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Javier Caraballo

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Juicio a Alfonso Guerra

Se contempla a este político y ese sentimiento de nostalgia que nos invade es, en realidad, un sentimiento de impotencia porque añoramos lo que nunca ha existido en la clase política

Foto: El exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra. (EFE)
El exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra. (EFE)

Alfonso Guerra ha sido siempre una expectativa tardía, una recreación teatral, un laberinto de sí mismo, una promesa incumplida, adrenalina política de los mejores momentos. El verdadero tahúr de la política española, pero no del Misisipi, como dijo de Adolfo Suárez, sino de ese río grande que los romanos llamaron Betis.

En Sevilla, que siempre ha sido su ciudad, lo acaban de nombrar hijo predilecto y, en esta España de juicios sumarísimos que recorren la historia de arriba abajo, esa distinción ha provocado la protesta de algunos, entre ellos, los representantes de la escisión andaluza de Podemos, que lo consideran indigno de esa mención. Le recuerdan la corrupción del PSOE cuando aquel entramado de Filesa, el escándalo de su hermano Juan con los ‘cafelitos’ millonarios que se tomaba en la Delegación del Gobierno y hasta los asesinatos de los GAL, pero ese juicio tan cainita y tan previsible de lo que nos aleja es del personaje, de un político fundamental de la Transición que ahora, cuando habla, escucha aplausos por todas partes, como si él mismo fuera la demostración más elocuente de nuestro declive y, en particular, del desnorte del Partido Socialista como referencia socialdemócrata. Tomemos a Alfonso Guerra como un espejo de aquello que se ha hecho bien y mal en España desde la muerte del dictador Francisco Franco.

Ese juicio tan previsible nos aleja del personaje, de un político fundamental de la Transición que ahora, cuando habla, escucha aplausos

Ese es el juicio más interesante, porque todo aquello que nos sucede, los problemas que hoy podemos señalar como muestras del absurdo en que se ha convertido España, provienen de los silencios o de las estrategias políticas de entonces. El perfil más interesante de Alfonso Guerra, ahora que ha completado todo un ciclo de distinciones en Andalucía (sucesivamente, lo han nombrado hijo predilecto de la región, de la provincia y de la ciudad), es el de uno de los políticos que más tiempo han estado en activo en España, que más han influido en la configuración actual del Estado y de la propia clase política, y, sin embargo, cuando se le oye hablar parece que nada de lo que sucede obedece a decisiones que se tomaron en otro tiempo.

En buena medida, el desapego de Alfonso Guerra tiene que ver con esa impostura suya de presentarse como 'oyente' de las decisiones que se toman, a pesar de que fue la persona que más poder acumuló en España durante una década, los años ochenta y noventa del siglo pasado. Siempre resulta muy elocuente enumerar entre paréntesis los años en los que salió elegido diputado (1977, 1982, 1986, 1989, 1993, 1996, 2000, 2004, 2008 y 2011), siempre cabeza de lista del PSOE en la provincia de Sevilla y siempre con el mayor porcentaje de apoyo de España. En todo ese tiempo, lo que se ha acentuado en España son los tres grandes males de nuestro sistema democrático: grave inestabilidad del modelo de organización territorial, crisis periódicas que afectan al prestigio institucional de los poderes del Estado y descrédito de la clase política por los casos de corrupción.

placeholder El exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, recoge su título de hijo predilecto de Sevilla. (EFE)
El exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra, recoge su título de hijo predilecto de Sevilla. (EFE)

Cuando ahora oímos a Alfonso Guerra pronunciarse sobre cualquiera de esos, como hizo en El Confidencial en 2019, con motivo de su último libro de reflexiones políticas, emplea un sentido común y una determinación apabullantes, con el clásico latiguillo, siempre repetido, de “lo que hacen falta en España son políticos como aquellos de la Transición”. Sin embargo, lo grave, lo más grave, es que se nos olvida que en la Transición también faltaba ese mismo sentido común. Es verdad que existió un gran consenso que condujo a la aprobación de la Constitución en 1978 —un consenso propiciado más por el miedo a la involución que por la generosidad política—, pero a partir de entonces, lo que ha imperado ha sido el acoso y derribo del adversario. Y fue el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra el que diseñó el modelo de partido político que, posteriormente, calcaría el Partido Popular.

La única estrategia válida es la confrontación, y la única estructura eficiente es la clientelar, debidamente engrasada con el dinero de la corrupción. Desde Filesa hasta la caja B de la Gürtel, existe un denominador común, una forma de actuar, de ser en política. ¿Qué se le puede reprochar a Pedro Sánchez que no hiciera antes Alfonso Guerra en el Congreso para tumbar al Gobierno de Suárez? Lo único que se puede afear a políticos como la portavoz Adriana Lastra es que sea una mala copia, grotesca a veces, de aquellos que ofendían con maestría. También la crisis del modelo territorial, y la renuncia de España de sí misma, proviene de entonces. La identificación ridícula de la bandera de España con el franquismo viene de la izquierda de la Transición; los complejos de España con su propia historia también proceden de ahí, y las continuas cesiones al nacionalismo excluyente del País Vasco y Cataluña comenzaron entonces. Siempre ha resultado más interesante contar con esos diputados nacionalistas en el Congreso para aislar al adversario que modificar la ley electoral para acabar con esa extorsión constante, en cada negociación presupuestaria.

La identificación ridícula de la bandera con el franquismo viene de la izquierda de la Transición; los complejos de España, también

Y el desprestigio institucional, especialmente referido al grave deterioro del poder judicial, tan necesario, vital, se diría, para estos tiempos tan convulsos, tan graves, que está viviendo la democracia española. Alfonso Guerra siempre ha negado que dijera aquello de “Montesquieu ha muerto”, como siempre se le atribuye para demostrar el interés de aquel Gobierno socialista por maniatar políticamente a jueces y fiscales. En todo caso, aunque no fuese literal, lo que nadie puede rebatir es la constatación histórica de que fue en aquellos años cuando el poder legislativo se apropió de la representación de los miembros del poder judicial que nos ha conducido al esperpento de la actualidad con Pedro Sánchez, hijo de una apropiación que empezaron otros, que empezó este Alfonso Guerra de los homenajes y los juicios públicos. Este político de dardos de punta envenenada, de frases que pasarán a la historia, por su contundencia, por su ‘mala leche’. Se contempla ahora a Alfonso Guerra y ese sentimiento de nostalgia que nos invade es, en realidad, un sentimiento de impotencia porque añoramos lo que nunca ha existido en la clase política española.

Alfonso Guerra ha sido siempre una expectativa tardía, una recreación teatral, un laberinto de sí mismo, una promesa incumplida, adrenalina política de los mejores momentos. El verdadero tahúr de la política española, pero no del Misisipi, como dijo de Adolfo Suárez, sino de ese río grande que los romanos llamaron Betis.

GAL Adolfo Suárez Alfonso Guerra