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El año en que fuimos miserables, éticos y diminutos
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Javier Caraballo

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El año en que fuimos miserables, éticos y diminutos

Cuando miremos hacia atrás dentro de unos años, quizá podamos interpretar mejor el impacto emocional que todo esto ha provocado en nuestras sociedades

Foto: Personas mayores del centro residencial de Heliópolis, en Sevilla, esperan la llegada de las vacunas. (EFE)
Personas mayores del centro residencial de Heliópolis, en Sevilla, esperan la llegada de las vacunas. (EFE)
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Quizás, en alguna ocasión, te ha ocurrido lo mismo: te cuesta reconocerte en una de las situaciones que, hasta hace unos meses, eran habituales y cotidianas. El otro día fue la última vez, cuando en televisión estaban emitiendo un reportaje de hace unos años sobre tradiciones, costumbres y productos navideños… Las imágenes de fondo, mientras hablaba el locutor, eran de gente en el interior de un bar, alegre, desinhibida. Brindaba, charlaba, se abrazaba, gritaba al oído, agolpada junto a la barra, sin espacio físico para sostener siquiera una copa de vino o de cerveza. Entonces es cuando ocurre: al verlo, inconscientemente, se crea una sensación de rechazo en tu interior, de incomodidad, de 'algo no va bien', sin mascarillas, sin distancias, gritando apelotonados…

Quizá te ha ocurrido lo mismo, que te cuesta imaginarte en medio de esa gente, uno más, sin que te asalte esa inquietud por lo que antes ni siquiera era objeto de debate. Una multitud amasada, que no deja ver ni un solo centímetro del asfalto, cuando va detrás de una procesión de Semana Santa, en la plaza que anuncia el chupinazo o en una feria. Y las cabalgatas de Reyes Magos, ¿te lo imaginas? Esa es la duda que surge al ver esas imágenes de toda la vida en reportajes de televisión o en las fotos de tu móvil.

Esa inquietud ya ha calado en la sociedad y ahora, aunque siempre me repito que todo volverá a ser exactamente igual que antes, ya no estoy tan seguro al ver la incomodidad interior, la angustia inconsciente, que surge con la simple visión de esas bullas inmensas de toda la vida. Quizá te ha pasado también, no sabes si volveremos sin más a esas aglomeraciones o si esta sensación de ahora, este recelo que nace como un remordimiento, se mantendrá, como un poso social que nos deja la pandemia, como si hubiésemos vivido como unos insensatos inconscientes.

Foto: Imagen de Tumisu en Pixabay. Opinión
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Cuando todo esto comenzó, me recuerdo en una comida de amigos hablando del mañana que estaba por llegar, con todas las teorías y proyecciones que se hacían sobre el futuro inmediato. Parecía como si los últimos años de la segunda década del siglo, ya inmersos plenamente en este tercer milenio, hubieran acercado las teorías más futuristas hasta poder tocarlas con la mano. Todo aquello que solo aparecía en películas estaba ya a punto de hacerse real, cotidiano. El ser humano estaba a punto de dar un nuevo salto en la evolución, un salto definitivo, para convertirse en el ‘homo deus’, como lo llamó Harari.

La tesis parecía incontestable: los avances en biotecnología, inteligencia artificial y nanotecnología se producen ya a un ritmo tan acelerado, exponencial, que permitirán al ser humano superar todos los lastres del pasado, como el hambre, la guerra o la enfermedad, y ascender a un nivel superior de perfeccionamiento, el paso definitivo en la cadena evolutiva: el ‘hombre dios’. Que cada cual atribuya lo ocurrido a la tesis que más cuadre con su pensamiento, casualidad, maldición, escarmiento o castigo divino, pero no debemos pasar por alto, sin más, que justo al final de esa década, en el último año, un microorganismo ha puesto de rodillas al ser humano en todo el planeta. Ni las guerras mundiales habían provocado un estado de alarma como el que hemos vivido, como el que seguimos viviendo, con toques de queda por medio mundo y confinamientos domiciliarios de cientos de millones de personas. El ‘homo deus’ llegará, o no, pero en este año bisiesto de 2020 un coronavirus que nació en China logró propagarse por todo el mundo a una velocidad desconocida y arrinconar al ser humano hasta hacerlo sentirse diminuto.

