Es noticia
Pongamos que hablo de Madrid
  1. España
  2. Matacán
Javier Caraballo

Matacán

Por

Pongamos que hablo de Madrid

Debimos intuir la que se nos venía encima cuando Joaquín Sabina se cayó del escenario, durante un concierto con Joan Manuel Serrat, en el Wizink Center

Foto: (Reuters / Sergio Pérez)
(Reuters / Sergio Pérez)

Yo sé que a Manu le enorgullece que le diga que me gusta mucho su pueblo, cuando paseamos por La Latina, de barra en barra, buscando el mármol de los mostradores con el ansia de un nadador olímpico cuando toca la pared de la piscina al final de la carrera. "¡El Madrid de los Austrias!", como exclama Lorenzo en el instante previo a elaborar una teoría psicológica sobre la mejor tortilla o las auténticas bravas. Por eso, Marta siempre insiste en la verbena de la Paloma, que hay que ir, porque Madrid presume de pueblo y de barrio; presume de lo pequeño, porque lo demás, la gran ciudad, ya se ve sola, no necesita explicarse. Es el gran imán que atrae a todos en España y que impregna a los madrileños de ese aire tan suyo, de chulapos, como Carlos, al que siempre recordaré con un desplante entre sonrisas, manejándose “en provincias”, como tanto le gusta recalcar, seguro de que encontraría sin dificultad el camino de vuelta al hotel: “Perdona, que yo soy de Madrid”.

Siempre Madrid, sin remordimiento, como canta El Barrio, con el orgullo multiplicado que tienen todos los españoles por su ciudad, por su pueblo, por su aldea, que cogen de Stendhal las palpitaciones del corazón y de Narciso el orgullo de contemplarse. Todos esos están aquí, por eso Madrid late todos los días con un corazón prestado, el que llegó y nunca más se fue, el que se lo entregó, “aquí he vivido, aquí quiero quedarme, pongamos que hablo de Madrid”.

Si esta enfermedad es una guerra, una guerra mundial como han dicho, Madrid ha sido en España la primera línea del pelotón, carne de cañón

Sabina… Debimos intuir la que se nos venía encima cuando Joaquín Sabina se cayó del escenario, durante un concierto con Joan Manuel Serrat, en el Wizink Center de Madrid. Caminaba hacia el público, un foco lo deslumbró y el escenario se convirtió en un precipicio por el que Sabina se despeñó. Sucedió hace poco más de un mes y tendríamos que haber visto en aquel jardazo la premonición de lo que le iba a suceder a toda la ciudad, a toda España, un mes después: Sabina se cayó el escenario el 12 de febrero y el 14 de marzo se declaró en España el estado de alarma que nos tiene confinados desde entonces por esta pandemia de coronavirus que pasará a la historia como la peste de la globalización, el virus que puso de rodillas al hombre cuando más alto y más fuerte se creía.

Hasta ahora, el golpe más duro de la pandemia se lo ha llevado Madrid, como si ejerciera de capital también en los peores momentos. Si esta enfermedad es una guerra, una guerra mundial como han dicho, Madrid ha sido en España la primera línea del pelotón, carne de cañón de todas las guerras, el abanderado y el redoble del tambor. De lo padecido por Madrid, aprenderán todas las demás ciudades cuando el virus las azote igual; de lo sufrido por Madrid, se beneficiarán todas las demás regiones cuando aquí el virus comience a remitir y la capital comience a recuperar su pulso de normalidad.

La importancia de la solidaridad

Tan cierta será esa solidaridad de vuelta, de regreso, con la que compensará Madrid al resto de España, que justo por esa ceguera se hacen incomprensibles las muestras de egoísmo que han surgido en algunos rincones. Ya sabemos que la mayoría de los españoles está muy lejos de eso, que son estos tiempos de imbéciles con altavoz los que convierten las redes sociales en un espejo deformado de la realidad. Ni siquiera hace falta pensar en esos miserables que, en su despreciable insignificancia, se reían de Madrid, que se mofaban de sus muertos, “de Madrid al cielo”, consumidos en su ira independentista. Nada nuevo, “mala gente que camina y va apestando la tierra…”. No, de esos ya se esperaba la mezquindad; las muestras más dolorosas de insolidaridad con Madrid han aparecido en otras comunidades, en otros parlamentos.

