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El escrache a Rufián, carita triste
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Javier Caraballo

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El escrache a Rufián, carita triste

La estampa de su rechazo, vociferado y abucheado, es la que mejor resume lo mejor y lo peor de la algarada independentista

Foto: La 'carita triste' de Gabriel Rufián. (Reuters)
La 'carita triste' de Gabriel Rufián. (Reuters)

Gabriel Rufián se fue por piernas de la manifestación de los independentistas de Barcelona con la carita triste, los labios encogidos, un puchero casi infantil o adolescente, porque le estaban haciendo un escrache los que tendrían que hacerle la ola. La estampa de su rechazo, vociferado, arrojado de golpe sobre el carromato de los despreciables, al lado de la “prensa española, manipuladora”, de la “policía franquista”, de “los políticos represores de la libertad”; esa imagen es la que mejor nos resume lo mejor y lo peor de la algarada independentista, todo lo que podemos temer y todo lo que, razonablemente, podemos esperar de bueno sobre el final de este odioso conflicto inventado.

Que no todo en el caos, como el que se ha vivido esta semana en Barcelona, es necesariamente negativo para quienes aspiran a que, al menos a medio plazo, Cataluña vuelva a la normalidad de un pueblo al que tantas veces se ha mirado por su modernidad, por su espíritu cosmopolita, como la alfombra que Europa tendía hacia España desde los Pirineos. Ahora parece la misma alfombra, pero es de lo peor del populismo autodestructivo, que también es una peste que amenaza Europa.

[Sigue aquí la última hora de lo que está ocurriendo en Cataluña]

El escrache a Gabriel Rufián debe ponerse en paralelo con la otra demostración de impotencia de la semana, la que protagonizó el presidente de la Generalitat, Quim Torra, en su patética intervención de las primeras horas de la madrugada del miércoles pasado, cuando los salvajes incendiaban las calles, saqueaban comercios y arrojaban ácido a los policías. No es que Torra se haya enfrentado a los exaltados, porque son sus criaturas, pero cuando se vio forzado a intervenir se dirigió a la turba, les pidió que cesaran las acciones violentas y su llamamiento no tuvo el menor efecto.

El momento en que Gabriel Rufián abandona la marcha. (EFE)

Se ha querido resaltar de aquella intervención de Torra que no condenó la violencia, pero lo fundamental no era eso sino la nula respuesta que tuvo su petición. “No se pueden permitir los incidentes que estamos viendo en nuestro país. Esto se ha de parar ahora mismo. No hay ninguna razón, ni justificación para quemar coches o cualquier otro acto vandálico”, dijo el presidente de la Generalitat y el salvajismo se mantuvo con la misma intensidad en la calle. ¿Esto ha de parar ahora mismo? ¿Y no pasa nada, como quien oye llover? Solo por eso, en una situación como la que se ha vivido en Barcelona, dimite un político decente. Si, dos días más tarde, es Gabriel Rufián quien se tiene que ir de una manifestación, repudiado por los propios independentistas, lo que se consuma es la demostración de que nadie lidera esa revuelta. La inmensa bola de odio que echaron a rodar rueda a su antojo y puede arrollar, como ha sucedido, a los mismos que la han impulsado.

Las calles en llamas deberían servir para zarandear las conciencias complacientes y equidistantes de una buena parte de la sociedad catalana

De esa degeneración, de ese peligro evidente, es, sin embargo, de donde se puede extraer la única esperanza de que el conflicto de Cataluña pueda encauzarse y resolverse. En varios aspectos. Las calles en llamas deberían servir, por ejemplo, para zarandear las conciencias complacientes y equidistantes de una buena parte de la sociedad catalana, esa que se ha limitado a comprender a unos y a otros, meciéndose siempre con el runrún de la mayor comodidad en el Estado autonómico y la frustración por no se sabe qué ambiciones de autogobierno desatendidas.

Siempre se ha sostenido aquí que el final del conflicto de Cataluña solo puede llegar cuando se resquebraje el respaldo social y electoral del independentismo; nunca se debe aspirar a que abandonen los líderes iluminados de esa revuelta, desde el fugado Puigdemont al encarcelado Jordi Cuixart, porque eso no va a suceder, pero si la duda y el desencanto se generalizan entre sus seguidores, muy pronto se les empezará a ver como los embaucadores temerarios que son. Por supuesto, nada de esto debe afectar o interferir en el cumplimiento de la ley ni de los procesos judiciales, como el que ya ha sentenciado el Tribunal Supremo y los que aún están pendientes de resolución en la Audiencia Nacional o en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. No. Lo que quiere decirse es que, aunque la política jamás deba condicionar la Justicia, está claro que solo con los tribunales no se resuelve aquel problema.

La duda entre el electorado independentista tiene que llegar del hartazgo, del miedo al caos que se ha desatado, de la desilusión, de la contrariedad ante el engaño, de la pena por la ruptura social, del daño económico y del desgobierno. Cuando algunos cientos de miles de catalanes se pregunten, por primera vez en todos estos años, a dónde les está llevando el independentismo, cuando sientan el vértigo de ese agujero negro, se podrá pensar en una solución. Esos serán los cimientos para un proceso de reconversión del independentismo hacia el catalanismo, que será como recorrer el camino de vuelta en la ‘hoja de ruta’ del 'procés', aquella que puso en marcha Artur Mas en 2012.

Lo que no nos alcanza a ver, en este momento, es qué persona, qué dirigente político puede liderar ese regreso; quién, de entre todos ellos, tiene la suficiente credibilidad en la Cataluña que se abrazó al independentismo para proponer una salida del laberinto en el que se encuentran. Quim Torra siempre ha sido un guiñol, teledirigido desde Bruselas; invalidado doblemente por la imposibilidad de que Puigdemont pueda aspirar a nada más que a seguir fugado o regresar a España y enfrentarse a un largo periodo de cárcel y, sobre todo, de inhabilitación para ejercer cualquier cargo público. La solución tendría que llegar de Esquerra Republicana, pero ya ha visto el ‘príncipe’ Rufián cómo están las calles, cómo ni la condena de Junqueras les sirve de credencial. El escrache del otro día duele más por lo que representa que por el bochorno de haberlo vivido.

Gabriel Rufián se fue por piernas de la manifestación de los independentistas de Barcelona con la carita triste, los labios encogidos, un puchero casi infantil o adolescente, porque le estaban haciendo un escrache los que tendrían que hacerle la ola. La estampa de su rechazo, vociferado, arrojado de golpe sobre el carromato de los despreciables, al lado de la “prensa española, manipuladora”, de la “policía franquista”, de “los políticos represores de la libertad”; esa imagen es la que mejor nos resume lo mejor y lo peor de la algarada independentista, todo lo que podemos temer y todo lo que, razonablemente, podemos esperar de bueno sobre el final de este odioso conflicto inventado.

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