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El alma suicida de los Borbones
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Javier Caraballo

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El alma suicida de los Borbones

Son una familia rota, zaherida, cargada de rencores, ajena a toda responsabilidad y dispuesta a pagar con la indiferencia los agravios del pasado

Foto: Felipe VI. (EFE)
Felipe VI. (EFE)
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El rey Felipe ha dejado de importarle a su familia. Esa es la principal noticia de este momento, después de haberse conocido que sus hermanas, Elena y Cristina, se han vacunado en Abu Dabi, donde se ha refugiado el padre de todos ellos, Juan Carlos I, a la espera de que escampe el chaparrón de sus desmanes. A ninguno parece importarle el futuro del monarca; ya fueron apartados por él de la Casa Real y, sencillamente, se comportan como tales, sin el menor miramiento por la repercusión que puedan tener sus actos, ni los problemas que puedan acarrearle al monarca, por graves que puedan ser, por delicada que sea su situación, por crítico que sea el momento institucional que atraviesa. Felipe VI, en cuanto fue coronado tras la abdicación de su padre, aplicó una política de mano dura con todo su entorno, para proteger la institución, y esa rigidez ha acabado por romper cualquier vínculo familiar entre ellos y, por lo que estamos viendo, toda complicidad o consideración.

Son una familia rota, zaherida, cargada de rencores, ajena a toda responsabilidad y dispuesta a pagar con la indiferencia los agravios del pasado. “¡Que te den!”. Solo una reacción visceral así, un subconsciente caldeado, puede explicar un episodio tan lamentable como la vacunación de las hermanas del Rey en los Emiratos Árabes, a sabiendas del escándalo, otro, que iba a amargarle la existencia a su hermano Felipe.

Foto: Las infantas Elena y Cristina. (EFE)

Esa versión inocente, falsa ingenuidad, que han ofrecido (“se nos ofreció la posibilidad de vacunarnos y accedimos”) esconde y delata mucho más de lo que expresa. Esa candidez impostada solo puede interpretarse como una mueca cínica, porque es del todo imposible que ni las infantas Elena y Cristina, ni ninguno de los que las rodean, a ellas o a Juan Carlos, hubieran advertido las repercusiones que podría tener un hecho así, cuando se conociera en España. Además, la excusa que se ofrece no se sostiene por sí misma: las dos aseguran que se vacunaron para poder visitar a su padre con más asiduidad —“con el objeto de tener un pasaporte sanitario que nos permitiera hacerlo regularmente”—, como si viajaran como meras turistas y como si el país al que viajan, los Emiratos Árabes, no concedieran al Rey emérito un estatus privilegiado de pariente cercano en aquella monarquía absolutista y dictatorial. Como en todo el golfo Pérsico. De modo que no, que no contribuyan con milongas al despropósito, ni acompañen las falsas excusas de una irritante moralina final: “De no ser por esta circunstancia, habríamos accedido al turno de vacunación en España, cuando nos hubiera correspondido”.

No han cometido ningún acto ilegal, es verdad, nada que no hubiera hecho cualquier otro español en las mismas circunstancias, pero resulta que a ningún otro español de a pie se le presentan esas circunstancias privilegiadas para poder vacunarse… Ahí es donde está el ejemplo que deben ofrecer dos señoras que serán infantas de España toda su vida. Ejemplaridad, sí. Solo eso. De hecho, es en lo único en lo que tienen razón los dirigentes de Podemos cuando celebran estos desmanes. Aseguran que la ejemplaridad es la única disculpa que puede tener una institución hereditaria, como la monarquía parlamentaria, en una democracia avanzada del siglo XXI, y esa es una verdad tan evidente que hasta la propia Casa Real no se cansa de repetirlo. Pero la ejemplaridad pública no es privativa de la Corona, que es en lo que nunca reparan en Podemos.

La ejemplaridad que se le exige a la jefatura del Estado es la misma que deben ofrecer los demás representantes públicos; el sufragio no exime de la ética a un gobernante. Esa es la doble vara de medir del líder de Podemos, o de su portavoz parlamentario, aplicada a todos los aspectos de sus estrategias, sin reparar siquiera en el ridículo que hacen cuando una semana arrojan basura contra un periódico y un periodista y, a la siguiente, reproducen sus noticias y alardean de lo que han conocido por sus informaciones. Menos mal que ni El Confidencial ni José María Olmo se arredran con las amenazas ni se hinchan con las lisonjas, mucho menos cuando proceden de esos arribistas.

