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La (no) presencia del Estado en Cataluña
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Javier Caraballo

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La (no) presencia del Estado en Cataluña

El problema generado en Cataluña por la eliminación progresiva del Estado es tan antiguo como el viejo e implacable sectarismo de la política española

Foto: Fachada de la Generalitat de Cataluña con las banderas española y catalana. (EFE)
Fachada de la Generalitat de Cataluña con las banderas española y catalana. (EFE)
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El Estado no desapareció de Cataluña ayer, cuando Pedro Sánchez llegó al Gobierno de España o cuando pactó su legislatura con Esquerra Republicana. Ni siquiera desapareció en 2012, cuando los estertores del nacionalismo pujolista echaron a rodar la bola de nieve de la república con la ‘hoja de ruta’ del 'procés'. El Estado comenzó a evaporarse de Cataluña desde los albores de la España democrática que nos ha aportado el mayor periodo de progreso y de libertad de toda la historia. Esa es la terrible paradoja, la existencia simultánea de ese doble proceso de esplendor y desprestigio de España dentro de la propia España. El mismo día en que los nacionalistas catalanes se sentaron en una mesa del Congreso para redactar la Constitución, comenzaron las cesiones, que entonces parecían sutiles, meros detalles sin trascendencia.

Eran las semillas de todo lo que ha venido después, ya nada sutil ni sibilino, sino grotesco y descarado. Pensemos, por ejemplo, en aquello que dijo Alfonso Guerra en El Confidencial sobre el momento crucial e inadvertido en que se suprime del texto constitucional el nombre de la lengua que hablamos todos, el español, y se cambia por el de ‘castellano’ por la presión del nacionalismo catalán. En ese momento, ante la magnitud de los problemas e incertidumbres que se tenían, quizá nos hubiera parecido a todos irrelevante o secundario que el artículo 3 de la Constitución dijera que “el castellano es la lengua española oficial del Estado”, en vez de “el español es la lengua oficial del Estado”.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)

¿Qué interés podían tener los nacionalistas catalanes en realzar la lengua de Castilla? Ninguno, obviamente, porque se trataba de todo lo contrario: con esa maniobra, el nacionalismo catalán comenzó la demolición de todos los símbolos e instituciones que nos son comunes como españoles. Cuando, en la actualidad, el independentismo rechaza la presencia del Rey en Cataluña, no lo hace por su aversión a la monarquía, sino a la figura del jefe del Estado. Igual que cuando reclaman la gestión de los paradores nacionales o de los MIR (médicos interinos residentes); el único interés es laminar toda ‘interferencia’, toda señal, todo símbolo, del Estado en Cataluña.

“Se trataba de llegar a un acuerdo entre todos. Lo del ‘castellano’ se discutió muchísimo, y yo estaba en contra, pero tuve que ceder”, decía el singular exvicepresidente socialista en aquella entrevista. Y podemos creerlo y asumir que fue así, que el motor de aquellas primeras cesiones fue el espíritu de concordia de la Transición y la necesidad de aprobar una Constitución apoyada por todos. Pero si en una parte de la mesa existía un objetivo bienintencionado de reconciliación y progreso, en la otra parte de la mesa solo se calculaba el siguiente golpe contra la presencia del Estado en Cataluña.

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Tampoco habrá muchos que recuerden hoy otra de las cesiones más significativas y relevantes que vinieron a continuación, la supresión del servicio militar y de los gobernadores civiles. En esta ocasión, no fue ya con un Gobierno socialista, sino con uno del Partido Popular, el primero de José María Aznar, en 1996. Se reunió con Pujol en un hotel de Barcelona y firmaron el ‘pacto del Majestic’, que garantizaba a Aznar la presidencia del Gobierno y a los nacionalistas el mayor paquete de transferencias de la historia, que supusieron un hachazo a la presencia del Estado, de España misma, en Cataluña.

