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Javier Caraballo

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España no es una extravagancia

Una democracia es incompatible con la existencia clásica de los ‘salvadores de la patria’, ya se alcen en nombre de la nación española o del pueblo catalán

Foto: Concentración contra la sentencia del 'procés'. (EFE)
Concentración contra la sentencia del 'procés'. (EFE)

España, la España democrática que conocemos, ha padecido dos intentos de golpe de Estado desde la dictadura de Franco, uno con el pretexto de defenderla y el otro con el objetivo de destruirla. El primero lo protagonizaron militares y guardias civiles en febrero de 1981 y el segundo, que acaba de sentenciarse, lo organizaron los líderes independentistas catalanes en octubre de 2017. Si se comparan las dos sentencias, se obtiene como enseñanza común la reconfortante obviedad de que nadie, sean cuales sean sus motivos, puede atribuirse la defensa de aquello que solo ampara la Constitución.

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Conviene no desconsiderar esta evidencia porque, en 40 años de democracia, quienes la han ignorado han acabado condenados ante un tribunal, después de provocar en España una enorme crisis institucional que ha hecho tambalearse los pilares del sistema. Una democracia es incompatible con la existencia clásica de los ‘salvadores de la patria’, ya se alcen en nombre de la nación española o del pueblo catalán. Y sí, la calificación política es la misma aunque los delitos fueran distintos; en ambos casos, se trata de intentos de golpe de Estado, los dos, porque el objetivo común ha sido siempre tratar de sustituir el orden jurídico establecido a través de medios ilegales.

Foto: Los exmiembros del Govern (de izda. a dcha.) Joaquín Forn, Raül Romeva, Dolors Bassa, Jordi Turull, Josep Rull y Meritxell Borràs a su llegada a la sede de la Audiencia Nacional el 2 de octubre de 2017. (EFE) Opinión
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Cuando el coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero entró, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados, lo hizo porque consideraba que el deber constitucional de las Fuerzas Armadas era “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”, como dice el artículo 8 de la Constitución. Pero cuando se dictó sentencia, el tribunal, un tribunal militar, les recordó que en un Estado de derecho, en una democracia, “no puede quedar a merced del criterio de cualquier mando militar (…) el decidir por su cuenta la existencia del supuesto peligro para aquellos supremos valores y las medidas de la trascendencia y gravedad en este caso adoptadas, por lo que no hay tal respaldo constitucional y no puede apreciarse legitimidad de ejercicio de cargo o deber”.

Desde principios del siglo XIX hasta la Guerra Civil de 1936, se cuentan tantos pronunciamientos militares en España —hasta 25 sublevaciones, casi una cada cinco años—, que algunos militares pudieron llegar a pensar que todo eso formaba parte de la normalidad. El juicio por el intento de golpe de Estado del 23-F sirvió para recordarle a todo aquel militar que aún tuviera dudas que en una democracia no existen salvapatrias, ni se les espera, ni nadie que pueda situarse al margen o por encima de la Constitución. Lo mismo puede argumentarse ahora cuando se oye decir, otra vez, a los líderes independentistas y a sus seguidores que siempre han actuado en defensa de la democracia y en representación del pueblo catalán. Fuera de la ley no existe ninguna legitimidad, ni de cargo público ni de deber democrático.

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Tras la intentona golpista de Tejero, hubo unanimidad en que aquel trauma sirvió para reforzar la Constitución. Es lo mismo que debe ocurrir ahora, tras la condena del golpismo catalán, porque refresca conceptos que, aunque parecen obviedades, son fundamentales en el orden constitucional. Por ejemplo, que la unidad de España no es ninguna extravagancia. De las muchas consideraciones jurídicas que se realizan en la sentencia, merece la pena detenerse en el párrafo en que los magistrados del Supremo les recuerdan a los líderes independentistas exactamente eso: “La protección de la unidad territorial de España no es una extravagancia que singularice nuestro sistema constitucional”. Con cierta sorna —al menos se intuye así al leer la sentencia—, el tribunal compara lo que figura en la Constitución española con lo que se dice en “los textos constitucionales de algunos de los países de origen de los observadores internacionales contratados por el Gobierno autonómico catalán, que en su declaración como testigos en el juicio oral censuraron la iniciativa jurisdiccional encaminada a impedir el referéndum” ilegal del 1 de octubre. Podrían haber hecho un recorrido por todas las constituciones del mundo, pero han optado por las de los países en los que el proceso independentista catalán recabó a sus ‘defensores’ internacionales: Alemania, Francia, Italia, Portugal, Luxemburgo, Eslovenia, Estonia, Finlandia, Letonia, Lituania, Polonia, Rumanía y Bélgica.

“La protección de la unidad territorial de España no es una extravagancia que singularice nuestro sistema constitucional”

Ya se pueden imaginar lo que dicen las constituciones de todos esos países en los que los independentistas catalanes contrataron a sus ‘observadores’ para que defendieran en España el supuesto ‘derecho a decidir’ que en ninguna parte existe: “Rumanía es un Estado nacional, soberano, independiente, unitario e indivisible”; “solamente existe una nación húngara, que pertenece a todos conjuntamente”; “el territorio de Finlandia es indivisible”; “la tierra, las aguas territoriales y el espacio aéreo de Estonia forman un todo inseparable e indivisible”; “la República eslovaca es inquebrantable e indivisible”; “el Gran Ducado de Luxemburgo es un Estado democrático, libre, independiente e indivisible”; “la República de Italia es una e indivisible, reconoce y promueve las autonomías locales”.

En Alemania y en Portugal, llegan aún más lejos porque, en sus respectivas constituciones, no solo se remarca la unidad territorial sino que en el caso alemán se contempla la posibilidad de declarar inconstitucionales los partidos políticos que pongan en peligro la República Federal, mientras los portugueses excluyen de las futuras reformas constitucionales aquello que afecte a la independencia nacional y a la unidad del Estado. Ni una cosa ni la otra se recoge en la Constitución española.

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El precepto constitucional del artículo 2 es tan elemental que conviene repetirlo, otra vez, para que la sentencia de los golpistas catalanes tenga el efecto positivo de sacudirnos complejos y mentiras: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Por mucho ruido que haya, nadie puede hacernos dudar. No es extravagancia; es democracia, es justicia y es normalidad.

España, la España democrática que conocemos, ha padecido dos intentos de golpe de Estado desde la dictadura de Franco, uno con el pretexto de defenderla y el otro con el objetivo de destruirla. El primero lo protagonizaron militares y guardias civiles en febrero de 1981 y el segundo, que acaba de sentenciarse, lo organizaron los líderes independentistas catalanes en octubre de 2017. Si se comparan las dos sentencias, se obtiene como enseñanza común la reconfortante obviedad de que nadie, sean cuales sean sus motivos, puede atribuirse la defensa de aquello que solo ampara la Constitución.

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