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Rufián, bufón de una democracia fallida
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Javier Caraballo

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Rufián, bufón de una democracia fallida

Rufián es el apéndice chillón de una clase política fallida que, si continúa con este deterioro vertiginoso, nos puede conducir al desastre de convertirnos en una democracia fallida

Foto: Gabriel Rufián. (Raúl Arias)
Gabriel Rufián. (Raúl Arias)

Que el bufón no oculte el drama, que el provocador no nos distraiga del verdadero peligro que está atravesando la democracia española. Gabriel Rufián es el apéndice inapreciable y chillón de una clase política fallida que, si continúa con este deterioro vertiginoso, nos puede conducir al desastre mayor de convertirnos en una democracia fallida. Ese sí es el gran problema al que se enfrenta España en el 40 aniversario de la Constitución: la crisis institucional más grave que ha vivido nunca acrecentada por un desprestigio creciente de todos los poderes del Estado.

Cada semana, un despropósito mayor. Desde el esperpéntico suceso de la sentencia de las hipotecas protagonizado por el Tribunal Supremo, la crisis del poder judicial se ha agravado exponencialmente y, en su degeneración, ha arrastrado al poder legislativo y al poder ejecutivo, que ya se tambaleaban. La fotografía actual de la democracia española es esa, una crisis simultánea en los tres poderes del Estado en el peor momento vivido por el desafío independentista.

Rufián, expulsado del hemiciclo tras un intenso rifirrafe con Borrell

En ese panorama desolador, podrá entenderse que las bufonadas de Gabriel Rufián son el problema menor. De ese diputado de Esquerra Republicana ya aprendimos hace mucho tiempo que el odio es un líquido inflamable que, en España, se cuela por las rendijas del tiempo. Un catalán de origen andaluz que responde al arquetipo de un complejo antiguo, la fe del converso: Rufián, para que no le digan charnego, siempre intentará demostrar que es más catalán que el burro catalán. De modo que no se puede esperar otra cosa que la provocación constante, estiércol y serrín, como dice el ministro Borrell.

Pero ni él ni sus compañeros diputados de Esquerra deben preocuparnos siempre que acaten aquello que se les impone cada vez que cruzan la línea de la legalidad. Como en la última sesión del Congreso, cuando la presidenta Ana Pastor los expulsa del hemiciclo y, todos en fila, obedecen y se marchan. Eso es lo fundamental, de la misma forma que lo esencial de los políticos encarcelados por las revueltas de octubre es que no pueden oponerse al mandato de la Justicia. Incumplieron la ley, fueron a la cárcel y no pasó nada. Ahí siguen, a la espera de juicio.

Foto: Gabriel Rufián, con unas esposas, en el Congreso. (EFE)

Mucho más preocupante que Rufián es la clase política española que se dice constitucional; la que nos recuerda a diario su compromiso con la Constitución mientras que, 'de facto', deteriora y socava gravemente el prestigio y el crédito de las instituciones del Estado de derecho. El infame espectáculo ofrecido con motivo de la renovación del Poder Judicial sitúa al Partido Popular y al PSOE frente al espejo de aquello en lo que se han convertido los dos partidos que han gobernado España todo este tiempo, si exceptuamos el breve lapso de UCD que puso los cimientos de la convivencia y de todo aquello que ahora está en peligro. Dos partidos políticos preocupados por su propia supervivencia, plagados de cuadros mediocres, en medio de un panorama político más fragmentado que nunca, con lo que aumenta la confrontación diaria.

Foto: El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska (i), saluda a Manuel Marchena (c). (EFE) Opinión

La política española siempre ha sido cortoplacista; ahora, el corto plazo se ha vuelto una urgencia y ha eliminado cualquier posibilidad de invocar un interés de Estado. En esa deriva de mediocridad, han arrastrado al poder judicial a una crisis que solo puede superarse con una profunda catarsis, sin nuevos parcheos, sin más interferencias políticas en el principal órgano de representación de jueces y fiscales, el Consejo General del Poder Judicial, y, por derivación, en todos los tribunales en los que interviene en su designación, tanto el Tribunal Supremo como los tribunales autonómicos. Como exigían en su última huelga todas las asociaciones de jueces y fiscales, es urgente “reforzar la independencia judicial y la exigencia de que sean jueces y fiscales quienes elijan a la mayoría del Consejo General del Poder Judicial, en manos ahora del Parlamento”.

¿Debemos preocuparnos ante este panorama o es una exageración pensar que España corre el peligro de convertirse en una democracia fallida? José Antonio Marina recomendó hace unos días en El Confidencial un interesante ensayo de dos profesores de la Universidad de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, titulado ‘Cómo mueren las democracias’. Es verdad que el libro analiza, fundamentalmente, el fenómeno de los populismos en las democracias occidentales, pero esa es solo la última fase del problema, la fase terminal.

¿Debemos preocuparnos ante este panorama o es una exageración pensar que España corre el peligro de convertirse en una democracia fallida?

Lo importante es atajar a tiempo la degeneración, corregirla, antes de caer en ese pozo populista y autocrático. De hecho, lo realmente espeluznante de ese libro es que cuando se repasan los cuatro criterios que sirven para identificar a un político totalitario y autócrata, resultan muy familiares del comportamiento político habitual de España. Esos cuatro criterios son: “Un débil compromiso con las reglas del juego democrático, negar la legitimidad de los adversarios, tolerar o alentar la violencia e intentar restringir las libertades civiles de rivales o críticos”.

¿Quién se atrevería a decir que en España, en la política española, no se dan ya esos síntomas? Más allá aún, los dos profesores de Harvard advierten de que el deterioro de una democracia, incluso una democracia tan consolidada como la de Estados Unidos, se produce cuando los actores políticos dejan de transitar por lo que ellos denominan “dos guardarraíles fundamentales: tolerancia y contención”. Cuando esas guías desaparecen del juego democrático, y en España ya hace tiempo que no existen, solo puede esperarse un final desastroso. Se dice en ese libro que “la ciudadanía suele tardar en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada, aunque ello suceda a ojos vistas”. La grave responsabilidad civil de estos días, de cada uno de nosotros, es señalar el grave deterioro de la democracia española antes de que se convierta en una democracia fallida.

Que el bufón no oculte el drama, que el provocador no nos distraiga del verdadero peligro que está atravesando la democracia española. Gabriel Rufián es el apéndice inapreciable y chillón de una clase política fallida que, si continúa con este deterioro vertiginoso, nos puede conducir al desastre mayor de convertirnos en una democracia fallida. Ese sí es el gran problema al que se enfrenta España en el 40 aniversario de la Constitución: la crisis institucional más grave que ha vivido nunca acrecentada por un desprestigio creciente de todos los poderes del Estado.

Gabriel Rufián Manuel Marchena