En el mismo paquete de cesiones de Aznar, además de cuantiosas inversiones y una financiación privilegiada, se incluía la eliminación de la Guardia Civil de las carreteras catalanas, con la entrega también de esas competencias. En alguna ocasión, el que fuera colíder de Convergencia i Unió, Duran i Lleida, ha querido dejar constancia de lo que supuso aquel triunfo para el nacionalismo: “Fue el mejor acuerdo que nunca se ha hecho para Cataluña, gracias a la fuerza decisiva de CiU. Además de las tasas más altas de inversión pública del Estado en Cataluña, el PP no solo se veía obligado a suprimir el servicio militar, sino también a los gobernadores civiles, y a transferir a la Generalitat una competencia estatal como era la vigilancia del tráfico en carreteras y autopistas por parte de la Guardia Civil”.

"Es por el resquicio de enfrentamientos entre quienes han gobernado España por donde se cuelan los intereses nacionalistas"

Según el mismo Duran i Lleida, el Partido Popular era reticente a conceder todas estas cesiones, pero el deseo de llegar a la Moncloa se impuso a todos los resquemores ideológicos y, por supuesto, a cualquier interés superior, como la presencia del Estado en Cataluña. El PP no quería hacerlo y el PSOE, en boca de Felipe González, consideraba que, con la supresión de la 'mili', desaparecía un elemento vertebrador de España. No querían, pero sucedió por la misma lógica aritmética que ha llevado a la ‘minoría catalana’, como se llamaba en la Transición, a ser clave en todas las etapas de gobiernos democráticos de la democracia, desde Adolfo Suárez, el primer presidente del Gobierno constitucional, con quien también pactaba los Presupuestos, hasta Pedro Sánchez, el actual inquilino de la Moncloa.

Foto: El ministro de Política Territorial, Miquel Iceta. (EFE) Opinión

Luego vino Zapatero, aquel que dijo que “las palabras han de estar al servicio de la política y no la política al servicio de las palabras”, nación, nación de naciones, plurinacional o multiniveles, para aceptar, y comprometerse, a aprobar aquel Estatut que luego el Tribunal Constitucional anuló parcialmente. Y Mariano Rajoy que, con las potentes mayorías del PP en todas las administraciones del Estado, tampoco quiso reformar nada hasta que, cuando se acabaron las mayorías absolutas, se echó de nuevo en manos de los nacionalistas. El mismo círculo vicioso de siempre: cuando los grandes partidos nacionales tienen mayorías absolutas, no se modifica ninguna legislación electoral para acabar con la anomalía democrática de que los nacionalistas hagan de bisagra en el Congreso, pensando en que luego les servirán para oponerse a sus rivales políticos cuando le hagan falta sus escaños para seguir gobernando.

A mi alrededor, oigo a algunos lamentarse de las cesiones del Gobierno de socialistas y podemitas: “¡El Estado va a desaparecer de Cataluña con Pedro Sánchez!”, afirman enfáticos. En fin, no es verdad, pero, en todo caso, ojalá nuestra historia reciente fuera tan simple; el problema generado en Cataluña por la eliminación progresiva del Estado es tan antiguo como el viejo e implacable sectarismo de la política española que impide todo acuerdo de Estado entre las grandes fuerzas políticas. Por ese resquicio de enfrentamientos entre quienes han gobernado España se cuelan los intereses nacionalistas, contrarios a los españoles. Y como la aversión y el desprecio al adversario político, trincheras de izquierdas y derechas, es siempre mayor que el amor y el interés de España, se consolidan y suceden gobiernos españoles mientras se jibariza el Estado.

El Estado no desapareció de Cataluña ayer, cuando Pedro Sánchez llegó al Gobierno de España o cuando pactó su legislatura con Esquerra Republicana. Ni siquiera desapareció en 2012, cuando los estertores del nacionalismo pujolista echaron a rodar la bola de nieve de la república con la ‘hoja de ruta’ del 'procés'. El Estado comenzó a evaporarse de Cataluña desde los albores de la España democrática que nos ha aportado el mayor periodo de progreso y de libertad de toda la historia. Esa es la terrible paradoja, la existencia simultánea de ese doble proceso de esplendor y desprestigio de España dentro de la propia España. El mismo día en que los nacionalistas catalanes se sentaron en una mesa del Congreso para redactar la Constitución, comenzaron las cesiones, que entonces parecían sutiles, meros detalles sin trascendencia.

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