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Irene Montero y el último mariquita del franquismo
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Irene Montero y el último mariquita del franquismo

La ministra de Igualdad puede combatir con todas sus fuerzas la LGTBIfobia, sin embargo, se olvida de aquellos colectivos que, a ojos de la oficialidad, no merecen tal consideración

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE)
La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE)

Se ha muerto La Esmeralda de Sevilla antes de que prohíban los chistes de mariquitas, si es que ya no están prohibidos en España, y antes, mucho antes, de que nadie de la oficialidad LGTBI le reconozca el valor de haber surcado el franquismo con una bata de cola. Alfonso Gamero Cruces, que era el nombre que figuraba en su carné de identidad, nació en una de esas casas de vecinos andaluzas de los años 30 en las que distraían el hambre cantando coplas y bulerías. Nació en 1933 y desde el 48, que adoptó su nombre artístico, La Esmeralda, ya no se le conocería de otra forma. Ascendió en los tiempos difíciles de la dictadura, cuando la homosexualidad estaba perseguida y sentenciada a condenas de tratamientos psiquiátricos y palizas, y esa certeza nos obliga ahora que se ha muerto La Esmeralda a hacernos una sola pregunta: ¿cómo fue posible? Por su notoriedad, por la excepcionalidad de su vida, bien podemos decir que se ha muerto en Sevilla el último mariquita del franquismo y, a continuación, volver la mirada hacia el Ministerio de Igualdad de Irene Montero para calcular cuál sería la reacción en esos despachos si en algún momento un personaje como La Esmeralda tuviera la consideración de precursor de la normalidad y los avances sociales y legales conseguidos.

La biografía de La Esmeralda, contada por ella misma en un documental de Joaquín Arbide (‘La Esmeralda, historia de una vida’, 1981), comienza en el seno de una familia muy humilde de Sevilla, cargada de hijos. Con pocos años, Alfonso Gamero se quitó del colegio y se fue a vender perejil y yerbabuena al mercado y a recoger carboncilla en el puerto para que su madre pudiera encender los pucheros con las dos pesetas que ganaba.

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Empezó a trabajar de camarero y, como desde niño le había gustado cantar y bailar, ahí comienza una carrera artística que lo convertiría en el travestí más famoso de Sevilla y, quizá, de aquella España franquista, por la admiración que causaba entre los artistas de la época, como Marifé de Triana, con la que acabó trabajando, y entre el público que abarrotaba sus espectáculos de provocaciones y chistes de mariquitas, vestida con su traje de flamenca verde, de lunares y volantes blancos, el pelo negro y los labios rojos como una fruta prohibida.

La unanimidad con la que los medios de comunicación, fundamentalmente sevillanos, han acogido la noticia del fallecimiento de La Esmeralda nos da una idea exacta de la impresión que se tenía sobre su vida y contrasta, por esa misma razón, con el silencio, la ignorancia o el desprecio, según se interprete, de los organismos oficiales que, teóricamente, defienden y representan al movimiento LGTBI. “Icono del travestismo durante el franquismo en Sevilla”, “combatió la intransigencia y el desprecio con humor y con amor” y “un ser libre en tiempos del orden y mando” son algunas de las expresiones más repetidas en los obituarios.

¿Es sólo por desconocimiento de esa persona o se trata, mucho más allá, de desprecio por el tipo de homosexualidad que representa?

