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El impuesto ruin de Galapagar
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Javier Caraballo

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El impuesto ruin de Galapagar

¿Tendrá alguna relación la envidia con el odio a los ricos, que también existe en España desde tiempo inmemorial?

Foto: El vicepresidente segundo, Pablo Iglesias. (EFE)
El vicepresidente segundo, Pablo Iglesias. (EFE)
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A Carlos Marx se le olvidó decir que también la envidia es un opio para el pueblo, porque lo ciega y lo aleja de sus verdaderos problemas, de sus auténticas aspiraciones. Sobre todo la envidia, promovida, aventada y hasta falsificada, como un elemento alienante del ser humano; el agravio, motor de tantos discursos populistas capaces de reunir a grandes masas de ciudadanos. En España, la envidia tiene tanta aceptación que incluso existe la 'sana envidia', que es una contradicción moral en sí misma, como los pícaros de Cervantes que se enorgullecían de sus tropelías “por la gracia de Dios”.

¿Tendrá alguna relación la envidia con el odio a los ricos, que también existe en España desde tiempo inmemorial? Debe serlo y, por eso, el Gobierno ha rescatado entre sus promesas el ‘impuesto a los ricos’, porque nos estamos adentrando en una crisis económica y social desconocida, en la misma proporción que es desconocida la evolución final de esta crisis sanitaria del coronavirus. El trasfondo sociológico que subyace en esa estrategia es muy elemental: si en adelante no hay dinero público para satisfacer las demandas sociales, incluso si no hay dinero para cumplir con las promesas electorales, ahí está el culpable. En el país de la 'sana envidia' y del 'odio a los ricos', qué puede fallar con una estrategia así.

Foto: El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE) Opinión

El impuesto a los ricos. El debate es tan tramposo que la sensación que se ofrece es que en España los ricos, las rentas más altas, no pagan impuestos. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, lo repite tantas veces que ya ni nos paramos a pensar en lo que dice cuando afirma que uno de los objetivos de la reforma fiscal del Gobierno es “que paguen más los que más dinero tienen”. ¿Acaso no es lo que ocurre ahora, que las rentas más altas pagan más que las rentas más bajas? Provoca tanta alarma esa afirmación del Gobierno que, por un momento, uno se puede hasta olvidar de que vivimos en un país que ha estado gobernado por el PSOE, que es el partido de la ministra, más de la mitad de los 40 años de democracia: con Pedro Sánchez de presidente desde hace dos años —pensemos que Calvo Sotelo estuvo menos tiempo de presidente, 21 meses, tras el golpe de Estado de Tejero, con una enorme crisis económica y asesinatos casi a diario de ETA, y aprobó desde el ingreso de España en la OTAN hasta la armonización del modelo autonómico (Loapa), pasando por la Ley del Divorcio—.

No, como suelen repetir cada vez que surge el debate algunos analistas económicos, si la recaudación tributaria en España está varios puntos por debajo de la media europea, no es porque las grandes fortunas no tributen aquí, que sí lo hacen, sino por otros motivos que se ocultan, o que se ignoran, porque son más complejos, más difíciles de combatir y mucho menos demagógicos, como la lucha contra la economía sumergida.

Foto: Imagen: EC. Opinión
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Es evidente, por tanto, que el objetivo que se persigue con la campaña del impuesto a los ricos es más político que fiscal y es ahí, precisamente, y por el momento en el que se produce, donde conviene subrayar la ruindad de este planteamiento. Se trata de asociar las dificultades en la salida de la crisis al egoísmo de los ricos, que no pagan impuestos. El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, que alterna el tono beatífico con el sarcasmo, ha dicho entre sonrisas que su intención es dejar que los ricos puedan demostrar su patriotismo ante el desastre en el que nos encontramos.

Cada vez que Pablo Iglesias habla de los ricos, se puede traslucir en su frente la imagen de Amancio Ortega, que es el rico que Podemos ha tomado como referencia en todas sus batallas. Y ahí es donde radica la ruindad que se indicaba antes, que nadie del Gobierno sea capaz de reconocer, y aplaudir, el comportamiento de algunas de las grandes empresas españolas durante la crisis sanitaria, desde Inditex hasta Cosentino, pasando por grandes y pequeñas industrias textiles. En los momentos más duros de la pandemia, la red logística y comercial de las empresas de Amancio Ortega fue fundamental para que pudiera llegar a España todo el material sanitario del que se carecía. ¿Por qué no se reconoce, entonces? Parece claro: cualquier muestra de gratitud hacia esos grandes empresarios perjudicaría la campaña del impuesto a los ricos que va dirigida contra ellos.

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Pero avancemos un poco más. Ese ha sido el ejemplo de las grandes empresas, de esas grandes fortunas, durante la crisis sanitaria. En la asociación de ideas subliminal que fomenta el Gobierno, también nos podríamos preguntar cuál ha sido el ejemplo de la clase política. En estos meses de cierre, de paralización, de desempleo, de confinamiento, no se conoce ni una sola propuesta de reducción de la burocracia política existente en España. En vez de aligerar el gasto público, el ejemplo del Gobierno ha sido el incremento exponencial de asesores, más del doble de los que tenía el Gobierno de Rajoy, y de gasto público, sin excluir las puertas giratorias, que siguen funcionando.

Los malabarismos dialécticos falsarios que llevan a los anticapitalistas de Podemos a repetir que Amancio Ortega no paga impuestos en España servirían para decir ahora que el impuesto a los ricos servirá para financiarlos a ellos, o al chalé de Pablo Iglesias, ‘el impuesto de Galapagar’. ¿Se entiende mejor lo ruin de ese argumento, de ese discurso político que deberían abandonar? En fin... Es tan burda, y tan perniciosa socialmente, la vinculación constante de los problemas de España con los privilegios de los ricos, que ni siquiera se distingue entre unas fortunas y otras, las que son productivas y generan riqueza de aquellas otras que puedan existir, apalancadas y rentistas. Quevedo, sabiendo lo que decía, le dio cuerpo de persona, de español que veía pasear por las calles y entrar en los salones, y lo dejó escrito en una frase memorable: “La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”.

A Carlos Marx se le olvidó decir que también la envidia es un opio para el pueblo, porque lo ciega y lo aleja de sus verdaderos problemas, de sus auténticas aspiraciones. Sobre todo la envidia, promovida, aventada y hasta falsificada, como un elemento alienante del ser humano; el agravio, motor de tantos discursos populistas capaces de reunir a grandes masas de ciudadanos. En España, la envidia tiene tanta aceptación que incluso existe la 'sana envidia', que es una contradicción moral en sí misma, como los pícaros de Cervantes que se enorgullecían de sus tropelías “por la gracia de Dios”.

Amancio Ortega