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Las mentiras de Olona, capítulo final
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Javier Caraballo

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Las mentiras de Olona, capítulo final

Macarena Olona tiene ese talón de Aquiles, la torpe falsedad de lo cotidiano y contrastable. Y una vez que a alguien se le pilla en una mentira cotidiana, el problema ya no es esa trola concreta

Foto: Macarena Olona. (EFE/Javier Lizón)
Macarena Olona. (EFE/Javier Lizón)
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Antes de cerrar este episodio de la vida pública de Macarena Olona, conviene dedicarle un último capítulo al ser político que ha sido: la falsedad ha convertido sus pies en dos cimientos de barro mojado. Mentiras pequeñas, trolas torpes o insignificantes, que acaban con lo único de lo que no puede carecer un líder político o alguien que aspire a serlo, la credibilidad, la confianza, la seriedad. Uno de los mayores manipuladores de emociones y de pasiones de la historia, el sangriento asesino Adolf Hitler, llegó a conquistar al pueblo alemán en unas elecciones gracias a que, como dejó dicho, tenía muy claro que “las grandes masas sucumben más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”.

Es elemental y cierto, por la sencilla razón de que solo está al alcance de nuestra capacidad el descubrimiento de las mentiras cotidianas, las que podemos contrastar con nuestra propia experiencia vital, mientras que las otras, las que se refieren a oscuras conspiraciones, por ejemplo, son imposibles tanto de demostrar como de desmontar. Por ejemplo, si alguien manipula grotescamente las estadísticas sobre la delincuencia en España para achacársela a los menores inmigrantes, como hace Vox frecuentemente, es más difícil de rebatir que si alguien de ese mismo partido miente por un resfriado que le haya afectado, porque catarros hemos pillado todos y sabemos cuáles son sus consecuencias, mientras que en una gráfica manipulada es mucho más complejo averiguar la verdad. Macarena Olona tiene ese talón de Aquiles, la torpe falsedad de lo cotidiano y contrastable. Y una vez que a alguien se le pilla en una mentira cotidiana, el problema ya no es esa trola concreta; el problema es que, en adelante, será inevitable pensar si lo que está diciendo es cierto o, de nuevo, ha vuelto a engañar.

Foto: Macarena Olona durante un acto del partido. (EFE/Raúl Caro)

Fijémonos en esta etapa andaluza, que ha sido determinante en el final de su corta pero intensa vida política. Esta mujer, que como se ha reseñado aquí otras veces ha sido una de las mejores oradoras del Congreso y una de las diputadas de mayor cualificación profesional, dicho sea con independencia absoluta de lo que se pueda pensar de su ideología extremista, empezó la aventura andaluza con una falsedad y la ha cerrado con otra falsedad, ambas elementales. Lo primero que hizo cuando se publicó que iba a ser la candidata de Vox en las elecciones andaluzas, fue desmentirlo con rotundidad. Se fue a su cuenta en redes sociales, en la que tiene decenas de miles de seguidores, y lo desmintió con rotundidad: “Amo Andalucía, pero no voy a ser candidata a la Junta”. Podría haberse callado, simplemente, o haber surfeado sobre la respuesta, como hacen tantos políticos para no confirmar ni negar nada en una de esas oleadas que les afectan. Pero ella, no.

Corría el mes de mayo de 2021 y Macarena Olona lucía plácidamente en su puesto de portavoz adjunta y secretaria general del grupo parlamentario de Vox en el Congreso de los Diputados. En el transcurso de los meses, cuando se fue asentando la confirmación de su candidatura, pese a su negativa, ya se comenzó a vislumbrar que algo raro estaba pasando en la cúpula dirigente de ese partido político. Tan extraño era que el grupo parlamentario de Vox prescindiera de uno de sus principales activos para mandarlo a unas elecciones en las que, en la mejor de las hipótesis, quedaba relegada a un papel subalterno en el Gobierno andaluz, que hasta aquí mismo se especuló con la posibilidad de que se tratase de una jugada en dos fases y que el destino final pudiera ser la alcaldía de Granada, donde el partido de Santiago Abascal sí podría tener posibilidades de ganar. ¿Se imagina alguien a Macarena Olona de alcaldesa en la celebración de la Toma de Granada por los Reyes Católicos? Pues eso…

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Enric Fontcuberta)