Foto: Foto: Reuters.

Cuando miremos hacia atrás dentro de unos años, quizá podamos interpretar mejor el impacto emocional que todo esto ha provocado en nuestras sociedades, sobre todo las europeas, tan asentadas en derechos y libertades, tan avanzadas en el estado de bienestar. Como explica bien el filósofo Javier Gomá, en esta pandemia devastadora, sobre todo en los primeros meses, se adueñó de nosotros un pavor de fragilidad, porque todos como individuos, hombres o mujeres, somos seres pasajeros, pero la especie humana estaba destinada a la eternidad y con el virus expandido veíamos la humanidad como una especie en peligro de extinción. En esos meses de la mayor incertidumbre, se suscitó un debate terrible, miserable, la opción de dejar morir a los mayores para evitar los colapsos sanitarios.

También habrá impactado en una persona como Javier Gomá, por el pisoteo de la dignidad en esta pandemia, sobre todo de los ancianos, a los que, inevitablemente, con solo poner las noticias de la radio, podía embargarles la angustia honda de verse considerados como un estorbo. En algunos países del norte de Europa, se trató, incluso, de una propuesta formal, y se difundieron directivas que recomendaban que las personas mayores y más débiles que contrajeran el coronavirus recibieran tratamientos paliativos en sus hogares o en las residencias donde estuviesen, para que muriesen allí, sin trasladarlos a los hospitales, donde solo se conseguiría alargarles un poco más la vida.

Si de las guerras se dice que la primera víctima es la verdad, de esta pandemia podremos decir que la primera víctima fue la dignidad

En España, ese desgarro frío no fue explícito y formal, pero nunca se nos deben olvidar las tragedias de muchas residencias, la brutalidad de personas que fallecieron solas, olvidadas, privadas del último placer de esta vida, la ternura de sus familias. El calor mínimo de sentirse queridas a la hora de irse de este mundo. Si de las guerras se dice que la primera víctima es la verdad, de esta pandemia podremos decir que la primera víctima fue la dignidad.

Por eso es tan importante la forma simbólica con que acaba el año, distribuyendo las primeras vacunas entre los ancianos, porque nos devuelve a un marco ético en el que se resumen los mayores progresos de la humanidad. Tras un año terrible, el ser humano ha conseguido la proeza de tener una vacuna contra el covid-19 en pocos meses, 291 días si se comienza a contar desde que la OMS declaró la pandemia el 11 de marzo, y, además, se ha empezado suministrándola en España a los que nacieron en la década de los años veinte del siglo pasado, los niños de la Guerra Civil. Como esa andaluza de Guadalajara, que se llama Araceli y que, cuando le dieron la noticia, lanzó un suspiro que nos alcanza a todos: “Gracias a Dios”.

Quizás, en alguna ocasión, te ha ocurrido lo mismo: te cuesta reconocerte en una de las situaciones que, hasta hace unos meses, eran habituales y cotidianas. El otro día fue la última vez, cuando en televisión estaban emitiendo un reportaje de hace unos años sobre tradiciones, costumbres y productos navideños… Las imágenes de fondo, mientras hablaba el locutor, eran de gente en el interior de un bar, alegre, desinhibida. Brindaba, charlaba, se abrazaba, gritaba al oído, agolpada junto a la barra, sin espacio físico para sostener siquiera una copa de vino o de cerveza. Entonces es cuando ocurre: al verlo, inconscientemente, se crea una sensación de rechazo en tu interior, de incomodidad, de 'algo no va bien', sin mascarillas, sin distancias, gritando apelotonados…