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¿Extrema derecha? Manzanas traigo
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Javier Caraballo

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¿Extrema derecha? Manzanas traigo

No existe nadie que se cuestione la simpleza de que es la ceguera de la izquierda la que provoca que sus votantes se vayan a la extrema derecha

Foto: Pedro Sánchez dialogando con Nadia Calviño y Yolanda Díaz, mientras Gabriel Rufián pasa por delante. (EFE/Kiko Huesca)
Pedro Sánchez dialogando con Nadia Calviño y Yolanda Díaz, mientras Gabriel Rufián pasa por delante. (EFE/Kiko Huesca)
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Votarán en Francia y, otra vez, en España se oirá el eco multiplicado de un desconcierto que está destrozando a la izquierda, repitiendo las mismas dudas, las mismas presunciones y hasta las mismas bromas, como si le dieran vueltas a un círculo vicioso. ¿Cómo es posible que suba tanto la ultraderecha y que lo haga entre las capas de población que tradicionalmente votaban a la izquierda, obreros, gente humilde, capas medias y bajas de la sociedad? ¿Es que no se han enterado aún de que no hay nada más tonto que ser obrero y de derechas? Si además votan a la extrema derecha, es que ya es el colmo de la tontuna de esa pobre gente. ¿Es eso lo que piensan? Pues sí, ese es el desconcierto circular y la razón por la que los partidos tradicionales de la izquierda, como el partido socialista, ha desaparecido ya, de facto, de la política francesa. Han ido pasando los años y, mientras se regodeaban con explicaciones autocomplacientes, la extrema derecha seguía ganando terreno en sus ciudades, en sus pueblos, en sus barrios, en los que pensaban que, simplemente por ser pobres, les pertenecían electoralmente. Anne Hidalgo, la gaditana que fue alcaldesa de París, la amiga de Pedro Sánchez, ya está haciendo de enterradora para buscarle una lápida y un final al partido que mira ahora su pasado heroico de François Mitterrand con la misma distancia con la que podrían contemplar a Napoleón. Hace años que ya nada de eso existe. Sin embargo, la extrema derecha no deja de crecer y de multiplicarse en esos barrios.

A menudo, decimos que los dirigentes de izquierdas tienen un comportamiento diletante con el resto de fuerzas políticas porque se considera que su ideología está por encima de las demás. El dirigente de izquierda, y hasta el militante de izquierda, no duda de su superioridad moral, aunque no lo admita así, de forma explícita. Es como si mirasen por encima del hombro a los demás sin darse cuenta de que, al hacerlo, también desvían la mirada de la realidad. Ese es el problema mayor, la pérdida del contacto con la realidad de su entorno. La superioridad moral provoca una especie de complejo narcisista que lleva a la izquierda a mirarse solo a sí misma, como en el mito griego, ignora la realidad y se queda exhausta contemplándose en un río hasta que perece ahogado, al intentar besarse a sí mismo. La autocrítica no existe: si un trabajador vota a la derecha es tonto y si lo hace por la extrema derecha, es un tonto doble y, además, peligroso. Lo que nadie se pregunta es qué responsabilidad tiene la izquierda en el crecimiento de la extrema derecha. Aunque los datos se empeñen en demostrarlo tras cada proceso electoral. En España, por ejemplo, cuando vemos lo ocurrido en las últimas elecciones celebradas, las de Castilla y León: el aumento del apoyo a la extrema derecha de Vox se produce, no a costa del Partido Popular, que también crece, sino de los partidos de izquierda y de extrema izquierda, desde el PSOE hasta Podemos, que bajan y dejan escaños libres. Sin embargo, lo que observaremos es que la conclusión política en los partidos de izquierda es siempre exculpatoria, la responsabilidad es de la derecha moderada o de los propios votantes.