“Estos tiempos que parecen nuevos, con los políticos alborotados a cuenta de las identidades (de sexo, de patria, de mascotas) se hacen viejos a la vista de la irresistible ascensión, parafraseando a Bertolt Brecht, de esta precursora del travestismo”, escribió el periodista Francisco Correal. ¿Por qué una persona así no tiene ningún reconocimiento como precursor de los derechos y libertades que hoy se disfrutan? ¿Es solo por desconocimiento de esa persona concreta o se trata, mucho más allá, de desprecio por el tipo de homosexualidad que representa? Sin duda alguna, esta última razón es la que se esconde en el silencio oficial hacia los mariquitas como La Esmeralda.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, puede multiplicarse, como sucede, en numerosas intervenciones en defensa de los transexuales, del orgullo por los derechos conseguidos en democracia y hasta recordar que todavía persisten en la sociedad algunos comportamientos que nos retrotraen “a terribles épocas pasadas en las que se agredía verbalmente con crueldad y abuso de poder a una mujer trans a la que ni siquiera se dignaba tratar según su identidad de género”. Puede combatir con todas sus fuerzas la LGTBIfobia, sin embargo, se olvida de aquellos colectivos que, a ojos de la oficialidad, no merecen tal consideración.

Pero el mariquita andaluz existe dentro de la diversidad sexual que reconocemos y merece el mismo respeto que todos los demás colectivos. En un estudio antropológico de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, ‘Globalización y diversidad sexual, gays y mariquitas en Andalucía’, se advierte del peligro de homogeneización que existe sobre todo el colectivo homosexual en función de unos parámetros que, en muchas ocasiones, ignoran la realidad y la cultura de los distintos países. En esa diversidad sexual y cultural se enmarca el ‘mariquita andaluz’, como ellos mismos lo definen. “Es cierto que este término se utiliza en toda España —se afirma en ese estudio—. Sin embargo, en el sur, especialmente en Andalucía, el mariquita responde a un modelo social mucho más elaborado y visible, con un cierto reconocimiento social en determinados ámbitos (…). Los mariquitas del sur quedan caracterizados a través de los rasgos estereotipados con los que se definen en España a los andaluces: carácter festivo, humor, religiosidad, una estética popular... De esta forma, el mariquita del sur representa la encarnación de la cultura andaluza”.

Que el Ministerio de Igualdad, y la oficialidad LGTBI, le dé la espalda a los colectivos que no considera propios es una muestra de la peor intransigencia que, sin embargo, dicen combatir. Y ahora que se ha muerto La Esmeralda, que bien podría simbolizar el último mariquita del franquismo, merece la pena resaltar esta contradicción ominosa y dedicarle, como epitafio agradecido, la ‘Canción del mariquita’ de Federico García Lorca, víctima del odio ciego, la envidia y el horror:

El mariquita se peina
en su peinador de seda.
Los vecinos se sonríen
en sus ventanas postreras.

El mariquita organiza
los bucles de su cabeza.
Por los patios gritan loros,
surtidores y planetas.

El mariquita se adorna
con un jazmín sinvergüenza.
La tarde se pone extraña
de peines y enredaderas.

El escándalo temblaba
rayado como una cebra.
¡Los mariquitas del Sur,
cantan en las azoteas!

Se ha muerto La Esmeralda de Sevilla antes de que prohíban los chistes de mariquitas, si es que ya no están prohibidos en España, y antes, mucho antes, de que nadie de la oficialidad LGTBI le reconozca el valor de haber surcado el franquismo con una bata de cola. Alfonso Gamero Cruces, que era el nombre que figuraba en su carné de identidad, nació en una de esas casas de vecinos andaluzas de los años 30 en las que distraían el hambre cantando coplas y bulerías. Nació en 1933 y desde el 48, que adoptó su nombre artístico, La Esmeralda, ya no se le conocería de otra forma. Ascendió en los tiempos difíciles de la dictadura, cuando la homosexualidad estaba perseguida y sentenciada a condenas de tratamientos psiquiátricos y palizas, y esa certeza nos obliga ahora que se ha muerto La Esmeralda a hacernos una sola pregunta: ¿cómo fue posible? Por su notoriedad, por la excepcionalidad de su vida, bien podemos decir que se ha muerto en Sevilla el último mariquita del franquismo y, a continuación, volver la mirada hacia el Ministerio de Igualdad de Irene Montero para calcular cuál sería la reacción en esos despachos si en algún momento un personaje como La Esmeralda tuviera la consideración de precursor de la normalidad y los avances sociales y legales conseguidos.

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