Matacán
Por
Mejor no hablar de Plácido Domingo
Cuando la delación supone el destierro inmediato, entonces es necesario apartarse y no dejarse llevar por la corriente. Y como ocurre ahora con Plácido Domingo, ponerse en sus zapatos
Baboso, viejo verde, sobón, descarado, acosador, violador… El movimiento #MeToo comenzó como una necesaria oleada de solidaridad en el mundo hacia las víctimas de abusos sexuales y, al convertirse en maremoto, ha acabado arrasándolo todo. Plácido Domingo está ahora bajo esas aguas, ahogándose, porque es tan fuerte la corriente que nadie es capaz de sobrevivir. El prestigio, los elogios y los contratos se van cayendo como se caen las palmeras de una playa, como los tejados de las casas, como las farolas y los coches, devastados por la inmensa ola que se tragó la paz y la belleza de unos minutos antes.
Pero el #MeToo no puede ser un maremoto. De ese grito unánime, "¡Yo también!", solo tiene que perdurar lo que nos ha aportado de solidaridad y de comprensión hacia las víctimas de abusos sexuales, en su inmensa mayoría mujeres; los casos que durante años se han silenciado por la moral permisiva o hipócrita de la sociedad hacia el machismo. Cuando se traspasa esa frontera y ya no se distingue porque la denuncia es la condena, cuando la delación supone el destierro inmediato, entonces es necesario apartarse y no dejarse llevar por la corriente. Y como ocurre ahora con Plácido Domingo, ponerse en sus zapatos. #InYourShoes. Habría que incorporarlo.
El primer problema del movimiento #MeToo, de lo que se pretende que sea o se convierta ese movimiento, es que, de forma inmediata, nos erige en jueces. Parece que tenemos que ser nosotros quienes decidamos si el comportamiento sexual de un personaje público como Plácido Domingo traspasó las fronteras de lo permisivo o si, en cambio, siempre se mantuvo en las tácticas habituales que se utilizan para ligar. Se oyen los testimonios y se decide: culpable o inocente. Sí, esa es la primera trampa, porque no somos ni jueces ni verdugos. No dictamos sentencias porque en una sociedad como la nuestra no pueden existir los tribunales populares; no se puede avanzar en los derechos y en la conciencia social del siglo XXI retrotrayéndonos a las prácticas del siglo XV.
Baboso, viejo verde, sobón, descarado, acosador, violador… ¿Qué ha sido Plácido Domingo? Pues no lo sé, y la tentación de dictar sentencia de su sexualidad es una barbaridad inconsciente que parece que estamos asumiendo. Cuando surgen denuncias como las que conocemos, lo primero que debemos exigir a quienes se declaran víctimas es que acudan ante la Justicia, porque una campaña de prensa no puede sustituir a un tribunal. Cada uno de nosotros puede tener una impresión y un criterio moral, pero la determinación de las conductas delictivas no está ni en las impresiones personales ni en la moralidad, sino en los códigos penales. Todo lo que no quede afectado por los límites legales debe perderse en el campo difuso y múltiple de las opiniones personales, respetables e irrelevantes a afectos de condenas.
Ese ha sido, precisamente, el supuesto error de Plácido Domingo, que en el comunicado que realizó, acaso queriendo congraciarse con el maremoto que iba a arrasarlo, asumió una responsabilidad inconsciente: “Admito que las reglas y los estándares en los que nos encontramos —y en los que debemos estar— medidos hoy son muy diferentes a los que teníamos en el pasado”. Nada más decirlo, los tribunales populares lo entendieron como una confesión de culpa. Y bajaron el pulgar. Lo que se ignora de esa declaración es que es cierto que hay comportamientos del pasado, muchos de ellos arropados por la estética del galán o del donjuán, que en la actualidad merecen la reprobación y el rechazo.
Pero eso no convierte a un sobón o a un baboso en un depredador sexual, porque no todo puede ser lo mismo. Ante denuncias tan genéricas como las de esas ocho cantantes y una bailarina contra Plácido Domingo, parece que tenemos que volver a lo elemental, a lo básico de la relación entre un hombre y una mujer: decirle a alguien al oído “¿quieres una copa?” no es una agresión sexual.
Se oyen los testimonios y se decide: culpable o inocente. Sí, esa es la primera trampa, porque no somos ni jueces ni verdugos
Patricia Wulf, la mezzosoprano que es la única que ha renunciado al anonimato para denunciar a Plácido Domingo, ha contado, como suprema evidencia del acoso al que fue sometida, que, “cada vez que me bajaba del escenario, me estaba esperando. Se acercaba tanto como podía, ponía su cara frente a la mía, bajaba la voz y me decía: 'Patricia, ¿te tienes que ir a casa esta noche?". Su respuesta, siempre, fue que se iba a su casa, que no lo acompañaba, y Plácido Domingo, según dice, nunca le puso una mano encima. ¿Cómo puede sustentarse en un ‘incidente’ como ese una campaña de desprestigio y humillación internacional contra una persona? En una situación así, cuando llega el maremoto, cuando ya no se distingue porque todo se considera la misma perversión, delito general, cuando la denuncia es la condena, es necesario apartarse y ponerse en la piel del acusado, en sus zapatos.
[“Mejor no hablar de Plácido Domingo; para qué me voy a meter en ese charco…”. Cuando unos amigos dejaron caer la pregunta sobre la mesa, dos 'espressos' y unas copas de vino junto a los últimos trozos de retinto, fue pensar, pensarlo así, y acabarse las dudas. ¿Mejor no hablar de Plácido Domingo? Sí, hay que hablar. Porque esa sola pregunta que nos asalta, la sugerencia inconsciente para ponerse de perfil, mirar para otro lado, es la misma terrorífica injusticia social que han sufrido durante muchos años las víctimas de acosos, abusos y violaciones, sometidas a incomprensión, cinismo y desprecio. El contrapeso de la historia no puede ser el equivalente en sentido contrario. #InYourShoes.]
Baboso, viejo verde, sobón, descarado, acosador, violador… El movimiento #MeToo comenzó como una necesaria oleada de solidaridad en el mundo hacia las víctimas de abusos sexuales y, al convertirse en maremoto, ha acabado arrasándolo todo. Plácido Domingo está ahora bajo esas aguas, ahogándose, porque es tan fuerte la corriente que nadie es capaz de sobrevivir. El prestigio, los elogios y los contratos se van cayendo como se caen las palmeras de una playa, como los tejados de las casas, como las farolas y los coches, devastados por la inmensa ola que se tragó la paz y la belleza de unos minutos antes.