Matacán
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Santiago Abascal, el último mohicano
Abascal es el único que queda ya en pie de los líderes políticos que rompieron el bipartidismo y amenazaron a las fuerzas dominantes con arrebatarles la hegemonía que gozaban
Santiago Abascal es el último mohicano. Él lo sabe y por eso ha cogido el hacha y ha echado a correr, para defender con los dientes su última oportunidad o para escapar de estos días de malos augurios. Es el último mohicano, el único que queda ya en pie de los líderes políticos que rompieron el bipartidismo, destrozaron el esquema de alternancia bipartidista que se había conformado tras la Transición y amenazaron a las fuerzas dominantes con arrebatarles la hegemonía de la que gozaban. Eran tres, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Santiago Abascal, y ya solo queda uno en pie. ¿Qué hacer? ¿Esperar que le llegue la hora como a los otros dos? No, no quiere acabar como ellos, justificando falsamente su dimisión —“un paso atrás para que el proyecto siga adelante”— rodeado de un coro de sonrisas forzadas tras el último desastre de las elecciones.
El bipartidismo ha comenzado a recomponer su esquema y lo ocurrido en las elecciones de la Comunidad de Madrid, con el triunfo arrollador de la candidata del Partido Popular, se atraganta en la estrategia de Vox como nunca hubiera calculado. Hay que reaccionar. Así que el líder populista de la extrema derecha española se ha dejado de complacencias teóricas y se ha lanzado a la calle, para que las encuestas no sigan perforándole el cerebro como un reconcome de malos augurios, como un complot de vibraciones negras.
La ventaja con que ha contado Santiago Abascal para iniciar su carrera de último mohicano es que España es un país en el que las elecciones están concebidas como el día que separa dos campañas electorales. Desde el mismo instante en que se conoce el escrutinio de unas elecciones, se inicia una campaña electoral que durará hasta las siguientes, y así sucesivamente, con lo que abarcan toda la legislatura, en el caso del Congreso o de los parlamentos autonómicos, y todo el mandato, en el caso de las corporaciones locales y provinciales. Es una propiedad de la forma de hacer política en España, pero también, por qué no incluirlo, de la forma de entender la política en este país, porque, por ejemplo, no son pocos los medios de comunicación, alineados abiertamente con las fuerzas políticas, que participan de esa campaña electoral permanente.
Como las elecciones de las distintas instituciones se van alternando en el orondo esquema de burocracia política que tenemos, el espíritu mitinero siempre se ve reconfortado en sí mismo. Dos semanas después de las elecciones de la Comunidad de Madrid, Santiago Abascal ya estaba otra vez de mitin, subido en la tarima, con su atril por delante, pidiendo elecciones y dimisiones, o todo a la vez. En Sevilla, el domingo pasado, celebró un mitin que le habían prohibido delante del Palacio de San Telmo, frente a los ventanales que alumbran el despacho del presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, que él mismo contribuyó decisivamente a elegir.
Las elecciones andaluzas no se celebrarán hasta dentro de un año y medio, a finales de 2022, pero el líder de Vox quiere mantener la sensación equívoca de que este Gobierno andaluz caerá en breve porque él lo empujará. No ocurrirá, y los propios dirigentes de la extrema derecha son conscientes de ello, porque la mayor o menor duración de la legislatura andaluza en este último tercio no depende ya de sus apoyos parlamentarios. También son una excusa los 13 menores marroquíes que acogerá la Junta de Andalucía tras la crisis diplomática de Ceuta: ¿cómo iban a ser un problema 13 personas si Vox ha firmado varios presupuestos y numerosos acuerdos para sostener el Gobierno de Andalucía, que es la comunidad que acoge a más menores de toda España, cerca de 5.000 chavales?
Ni elecciones ni inmigrantes: en realidad, a quien ha comenzado a dar mítines Santiago Abascal es al fantasma de Madrid que se le aparece como una maldición. De ninguna de las maneras puede admitir Vox que le vuelva a ocurrir como en la campaña madrileña, en la que su fuerza política se ve reducida a un mero bastón de apoyo del Partido Popular; tantos años de crecimiento, tantas expectativas levantadas, para acabar apuntalando, sin posibilidad de barajar otra opción, a la “derecha atontada”, que es como Abascal ha comenzado a llamar a los populares, 'remake' de la “derechita cobarde” que tan bien le funcionó al principio de todo.
La mayoría de las encuestas que se han dado a conocer en Andalucía conceden al Partido Popular un claro crecimiento y, de forma general, dibujan un nítido panorama de bipartidismo entre socialistas y populares, que para gobernar necesitarían apoyarse en las fuerzas complementarias de sus extremos. Pero también hay quien, como el presidente de la consultora GAD3, Narciso Michavila, se atreven a aventurar que en Andalucía el Partido Popular puede alcanzar la mayoría absoluta el año que viene. Después de lo sucedido en Galicia, en cuyo Parlamento Vox no tiene ni representación, y de lo ocurrido en Madrid, un resultado así en las elecciones andaluzas, con un claro triunfo popular, constituiría el peor vaticinio para Vox de lo que puede ocurrir después, en 2023, el año de las tres elecciones, las municipales, las autonómicas y las generales.
Santiago Abascal sabe que ahí se completa su ciclo, la aspiración que un día tuvo de parecerse a Donald Trump, o a Viktor Orbán, su admirado primer ministro de Hungría. Abascal quiere vivir la emoción de Marine Le Pen y que las encuestas le den alas; aire en vez de plomo. Eran tres y ya solo queda uno en pie. Santiago Abascal es el último mohicano.
Santiago Abascal es el último mohicano. Él lo sabe y por eso ha cogido el hacha y ha echado a correr, para defender con los dientes su última oportunidad o para escapar de estos días de malos augurios. Es el último mohicano, el único que queda ya en pie de los líderes políticos que rompieron el bipartidismo, destrozaron el esquema de alternancia bipartidista que se había conformado tras la Transición y amenazaron a las fuerzas dominantes con arrebatarles la hegemonía de la que gozaban. Eran tres, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Santiago Abascal, y ya solo queda uno en pie. ¿Qué hacer? ¿Esperar que le llegue la hora como a los otros dos? No, no quiere acabar como ellos, justificando falsamente su dimisión —“un paso atrás para que el proyecto siga adelante”— rodeado de un coro de sonrisas forzadas tras el último desastre de las elecciones.
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