No existe nadie que se cuestione la simpleza de que es la ceguera de la izquierda la que provoca que sus votantes se vayan a la extrema derecha. Por ese motivo tiene tanto interés la excepcionalidad de un tipo como Gabriel Rufián, el portavoz de Esquerra Republicana, cuando, hace un par de semanas, se subió a la tribuna del Congreso de los Diputados y le reprochó a la izquierda parlamentaria su absurda estrategia de agitar el miedo a la extrema derecha, con alertas antifascistas y la declaración diaria de nuevos fachas en todos los ámbitos. El valor de este testimonio de Rufián está en su excepcionalidad, más allá de la sorpresa que produce que habla así quien ha alimentado durante años el bulo de la independencia de Cataluña: "¿No están ustedes hartos de decir que viene la ultraderecha, que viene el lobo? A la izquierda no nos entiende nadie. No nos sabemos explicar, hablamos de temas que no le interesan a nadie. Es duro. ¿Saben qué entiende y le interesa a la gente? Que la luz ha subido un 80%, el butano un 33% y la gasolina un 30% en el último año. Tenemos que dejar de militar exclusivamente en la moral y empezar a militar también en la utilidad. La derecha y la ultraderecha se frenan llenándole la nevera a la gente". Por supuesto, que el diputado republicano lo dijo y a nadie en los partidos de izquierda le pareció interesante profundizar en su reflexión. El presidente Sánchez todo lo que dijo es que era el propio Rufián el que alimentaba a la extrema derecha por no reconocer los grandes esfuerzos de su Gobierno para ayudar a la gente.

Sin embargo, el independentista catalán acertó plenamente al señalar la clave esencial del problema que tiene la izquierda: "hablamos de temas que no le interesan a nadie". ¿Extrema derecha? Manzanas traigo… O lo que es lo mismo, el discurso sobre la realidad que fabrica la izquierda no guarda ninguna relación con los problemas de la sociedad a la que se dirige. Podemos fijarnos como muestra en una de las últimas intervenciones de la vicepresidenta y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, hace unos días, cuando analizaba junto a otros líderes de izquierda los problemas del mercado laboral en España. Y dijo: "Es importante que hablemos de una nueva organización en el trabajo y del cambio de la cultura en las empresas. Es vital. Lo vuelvo a decir: la empresa no puede ser un lugar de sufrimiento. No lo puede ser. La empresa tiene que ser un espacio democrático, amparado por los derechos fundamentales. Creo que estamos ante dos problemas: el derecho del trabajo, los derechos fundamentales, y la salud pública, la salud mental. Esto es hablar de democracia y, cuando hablamos de democracia, nos lo tenemos que tomar en serio". Es probable que ni un solo trabajador en España se sienta identificado con ese discurso, que nada tendrá que ver con sus problemas diarios. Es más, incluso puede añadirle todavía más desconcierto e incredulidad. Es, entonces, cuando, se produce el fenómeno: la extrema derecha responde con más eficacia a sus verdaderos problemas con un discurso de instintos primarios en los que el personal, maltratado por la crisis económica y por la incertidumbre sobre su futuro, encuentra confianza y seguridad. Cuando hoy voten en Francia, nos lo volveremos a plantear.

Votarán en Francia y, otra vez, en España se oirá el eco multiplicado de un desconcierto que está destrozando a la izquierda, repitiendo las mismas dudas, las mismas presunciones y hasta las mismas bromas, como si le dieran vueltas a un círculo vicioso. ¿Cómo es posible que suba tanto la ultraderecha y que lo haga entre las capas de población que tradicionalmente votaban a la izquierda, obreros, gente humilde, capas medias y bajas de la sociedad? ¿Es que no se han enterado aún de que no hay nada más tonto que ser obrero y de derechas? Si además votan a la extrema derecha, es que ya es el colmo de la tontuna de esa pobre gente. ¿Es eso lo que piensan? Pues sí, ese es el desconcierto circular y la razón por la que los partidos tradicionales de la izquierda, como el partido socialista, ha desaparecido ya, de facto, de la política francesa. Han ido pasando los años y, mientras se regodeaban con explicaciones autocomplacientes, la extrema derecha seguía ganando terreno en sus ciudades, en sus pueblos, en sus barrios, en los que pensaban que, simplemente por ser pobres, les pertenecían electoralmente. Anne Hidalgo, la gaditana que fue alcaldesa de París, la amiga de Pedro Sánchez, ya está haciendo de enterradora para buscarle una lápida y un final al partido que mira ahora su pasado heroico de François Mitterrand con la misma distancia con la que podrían contemplar a Napoleón. Hace años que ya nada de eso existe. Sin embargo, la extrema derecha no deja de crecer y de multiplicarse en esos barrios.

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