Matacán
Por
Pablo Picasso y la inquisición morada
Qué sentido tiene que se repudie a un gran artista en vida por su comportamiento baboso, humillante, avasallador o despótico con las mujeres si lo vamos a disculpar en la muerte
De lo único que no hay que dudar es de que los jueces sin capucha de esta nueva Inquisición hubieran condenado también a Pablo Picasso, que su fama universal ni sus cuadros mil millonarios los hubieran salvado. En eso, la Inquisición morada ha dado muestras de no tener escrúpulos artísticos, ni intelectuales, ni musicales, ni nada. Desde Woody Allen hasta Plácido Domingo se puede atestiguar esa constante implacable. Pero resulta que Picasso no está vivo, sino que lleva cincuenta años muerto, y por eso el juicio no le afecta. Se soslaya, porque lo que queda del ser humano en esta vida es su obra, no su carne, que vuelve a ser la carne pecadora de las religiones, y no se quiere manchar con las miserias de su estancia terrenal.
Dicho lo cual, el problema que se nos plantea es cómo resolvemos esta contradicción: qué sentido tiene que se repudie a un gran artista en vida por su comportamiento baboso, humillante, avasallador o despótico con las mujeres, si luego lo vamos a disculpar en la muerte, cuando ya no siente ni padece. Hablamos, claro está, de comportamientos moralmente reprochables, pero penalmente inocuos o inexistentes, como ocurre con los ejemplos puestos. Que nadie pretenda interpretar que se intenta justificar con la vida de Picasso el abuso sexual o el acoso, muchos menos otras perversiones como la pedofilia, porque no se trata de eso sino, justamente, de todo lo contrario. La cuestión está en señalar la hipocresía, salvaje y corrosiva, de algunos movimientos que imponen su Inquisición de la muerte civil a quienes nunca han sido condenados por los tribunales de Justicia, aunque su conducta o su comportamiento sexual pueda parecer inapropiado o excesivo.
El contraste en la valoración moral sobre el Picasso artista y el Picasso hombre es especialmente llamativa
La contradicción con la vida y obra de Pablo Picasso ha surgido esta semana cuando se han presentado los actos de homenaje a su figura, tanto en España como en Francia, con motivo del cincuenta aniversario de su muerte. En la presentación de estos actos, el ministro de Cultura y Deporte, Miquel Iceta, afrontó abiertamente este debate y, desde la primera frase, ya incluyó la disculpa. "Picasso —dijo Iceta— es una persona hija de su tiempo y con todas las contradicciones: de carácter apasionado, amaba la pasión e intentaba controlarla.
Todo eso va a estar en este año, pero no podemos evitar promover su obra porque no nos gusten algunos aspectos de su vida personal, al igual que tampoco se pueden orillar aspectos discutibles (…) La grandeza de su obra se sobrepone a otras cuestiones, pero no puede oscurecerlas ni esconderlas y eso es lo que vamos a hacer". En el acto, también estaba la ministra de Cultura de Francia, Rima Abdul Malak, para la que tampoco ofrecía ninguna contradicción el hecho de diferenciar entre la grandeza creativa de Picasso y los aspectos más oscuros de su vida. "Soy feminista y siempre lo he sido, defiendo todos los días la lucha por la igualdad y el género, pero no hay que resumir la obra de Picasso solo en esto. Al final, la vida del artista es su proceso creativo y hay que entender ese proceso. Pero una vez está la obra hecha, escapa al artista y hay muchas lecturas diferentes de cada uno. Hay que tener cuidado, porque no podemos resumir toda esa obra a la relación del artista con las mujeres".
El contraste en la valoración moral sobre el Picasso artista y el Picasso hombre es especialmente llamativa porque de lo que no hay duda alguna es del comportamiento del pintor, excesivo, brutal, descarnado y manipulador. Un maltratador de libro, como atestiguan muchos testimonios. "Picasso pasaba del amor pasional al desprecio más absoluto con cada mujer y después renacía cuando aparecía una nueva mujer a su lado", sostiene Paula Izquierdo, autora del libro 'Picasso y las mujeres'. "Las que cayeron en sus garras fueron sometidas a su sexualidad animal; las domaba, las hechizaba, las aspiraba, las aplastaba en sus lienzos, y cuando ya les había sacado su quintaesencia, las abandonaba exangües", dice en ese libro Marina Picasso, nieta del genio malagueño, que extiende su condena a toda su vida, no solo a las muchas mujeres con las que estuvo: "era un ser despótico y egocéntrico".
