible que la sociedad en la que vivimos puede generar aún esos sentimientos de odio hacia una persona como tú?

Foto: Foto de Ely compartida por sus familiares y amigos en redes sociales.
Foto de Ely compartida por sus familiares y amigos en redes sociales.

“Finalmente, ha fallecido”. Eduardo lo escribió con pena en el mensaje que envió, arrastrando las palabras con adverbios, como si no quisiera pronunciarlas. “Lamentablemente, no ha podido superarlo”. Fue en agosto cuando supe de ti, de tu existencia, y, sin presumir siquiera que acabaría de esta forma trágica con tu muerte un mes después, te escribí aquella carta conmocionado por la escena que describía la noticia, una persona de 59 años, brutalmente agredida, tendida en la explanada de unos grandes almacenes de Valladolid cuando comenzaba a despuntar el día.

Ya sé que es una gilipollez, pero cuesta imaginar en el amanecer de un apacible domingo a alguien que acaba de ser agredido salvajemente. Te encontró uno de los vigilantes de seguridad de los grandes almacenes y, al acercarse, llamó rápido a la Policía, al pensar que una mujer acababa de ser agredida. Un nuevo caso de violencia de género. Llegaron los agentes de Policía y fue entonces cuando te vieron, cuando te reconocieron. Eras tú, vestido de mujer, buscándote y mostrándote como siempre has sentido. Lo peor, el desconcierto mayor vino después, cuando en la radio dieron la noticia: “Un menor de edad se ha entregado en las dependencias de la Policía Nacional de Valladolid y ha confesado ser el autor de la paliza a un hombre de 59 años, vestido de mujer, que tuvo que ser ingresado en el hospital en estado grave”. ¿Un menor de 15 años? ¿Cómo puede un adolescente acumular tanto odio contra una persona por su condición sexual, porque vaya vestida de mujer?

Tras un mes de agonía, te has muerto y han colocado tu foto y tu nombre en las redes sociales para que la gente vaya dejando allí sus condolencias y sus recuerdos, como si fueran velas y flores, que ya sabes que los velatorios de estos tiempos se celebran sobre todo en internet. Ely era Javi o Javi era Ely, como cada uno quisiera llamarte, porque a ti, en realidad, te daba igual lo que pensaran los demás. Lo ha dicho una de tus hermanas en 'El Norte de Castilla', que siempre tuviste “el valor de salir de la norma”. “Ely fue un icono que supo mostrar su sexualidad sin tabúes, que siempre fue muy respetuosa con todo el mundo, fue una persona muy querida y libre que siempre rechazó las etiquetas“.

¿Has muerto por eso, por esa libertad de sentirte mujer y vestirte de mujer? ¿Es posible que la sociedad en la que vivimos pueda generar aún esos sentimientos de odio hacia una persona como tú? ¿Un menor de 15 años, que es un niño todavía, puede sentir ese odio? Eso es lo que ya nunca vamos a saber, con tu muerte, porque jamás podrá esclarecerse lo ocurrido. En su defensa, el menor, que sigue internado, dirá que solo quería robarte el móvil y el bolso, que no sentía ningún odio hacia ti por tu condición sexual, y la policía dejará solo en hipótesis la posibilidad de un delito con un móvil sexual, porque nadie podrá demostrarlo. Homicidio y robo con violencia. Así se cerrará el expediente judicial de aquella mañana de agosto, cuando paseabas vestido de mujer por la explanada de unos grandes almacenes.

En cierta forma, que te hayas muerto convierte el pasado en un ejercicio inútil, para qué seguir dándole a lo ocurrido si ya todo es inevitable, trágicamente inevitable. Solo podemos pedir justicia y maldecir aquella mañana de domingo, maldecir al menor que te dio la paliza, al salvaje que te ha matado, y desearle que un día tenga dos dedos de frente porque su remordimiento se hará infinito. Pero, más allá del desahogo, lo que debe consolar a tu familia y a todo el que te ha conocido es que también tu muerte haya servido de algo, el último mensaje de protesta y de inconformismo de tu vida. El último grito de libertad. ¿Ha servido de algo? Yo creo que sí, que la gente como tú deja un ejemplo imborrable y abre las puertas de la vida a muchas personas más.

Solo podemos maldecir a quien te dio la paliza y desearle que un día tenga dos dedos de frente porque su remordimiento se hará infinito

Te contaré algo: unos días antes de que te murieses fui a Granada, a visitar a un amigo, Juan Carlos, y estuvimos hablando de ti, de lo que te había ocurrido, de aquella carta que te escribí. Juan Carlos debe tener tu edad, o quizás algunos años menos, y lo que quería decirme aquel día es que, después de una vida entera de represión, había decidido afrontar su verdadero ser, una mujer que se llamará Cristina. “Ser yo no ha sido, no es, y no será fácil, pero ya no voy a mentirme más”. Me contó que desde niño le gustaba vestirse como su hermana, que intentó decírselo a su madre “y lo más clemente que me recetó fue el manicomio, con los locos, para que se me quitara la tontería mediante piadosos electrochoques, aunque me zarandeó lo suficiente como para que mi cerebro me saliera por el culo”. En aquellos años de infancia, Juan Carlos se escondía debajo de la cama, para no ver a nadie, para no verse: “Ya que no podía ser niña, prefería ser invisible”. Créeme, Ely, que cuando me contó su decisión, pensé en ti, en el valor de la gente como tú, en cómo superáis burlas y escarnios, en cómo convertís en sonrisas la incomprensión de los demás, en cómo habéis sabido abrir caminos. Claro que sí, tu vida y tu ejemplo han merecido la pena.

Era domingo, el domingo 12 de agosto, y, al oírlo en la radio, ese fue el primer sobresalto inconsciente, quizás una bobada del pensamiento. El despertar de un domingo lo tenemos asociado a una paz rutinaria, placentera, como si solo fuera posible un despertar sereno, las campanas lejanas de una iglesia, el olor del café en la cocina, el repiqueteo impaciente de un nido de pájaros en el jardín o en el alféizar del balcón. Sin coches ni ruidos, sin el trasiego apresurado de todos los días. Cuesta pensar que también en el apacible despertar de aquel domingo, el odio iba recitando por las esquinas de Valladolid una elegía eterna de pena, de llanto y de rabia. “Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo…”.

“Finalmente, ha fallecido”. Eduardo lo escribió con pena en el mensaje que envió, arrastrando las palabras con adverbios, como si no quisiera pronunciarlas. “Lamentablemente, no ha podido superarlo”. Fue en agosto cuando supe de ti, de tu existencia, y, sin presumir siquiera que acabaría de esta forma trágica con tu muerte un mes después, te escribí aquella carta conmocionado por la escena que describía la noticia, una persona de 59 años, brutalmente agredida, tendida en la explanada de unos grandes almacenes de Valladolid cuando comenzaba a despuntar el día.

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