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Caso ERE, la soberbia condenada
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Javier Caraballo

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Caso ERE, la soberbia condenada

La sentencia de los ERE delimita las responsabilidades penales, pero no hace falta descender al detalle para saber que una condena global recorrerá los 1.700 folios del texto como un hilo de tripa

Foto: Chaves y Griñán, de espalda, durante el juicio. (EFE)
Chaves y Griñán, de espalda, durante el juicio. (EFE)

En el ocaso de sus vidas, los gobernantes se pudren en un charco enfangado de soberbia. La cara se les pone de color ceniza y los asesores les dibujan una sonrisa roja y cínica con la que atraviesan los pasillos alfombrados del palacio de gobierno que habitaban, que pensaron que era suyo, que usaron como una propiedad. El declive como gobernante de Manuel Chaves González comenzó el día en que pensó que su poder era tan grande en Andalucía que no tenía que rendirle cuentas a nadie. Esa es la enfermedad que acaba con ellos, que los destruye, porque, al sentirse inmunes, comienzan a cometer errores, a enredarse en torpezas, a rodearse de mugre putrefacta. Hasta que llega un día, como este frío martes de noviembre, en el que una sentencia judicial deja escritas para la historia las consecuencias nefastas de una gestión así, desahogada, sectaria y despilfarradora.

La sentencia de los ERE delimita las responsabilidades penales, pero no hace falta descender al detalle para saber que una condena global recorrerá los 1.700 folios del texto como un hilo de tripa. Es la soberbia condenada; la soberbia, que empieza en Chaves y baja hasta el último de los aprovechados de los expedientes de regulación de empleo, de los casi 1.000 millones de euros concedidos con un sistema creado expresamente para ser opaco.

Foto: Los expresidentes socialistas de Andalucía Manuel Chaves (izquierda) y José Antonio Griñan, en una sesión del juicio. (EFE) Opinión
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Todos los escándalos en los que se ha visto envuelto Manuel Chaves durante los 19 años que estuvo al frente de la Junta de Andalucía se produjeron por la misma pulsión arrolladora, como aquel día en que se negó a abandonar el Consejo de Gobierno que presidía cuando se iba a tramitar una subvención millonaria para la empresa en la que trabajaba su hija. La Ley de Incompatibilidades que él mismo promovió y aprobó como presidente de la Junta de Andalucía señalaba —y señala— que un cargo público no puede decidir sobre una subvención que afecte a algún familiar. Lo único que tenía que haber hecho Chaves era ausentarse del Consejo de Gobierno cuando se votó la subvención.

Pero no lo hizo. Estaba acostumbrado —como ocurrió en ese caso— a que en los días sucesivos, cuando se conociera el escándalo, tendría fuerza suficiente para doblegar la verdad y para imponer su versión. Un informe de letrados gubernamentales encontró la excepcionalidad, burlando la literalidad de la ley, y los medios de comunicación afines, que eran muchos y que le aplaudían, que siempre le aplaudían, resaltaron sus palabras de siempre, todo lo ocurrido era una ofensa a su familia, una infamia miserable, un montaje contra su persona. Punto final. Al cabo del tiempo, la Justicia declaró ilegal la subvención y obligó a devolverla, pero Chaves ya no estaba allí y su expediente seguía limpio como la patena.

Sobre el escándalo de los ERE, incluso ahora que ha estado sentado en el banquillo junto a sus antiguos subordinados, no ha hecho otra cosa que negar cualquier responsabilidad o conocimiento de lo que ocurría bajo su presidencia. “Para mí, era muy difícil pensar que en cualquier consejería se pudiera establecer un procedimiento ilegal o para burlar la ley de manera consciente”, como dijo en el juicio, entre displicente y acobardado.

Foto: El expresidente de Andalucía, Manuel Chaves. (EFE)

Cuando se destapó el caso, siempre mostraba su sorpresa, decía, como Felipe González en sus tiempos de filesas y roldanes, que él se había enterado “por la prensa” y se mostraba seguro de que el caso se estaba inflando, que aquello no afectaría a más de “tres o cuatro chorizos”. Hasta José Antonio Griñán, que fue su amigo y que le sucedió en la presidencia de la Junta de Andalucía, acabó reconociendo en el Parlamento la importancia de lo ocurrido: “El fraude que se ha podido perpetrar es de una enorme gravedad y no admite paliativos, pero a partir de él, lo que se puede hacer es reconocer errores, tratar de reparar el daño, y mejorar día a día los procedimientos”. Estas debilidades irritan especialmente a Chaves, por eso ha mantenido hasta el último segundo, hasta hoy mismo que lo repetirá, con la sentencia en la mano, que jamás supo nada de lo que ocurría en el fraude de los ERE. Aunque él estuviera en la cúspide de toda aquella organización.

Eso es, precisamente, lo que imaginó la jueza principal del caso, Mercedes Alaya, cuando se puso a dibujar la trama de los ERE: una pirámide de responsabilidades distintas, pero vinculadas todas ellas por un mismo interés. En la cúpula de esa pirámide, de esta trama estamental, estaba la ‘cabeza política’, la compuesta por el presidente de la Junta de Andalucía y los consejeros que diseñaron, aprobaron y ejecutaron durante un decenio el sistema de ayudas que, con el tiempo, ellos mismos denominarían ‘fondo de reptiles’.

La responsabilidad política, en un fraude así, cae como el agua de una cascada, y la boca de la que manaba era la del máximo responsable de la Junta

Con conocimiento o sin él, lo que nadie puede discutir es que si el Gobierno que presidía Manuel Chaves no llega a diseñar un sistema opaco para conceder las subvenciones de los expedientes de regulación de empleo, no podría haber existido un tipo que, desde su mesa de despacho de director general de Empleo, concedía las subvenciones con cargo al fondo ‘pormisco’, “por mis cojones”. La responsabilidad política, en un fraude así, cae como el agua de una cascada, y la boca de la que manaba era la del máximo responsable de la Junta de Andalucía. Con la lógica elemental que puede deducir cualquiera, una de las testigos del juicio, una ex asesora técnica de la Dirección General de Trabajo, dijo en el juicio que las órdenes descendían “de arriba abajo”. O como dijo Quevedo, “la soberbia nunca baja de donde sube, porque siempre cae de donde subió”.

En el ocaso de sus vidas, los gobernantes se pudren en un charco enfangado de soberbia. La cara se les pone de color ceniza y los asesores les dibujan una sonrisa roja y cínica con la que atraviesan los pasillos alfombrados del palacio de gobierno que habitaban, que pensaron que era suyo, que usaron como una propiedad. El declive como gobernante de Manuel Chaves González comenzó el día en que pensó que su poder era tan grande en Andalucía que no tenía que rendirle cuentas a nadie. Esa es la enfermedad que acaba con ellos, que los destruye, porque, al sentirse inmunes, comienzan a cometer errores, a enredarse en torpezas, a rodearse de mugre putrefacta. Hasta que llega un día, como este frío martes de noviembre, en el que una sentencia judicial deja escritas para la historia las consecuencias nefastas de una gestión así, desahogada, sectaria y despilfarradora.

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