Pese a todo lo anterior, tanto Iceta como la ministra francesa sostienen, con razón, que "una vez está la obra hecha, escapa al artista". Pero ¿serían capaces de decir lo mismo de algún artista de la actualidad, acusado por la Inquisición morada de prácticas abusivas, aunque nunca hayan sido condenados los tribunales? Nadie lo ha dicho, de hecho, de ninguna de las personas que se han visto en esa pira de acusaciones y desprecio, sin posibilidad alguna de defensa porque, como queda dicho, no se trata de nadie que haya sido condenado por abusos sexuales. La naturaleza de Picasso, pasional, arrolladora, salvaje, fue la que se plasmó en su obra y de ahí, de ese carácter, surgió la obra de quien está considerado como el pintor más importante del siglo XX. Se ve claro en su relación con Dora Maar, quizá su musa principal, objeto de numerosos cuadros en los que aparecía llorando, sufriendo. Y Picasso lo explicaba así: "Dora, para mí, siempre será una mujer que llora… y es importante, ya que las mujeres son máquinas de sufrir. Durante años la pinté en formas torturadas, no por sadismo ni porque me diera placer. Solo podía seguir la visión que se me imponía. Esa era la profunda realidad de Dora".
Si se disculpa la obra cuando el artista ha fallecido, es que se reconoce implícitamente que obra y vida son cuestiones distintas, distinguibles y separables. ¿Qué sentido tiene, por tanto, aplicar esa lógica solo a los muertos, pero negársela a los vivos, a quienes están entre nosotros, aún en el caso de que los hechos de los que se les acusan sean insignificantes en comparación con los descritos de una persona como Picasso? En esto, mi compañero Juan Soto Ivars ha sido, quizá, el primero en señalar, hace ya varios años, la atrocidad de lo que está sucediendo. Esta sociedad de la posverdad y también de la ‘poscensura’, como lo llama, que consiste, simple y llanamente, en el linchamiento de una personal, con un acoso brutal desde las redes sociales, al que nadie, o casi nadie, se atreve a oponerse, aunque esté claro que se trata de destruir socialmente a alguien con mentiras, medias verdades y reproches de esta nueva moralidad que no admite matices ni objeciones. Ahí está Woody Allen, que ya ha tenido hasta que bajar los brazos, impotente, al no poder hacer nada frente a la campaña descomunal contra él, plagada de falsedades grotescas y burdas. En Estados Unidos lo han convertido en un proscrito, un apestado, y él solo puede lamentarlo, porque demostrar que todo es mentira, no sirve de nada.
Lo mismo que ocurrió con Plácido Domingo, sometido a la misma pira de la inquisición morada, acoso y descalificación en redes sociales y boicot profesional, con la anulación de contratos en cadena. El anterior ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, fue uno de los que se sumó al boicot y, tan pancho, lo justificó: "El propio Plácido Domingo ha dicho que en un momento de su vida hizo daño a una serie de mujeres y ha pedido perdón. Cuando se cometen actos graves y se asumen, eso tiene consecuencias en la vida pública y en la vida social", dijo el ministro, con la contundencia del juez de un proceso sumarísimo que ha dictado sentencia.
No hay otra contestación mejor que la que ya expuso aquí mi admirado Rubén Amón: "Discrepo por completo del criterio ministerial. Y se me antoja justiciero y oportunista confundir la dimensión artística con la personal. Habría que retirar los cuadros de Caravaggio de los museos. Perseguir las fechorías de Lope. Quemar los libros de Marlowe. Incendiar las partituras de Gesualdo. Incluso incinerar en una gran pira las películas de Chaplin". Ahora, con el homenaje a Picasso, a esta contradicción latente, que al menos tendría que hacernos reflexionar, se le pueden añadir nuevos argumentos por el acierto de este homenaje, el Año Picasso, sin permitir que la censura por su vida eclipse, ignore o prohíba la difusión de su obra. No parece excesivo pedir para los artistas vivos lo mismo que se le aplica a los artistas muertos. Insisto, sobre todo, cuando no median condenas judiciales porque, o bien no se han demostrado las acusaciones, o porque los comportamientos reprobables no eran constitutivos de delito o directamente falsos. Para los vivos, igual que para los muertos. Aunque ya sabemos, la inquisición morada, como todas, necesita reafirmarse en esas piras para exhibir su implacable crueldad.
De lo único que no hay que dudar es de que los jueces sin capucha de esta nueva Inquisición hubieran condenado también a Pablo Picasso, que su fama universal ni sus cuadros mil millonarios los hubieran salvado. En eso, la Inquisición morada ha dado muestras de no tener escrúpulos artísticos, ni intelectuales, ni musicales, ni nada. Desde Woody Allen hasta Plácido Domingo se puede atestiguar esa constante implacable. Pero resulta que Picasso no está vivo, sino que lleva cincuenta años muerto, y por eso el juicio no le afecta. Se soslaya, porque lo que queda del ser humano en esta vida es su obra, no su carne, que vuelve a ser la carne pecadora de las religiones, y no se quiere manchar con las miserias de su estancia terrenal.