Si mañana comienza a controlarse la pandemia en Madrid, el hospital de Ifema servirá igual para atender a los contagiados de cualquier región

Lo dijo bien hace unos días el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, cuando le reprocharon que su Gobierno hubiera decidido enviar respiradores a Madrid, que es donde más se necesitan en este momento. “Si en Madrid ha pasado esto con anterioridad y ha superado el pico de contagios antes que Galicia, estoy convencido de que en adelante vamos a recibir muchísimo más material de Madrid, en el caso de necesitarlo, de lo que nosotros ayudamos a Madrid”. Galicia, como hicieron otras regiones de España, como hicieron también Andalucía, Murcia o Extremadura, ofreció a Madrid lo que tenía, 10, 12 o 20 respiradores, para seguir improvisando hospitales de campaña en unos días ante la avalancha de contagiados. Como ese prodigio de eficacia y determinación del Ifema, el recinto ferial de Madrid convertido en unos días en uno de los hospitales más grandes del mundo, con 5.500 camas y un entramado de 35 kilómetros de tuberías subterráneas para asistir a los pacientes de oxígeno y gases medicinales. No hace falta que pase el tiempo, no es necesario ni siquiera hacerse la pregunta, porque ya se sabe que, si mañana, comienza a controlarse la pandemia en Madrid, este hospital servirá igual para atender a los contagiados que puedan llegar desde cualquier otra región de España.

Madrid es de esas ciudades de aluvión, grandes capitales del mundo en las que todos los que llegan a ellas y se quedan a vivir se acaban encontrando. Aquello que dijo Cortázar de París, “caminar en París es caminar hacia mí”, tiene el mismo significado que lo que escribió Antonio Machado de Madrid, en su famosa definición de “rompeolas de todas las Españas”; Machado que tanto amaba y conocía a España, que tanto la sufría, que tanto la gozaba. Paco Umbral llegó a Madrid en los sesenta, el autobús en el que viajaba lo dejó en Moncloa y luego pensó, y escribió, que era como si las Españas rurales no se atrevieran a entrar más adentro cuando llegaban a la capital. Tan suya la hizo, que Umbral concibió Madrid como “un género literario, una disculpa para escribir, un buen material para novelas y otros géneros”, como sin duda veremos en poco tiempo, en películas y en series que cuenten lo que nos está ocurriendo, y se verá a los vecinos en los balcones, aplaudiendo, el oficinista en chándal, la colombiana que trabaja de camarera y el creativo de cresta azul. “Este Madrid nuestro que somos nosotros mismos”, dijo Umbral. Así que eso, que nada más. Que ahora, más que nunca, hay que estar con Madrid.

Yo sé que a Manu le enorgullece que le diga que me gusta mucho su pueblo, cuando paseamos por La Latina, de barra en barra, buscando el mármol de los mostradores con el ansia de un nadador olímpico cuando toca la pared de la piscina al final de la carrera. "¡El Madrid de los Austrias!", como exclama Lorenzo en el instante previo a elaborar una teoría psicológica sobre la mejor tortilla o las auténticas bravas. Por eso, Marta siempre insiste en la verbena de la Paloma, que hay que ir, porque Madrid presume de pueblo y de barrio; presume de lo pequeño, porque lo demás, la gran ciudad, ya se ve sola, no necesita explicarse. Es el gran imán que atrae a todos en España y que impregna a los madrileños de ese aire tan suyo, de chulapos, como Carlos, al que siempre recordaré con un desplante entre sonrisas, manejándose “en provincias”, como tanto le gusta recalcar, seguro de que encontraría sin dificultad el camino de vuelta al hotel: “Perdona, que yo soy de Madrid”.

Ifema Joaquín Sabina