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Matacán
Por
Cuando el virus nos alcance
Cuando el virus nos alcance, ni las calles ni las plazas serán las mismas, porque el pánico deja desiertas las ciudades, las calles y las aceras, y devastados los comercios
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Quizá mañana nada de esto sea así. Puede que también tú lo hayas pensado cuando ayer paseabas por la calle y, de forma inexplicable, lo que te sorprendió fue la normalidad. Cuando el virus nos alcance, ni las calles ni las plazas serán las mismas, porque el pánico deja desiertas las ciudades, las calles y las aceras, y devastados los comercios. Esta vez no se trata de una pesadilla, ningún delirio, porque justo unas horas antes has visto las calles vacías de un pueblecito italiano. Hay casas de colores y el cielo está azul, pero ni coches, ni motos, ni peatones ni nada. Ninguna señal de vida, como si los habitantes de ese pueblo hubieran salido huyendo, o como si se hubieran evaporado, porque también la huida deja una huella.
En este caso, nada, es el vacío, es el pánico. “La gente se ha encerrado en casa y no sale. Están aterrorizados”, ha dicho en la radio un hombre que se llama Marcello. Hemos visto tantas películas de desastres apocalípticos, de hecatombes zombis, que ya hemos instalado en nuestra cabeza, de forma inconsciente, una manera de actuar, un protocolo del fin del mundo. Y cuando el virus nos llegue, también nosotros actuaremos igual, no porque lo pensemos, no porque queramos, sino porque esa avalancha nos arrastrará. Cuando tu madre o tu pareja, tus amigos o tus compañeros de trabajo, comiencen a comportarse de una forma distinta, ya solo podrás imitarlos para no parecer tú mismo un insensato o, peor, un sospechoso portador de la enfermedad. Por eso se pone todo el mundo la mascarilla, para no parecer.
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No digo que pase, solo afirmo que está pasando ahí al lado, y que mañana puede sucedernos igual cuando el virus nos alcance. Una enfermedad nueva, desconocida, como el coronavirus se extiende en todo el mundo con un doble contagio, el vírico y el psíquico. En muchas ocasiones, son peores los efectos del segundo que del primero, porque los destrozos que se pueden causar son mayores: una pandemia de pánico puede provocar males mayores que la propia pandemia vírica, porque le añade desastres a la enfermedad. Desde la más inocente desconfianza hacia el que estornuda a nuestro lado hasta el más inconsciente racismo; desde las consecuencias personales, anulaciones de planes lúdicos o perjuicios en el trabajo, hasta las pérdidas comerciales en sectores que son vitales en nuestra economía.
La vacuna sobre el coronavirus es una responsabilidad de los laboratorios, pero el antídoto contra el pánico solo podemos proporcionárnoslo nosotros mismos. Por eso, antes de que el virus nos alcance, quizás estaría bien soltar todo lo que vamos pensando. ‘La peste’, sí, a eso me refería. Quizá también tú has releído estos días a Albert Camus, no porque la amenaza del coronavirus sea equiparable al tenebrismo de esa novela, sino por el paralelismo que se puede establecer entre esa ficción y esta realidad. Como el ser humano siempre se ha sentido indefenso y temeroso ante las plagas, ese libro de Camus deja sentencias que nos sirven ahora. Por ejemplo: "Todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro".
La vacuna del Covid-19 es una responsabilidad de los laboratorios, pero el antídoto contra el pánico solo podemos proporcionárnoslo nosotros mismos
Reparemos en eso. Es probable que nadie discuta que toda esa histeria que vemos desparramada —mucho antes de que se diagnosticase aquí el primer caso de coronavirus, la demanda de mascarillas en España se había multiplicado un 10.000%— tiene que ver con la desinformación. Pero ¿son responsables los medios de comunicación? ¿Tienen la culpa los gobiernos? Siempre se podrán encontrar informaciones y periodistas sensacionalistas y gobiernos y gobernantes negligentes, pero, sinceramente, no parece que sea este el caso. Como se trata de un seguimiento de dos meses, pueden rastrearse fácilmente las informaciones ofrecidas por la mayoría de los medios de comunicación, entre ellos El Confidencial, en las que nunca faltan las recomendaciones, los consejos y las alertas para que nadie se trague los bulos que corren por las redes sociales.
Tampoco se puede achacar a los gobiernos que no hayan realizado reiteradas llamadas a la calma, a la serenidad, porque es una constante desde el principio de esta enfermedad. Pero es verdad que la ignorancia está en el origen de ese otro mal, la pandemia psíquica, como la hemos llamado. Otra frase más de ‘La peste’ que nos puede servir de guía: “El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad”. En ese pensamiento está el justo equilibrio entre el pánico y la incredulidad, entre la exageración y la dejadez.
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“La gente entró en pánico y los supermercados se quedaron vacíos. Quise ir a por unas mascarillas, pero ya no había. Me dijo la farmacéutica que estuviera tranquila, que no pasaba nada, que lo importante es lavarse las manos. Pero en la calle había colas en los supermercados. Las estanterías estaban vacías, la gente llenaba los carros de leche, de pan, de agua, de cereales, de todo…”, dice una mujer joven desde Milán, una estudiante española que estaba de Erasmus allí.
Cuando el virus nos alcance, solo espero cumplir con la promesa de que no me voy a dejar arrastrar por el pánico, que no voy a salir a la calle con mascarilla, que no me recluiré en mi casa, parapetado entre cartones de leche y latas de conserva. Aunque al asomarme a la ventana, el cielo luzca azul y el sol rebote sin sombras en las paredes de cal porque las calles estén vacías. Puede que tú también lo hayas pensado.
Quizá mañana nada de esto sea así. Puede que también tú lo hayas pensado cuando ayer paseabas por la calle y, de forma inexplicable, lo que te sorprendió fue la normalidad. Cuando el virus nos alcance, ni las calles ni las plazas serán las mismas, porque el pánico deja desiertas las ciudades, las calles y las aceras, y devastados los comercios. Esta vez no se trata de una pesadilla, ningún delirio, porque justo unas horas antes has visto las calles vacías de un pueblecito italiano. Hay casas de colores y el cielo está azul, pero ni coches, ni motos, ni peatones ni nada. Ninguna señal de vida, como si los habitantes de ese pueblo hubieran salido huyendo, o como si se hubieran evaporado, porque también la huida deja una huella.