Quizá por eso, por el inmenso ruido que siempre existe en la actualidad española, en momentos como estos, tan desoladores, nada resulta más esclarecedor que mirarnos a nosotros mismos, como país, con una cierta distancia histórica. Nada resulta más llamativo, en este sentido, que desentrañar el alma de los Borbones, que han disfrutado de tres restauraciones de la dinastía en los dos últimos siglos. La primera restauración condujo al infame Fernando VII, que traicionó la Constitución de Cádiz de 1812 e impuso un regreso al absolutismo alentado por el grito de “vivan las cadenas”, la fuerza reaccionaria que siempre ha tenido su mejor altavoz en cenáculos de Madrid.

placeholder Las infantas Elena y Cristina. (Getty)
Las infantas Elena y Cristina. (Getty)

Pensar qué hubiera pasado si en España se consolida esa apertura constitucional, en consonancia con los padres fundadores de los Estados Unidos, es uno más de los ejercicios de nostalgia frustrada a que nos conduce nuestro pasado. La segunda restauración trajo a España a Alfonso XII, tras un siglo desastroso que inoculó la cultura golpista, de los pronunciamientos, cuya estela todavía puede verse en muchos arrebatos políticos, esa bilis de sectarismo que tanto daña la convivencia. En esa sociedad peleada consigo misma, enfrentada hasta con su propia sombra, Alfonso XIII supuso la gota que colmó el vaso; como dijo Valle Inclán cuando lo forzaron al exilio: “Los españoles han echado al último Borbón no por Rey, sino por ladrón”.

Por ahora, solo nos llega el desconsuelo de lo que estamos viendo, que Felipe VI ha dejado de importarle a su familia

La tercera restauración, tras la traumática Guerra Civil y 40 años de franquismo, dejó en manos de Juan Carlos I la posibilidad de que, al fin, prosperase una monarquía parlamentaria en España, plenamente constitucional, integrada en Europa y avalada por todos como una de las mejores democracias del mundo. Y cuando ya se había conseguido, los escándalos financieros del Rey emérito han colocado la Corona en el peor trance de la democracia. La diferencia con las otras dos restauraciones es el momento histórico, la determinación de Felipe VI, el respaldo mayoritario del que goza, el entorno europeo que nos protege y la solidez de la Constitución española, por mucho que la zarandeen quienes pretenden dinamitarla.

Aunque, por ahora, solo nos llega el desconsuelo de lo que estamos viendo, que Felipe VI ha dejado de importarle a su familia. Fuera del Palacio de la Zarzuela (o del ‘pabellón del Príncipe’, que es donde vive con la reina Letizia y sus dos hijas, las infantas Leonor y Sofía), a Felipe VI ya solo debe quedarle el consuelo de su madre, la reina Sofía, con la que siempre ha mantenido un vínculo estrecho, acaso porque será verdad eso que dicen de que se parecen en el carácter, tan distinto al de su progenitor. Esa alma de escorpión, esa alma suicida, a veces frívola y a veces desvergonzada, de los Borbones.

El rey Felipe ha dejado de importarle a su familia. Esa es la principal noticia de este momento, después de haberse conocido que sus hermanas, Elena y Cristina, se han vacunado en Abu Dabi, donde se ha refugiado el padre de todos ellos, Juan Carlos I, a la espera de que escampe el chaparrón de sus desmanes. A ninguno parece importarle el futuro del monarca; ya fueron apartados por él de la Casa Real y, sencillamente, se comportan como tales, sin el menor miramiento por la repercusión que puedan tener sus actos, ni los problemas que puedan acarrearle al monarca, por graves que puedan ser, por delicada que sea su situación, por crítico que sea el momento institucional que atraviesa. Felipe VI, en cuanto fue coronado tras la abdicación de su padre, aplicó una política de mano dura con todo su entorno, para proteger la institución, y esa rigidez ha acabado por romper cualquier vínculo familiar entre ellos y, por lo que estamos viendo, toda complicidad o consideración.

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