Pasaron los meses, exactamente cinco meses, y lo mismo que en mayo negó su candidatura, la aceptó encantada en octubre, con golpes de pecho de amor a Andalucía: “Como para cualquier persona, sería un privilegio poder encabezar esa candidatura, porque es un privilegio poder ayudar a servir al pueblo andaluz”. Así que acabó presentándose y lo primero que hizo fue enredar con su empadronamiento en Salobreña, otra vez una maniobra cargada de medias verdades y ocultación. Y todo porque el objetivo final era buscar su victimización, presentarse ante los andaluces como la candidata censurada, prohibida, temida. La estrategia no cuajó, como tampoco ninguna de las otras imposturas de querencia andaluza que desplegó en la campaña. Pese a ello, la misma noche de las elecciones, el 19 de junio, se reafirmó en su compromiso con Andalucía: “Vox cumple y yo cumplo. Será un privilegio estar al frente de mi fuerza política en el Parlamento andaluz. He venido para quedarme y empieza una etapa apasionante. Mi compromiso es firme”. Lo dijo así, con esa rotundidad, y luego añadió algo más: "Ante todo, soy hija de Dios. No puedo asegurarle cuáles son los designios de Dios ni de lo que esté por venir".

Detengámonos en ese detalle, que es reiterado en sus declaraciones: afirma una cosa y luego invoca a Dios para abrir una puerta de duda. Es decir, primero miente y luego le endosa a la divina providencia la responsabilidad de su mentira. Debería andarse con menos frivolidad en estas cosas, porque puede acabar ofendiendo a muchos creyentes. Cuando afirmó su compromiso con Andalucía cuando se constituyó el Parlamento andaluz tras las elecciones, ya estaba afectada de la enfermedad de tiroides que unos días después le hizo renunciar a su acta de parlamentaria andaluza. ¿Era real su problema médico? Tan real como que, afortunadamente, podía controlarse en un par de semanas.

Foto: Macarena Olona, durante la investidura de Juanma Moreno. (EFE/Julio Muñoz)
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Con el verano por medio y la medicación adecuada, Macarena Olona podría haberse incorporado este mes de septiembre al Parlamento andaluz con la misma determinación con la que ha hecho el Camino de Santiago. Mucho más tratándose de una mujer acostumbrada al sacrificio para la excelencia, como ella misma contó en una de sus entrevistas de la campaña andaluza: “Yo me examiné con llagas en la espalda, en las vértebras y en el culete, donde rozan los huesos con la silla, de las horas que ya en la recta final llegué a pasar sobre la silla de madera. Esa soy yo, o sea, no sé hasta dónde están dispuestos ellos a llegar, pero sé hasta dónde estoy yo dispuesta a llegar”.

Dos o tres semanas después de la renuncia al Parlamento andaluz por un problema médico menor, Macarena Olona, esta Macarena Olona capaz de soportarlo todo, volvió a su actividad propagandística habitual, sin reparar en su supuesto compromiso con Andalucía, porque su enfermedad de tiroides no era excusa suficiente para abandonar la política andaluza. Otra vez interpuso a la providencia divina como excusa de sus mentiras, el apóstol Santiago, y en una de las etapas se desabrochó el alma traicionera: "Estoy deseando volver a sudar la camiseta pública. Estoy como los caballos antes de la carrera, llena de adrenalina y deseando que se levante la barrera. No sé hacia dónde va a ser, pero estaré allí donde les sea muy útil a los españoles".

¿Quién puede creerse a una populista como Olona si no es capaz de ser sincera ni con su propia vida? En el último trance de la vida política de Macarena Olona, lo único apreciable, el único interés público, es que cuando una extremista como ella miente sobre un catarro, pensemos en el daño que hace cuando miente sobre todo lo demás. Punto. Macarena Olona, capítulo final.

Antes de cerrar este episodio de la vida pública de Macarena Olona, conviene dedicarle un último capítulo al ser político que ha sido: la falsedad ha convertido sus pies en dos cimientos de barro mojado. Mentiras pequeñas, trolas torpes o insignificantes, que acaban con lo único de lo que no puede carecer un líder político o alguien que aspire a serlo, la credibilidad, la confianza, la seriedad. Uno de los mayores manipuladores de emociones y de pasiones de la historia, el sangriento asesino Adolf Hitler, llegó a conquistar al pueblo alemán en unas elecciones gracias a que, como dejó dicho, tenía muy claro que “las grandes masas sucumben más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”.

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