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Análisis sosegado del atropello judicial
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Javier Caraballo

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Análisis sosegado del atropello judicial

Si no pensamos que la democracia española suscribió una cláusula de permanencia cuando ingresamos en la Unión Europea, entonces ni siquiera vale la pena pensar en nada

Foto: El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo. (EFE)
El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo. (EFE)

Tan grande es el despropósito, tan grotescas las formas, que el atropello judicial que se pretende solo puede acabar bien para la democracia española. La Constitución ya fue forzada y tensada casi al principio de la democracia y, una vuelta más en ese punto, que es el que habla de la independencia del poder judicial, la haría romperse inexorablemente. Si no tenemos confianza en la fortaleza del Estado de derecho en España, por encima incluso de la mediocridad sectaria que se ha adueñado del discurso político; si no pensamos que la democracia española suscribió una cláusula de permanencia cuando ingresamos en la Unión Europea, entonces ni siquiera vale la pena pensar en nada.

Pero una y otra cosa están ahí, invariables pese a los escándalos, y suponen el mayor sustento frente a los ataques que se quieran perpetrar o a las amenazas que se realicen. Así que mejor contemplar la polémica con una prudente distancia del fuego cruzado y reparar, antes que nada, en que las circunstancias objetivas, internas y externas, de la España actual hacen inviable una involución constitucional como la que se pretende. Tengámoslo claro, por tanto: no otra cosa que el fracaso le espera a la reforma de la cúpula del poder judicial, ya sea a corto o a medio plazo, bien porque se alcance un nuevo acuerdo político que sustituya la reforma que propone el Gobierno o bien porque el Tribunal Constitucional acabe invalidándola, con el pleno respaldo de las instituciones europeas.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el líder de la oposición, Pablo Casado, se saludan a la entrada del Palacio de la Moncloa. (EFE)

Antes de avanzar, conviene reparar un instante en cómo hemos llegado hasta aquí, porque no es baladí el escrutinio de culpas. El grave deterioro al que ha llegado la cúpula del poder judicial se inició, como se ha repetido estos días, a pocos años de la muerte del dictador, con el segundo Gobierno socialista de Felipe González, y con la excusa de que el poder judicial todavía estaba en manos de la judicatura franquista. Con independencia de la naturaleza de la Justicia española en los años ochenta, que nos llevaría a un debate distinto, la única verdad que ha podido constatarse en las cuatro décadas transcurridas es que la amenaza franquista, si existía en aquellos años, desapareció completamente con el paso del tiempo, mientras que el interés político por apropiarse de la cúpula del poder judicial ha seguido creciendo exponencialmente. A derecha y a izquierda.

La Constitución, en su artículo 122, no deja lugar a dudas sobre lo que pretende: la única misión del poder legislativo con respecto al poder judicial es la de aprobar una ley para organizar las elecciones en las que los jueces y magistrados puedan elegir a la mayoría de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. Cualquier otra interpretación del espíritu de la Constitución en ese artículo solo puede obedecer a un deliberado cinismo. Si, hasta ahora, la clara injerencia política en la cúpula judicial ha sido ‘tolerada’, era por el amplio respaldo democrático en las Cortes, pero nada más.

La vuelta de tuerca que propone el Gobierno supondría, directamente, que el partido que gane las elecciones nombre a los vocales, como si fueran un apéndice más del Ministerio de Justicia. Sencillamente, ni lo va a tolerar el Tribunal Constitucional español ni lo va a permitir la Unión Europea que, desde hace más de una década, viene censurando a España en los informes del Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), que depende del Consejo de Europa.

La vuelta de tuerca que propone el Gobierno supondría​, directamente, que el partido que gane las elecciones nombre a los vocales

Sentado lo anterior, centrémonos ahora en algo fundamental que se pasa por alto cada vez que se habla, alegremente, de 'la politización de la Justicia'. Por muchas leyes que pudiera reformar el Gobierno de Pedro Sánchez, por intensos que sean los sueños bolivarianos de Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero, por preocupante que sea la deriva política actual, no se puede afirmar que la Justicia española está politizada. O que el PSOE y Podemos quieren politizarla. No se puede afirmar ninguna de esas dos cosas sin insultar a los casi 5.500 jueces y magistrados que hay en España porque han aprobado una dura oposición, no porque nadie los haya colocado en un juzgado o en una Audiencia de un dedazo político.

Esa realidad, que constituye la auténtica independencia judicial, no va a variar porque se reforme el sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. La politización que se pretende se ciñe a esa cúpula judicial y se extiende, aunque de una forma más sutil, al Tribunal Supremo, que, con todos los defectos que se le puedan encontrar, está compuesto también por profesionales de un altísimo prestigio. La despolitización del Consejo General del Poder Judicial debería servir para que la Justicia en España sea más ágil, más eficaz, más reivindicativa; para reclamar más recursos y reformas para la Justicia con la energía propia del tercer poder del Estado.

Foto: Teodoro García Egea y Pablo Casado. (EFE)

Cuando la clase política ‘intervino’ la cúpula judicial, se garantizaba la ‘docilidad’ del órgano de gobierno con respecto a las reclamaciones que pudiera hacer para lograr un mejor funcionamiento del servicio público de la Justicia. Un ejemplo bastante elocuente: en la actualidad, España tiene la mitad de jueces y fiscales con respecto a la media europea, sin embargo, el número de cargos políticos es muy superior.

¿No cabría pensar que si el Consejo General del Poder Judicial estuviera en manos de vocales elegidos por jueces y magistrados sería más exigente con sus propias necesidades? Al final, el problema para el conjunto de los españoles de una mayor o menor politización de la cúpula judicial es que se eternicen los problemas que ya se arrastran de lentitud y precariedad.

O dicho de otra forma: el efecto más perverso de la politización de la cúpula judicial es la trivialización de los problemas de los ciudadanos. El colapso en la Justicia era inasumible hace años y ahora es, sencillamente, indecente; simples juicios por conflictos laborales o por reclamaciones de prestaciones sociales se están señalando en la actualidad para dentro de dos o de tres años. Este debate, a partir del atropello judicial que se pretende, debe ser el punto de inflexión a partir del cual se devuelva el gobierno de los jueces al sentido constitucional del que se despojó. Un poder judicial fuerte e independiente, desde la cabeza a los pies. Que ya lo dijo Albert Camus: “Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”.

Tan grande es el despropósito, tan grotescas las formas, que el atropello judicial que se pretende solo puede acabar bien para la democracia española. La Constitución ya fue forzada y tensada casi al principio de la democracia y, una vuelta más en ese punto, que es el que habla de la independencia del poder judicial, la haría romperse inexorablemente. Si no tenemos confianza en la fortaleza del Estado de derecho en España, por encima incluso de la mediocridad sectaria que se ha adueñado del discurso político; si no pensamos que la democracia española suscribió una cláusula de permanencia cuando ingresamos en la Unión Europea, entonces ni siquiera vale la pena pensar en nada.

Pedro Sánchez CGPJ