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El discurso del Rey (y la levedad política)
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Javier Caraballo

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El discurso del Rey (y la levedad política)

Aquella intervención de Felipe VI supuso el primer mensaje de aliento, de tranquilidad, que se transmitía a todos los ciudadanos, después de semanas y meses de caos exponencial

Foto: Felipe VI, durante el discurso del 3-O. (EFE/Casa de S.M. el Rey/Francisco Gómez)
Felipe VI, durante el discurso del 3-O. (EFE/Casa de S.M. el Rey/Francisco Gómez)
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El aire… Era el aire de la calle de aquel 4 de octubre el que lo hacía distinto a todos los días anteriores. Sencillamente, amaneció distinto, o eso me pareció, como la tormenta que acaba de pasar, aunque sigan las nubes y una lluvia intermitente siga mojando las aceras. La atmósfera era nueva, recuperada, y prometía un nuevo sol. La mirada burlona con la que hoy podemos contemplar lo ocurrido no debería distorsionar la gravedad y la angustia de aquel momento. Incluso la satisfacción que produce verlos así, divididos, enfrentados, o la perplejidad que nos embarga al comprobar ahora la escandalosa frivolidad con que desafiaron al Estado, a la Constitución, e hicieron tambalear las instituciones. Cinco años después, toda la amargura y la angustia de la revuelta independentista catalana se ha desvanecido, pero fue justo a partir de un momento, de un discurso, el de Felipe VI, cuando comenzó a desmoronarse.

Un día como hoy, aquella mañana del 4 de octubre de 2017, cuando el discurso del Rey de la noche anterior aún repicaba como un eco contundente en todas las emisoras de radio y se empapaba de tinta con los titulares de los periódicos para hacerse imborrable. La angustia democrática encontró el consuelo de la contundencia del Rey. Un discurso de solo cinco párrafos, sin prólogos ni circunloquios, contundente desde la primera frase, directa a la preocupación máxima de todos, sin disimular ni camuflar la realidad crítica de esos días: “Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática”. Y, a partir de ahí, una frase tras otra, contra los que atentaron contra nuestra normalidad democrática, contra quienes pretendieron burlarse de la Constitución que nos dimos, contra aquellos que buscaban mofarse de España con la convicción de que nadie sería capaz de detenerlos.

Hasta que llegó el discurso del jefe del Estado: “Han vulnerado de manera sistemática” las leyes, “han demostrado una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado”, “han quebrantado los principios democráticos de todo Estado de derecho”, “han socavado la armonía y la convivencia”, “han menospreciado los afectos y los sentimientos de solidaridad” y “han pretendido quebrar la unidad de España y la soberanía nacional, que es el derecho de todos los españoles a decidir democráticamente su vida en común”. Reparemos en la construcción de ese discurso, con ese recurso retórico que martillea una a una todas las golferías del independentismo, y utiliza con enorme acierto esa conjugación verbal del pretérito perfecto para acentuar la certeza de lo que ha ocurrido ante nuestros ojos. Lo que todos hemos visto. Y en el cierre, el mensaje que todo el mundo esperaba, la confianza en las instituciones ante la inquietud, el temor o la desesperanza: “A quienes así lo sienten, les digo que no están solos, ni lo estarán”. “Son momentos muy complejos, pero saldremos adelante. Porque creemos en nuestro país y nos sentimos orgullosos de lo que somos”.

La certeza y la confianza en el Estado de derecho, la esperanza de que España se levantaría, la tuvimos muy pronto. A los pocos días, apenas 10 días más tarde del discurso del Rey, ingresaron en prisión los Jordis, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, y no ocurrió nada. Como tampoco ocurrió cuando, ese mismo mes de octubre, el que era presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, huyó a Bruselas escondido en el maletero de un coche; se fugó y nunca más se ha atrevido a regresar. Ni cuando, un mes después del discurso del Rey, ya en noviembre de 2017, la jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela ordenó el ingreso en prisión de los demás cabecillas de la revuelta, con Oriol Junqueras al frente. Lo que aprendimos a partir de la detención de los Jordis, reafirmado después, fue una lección básica para una democracia, pero que en España aún no se ha asumido: la normalidad y el cumplimiento de las leyes no se negocian. Frente a la provocación y la desobediencia, ante la amenaza y la chulería, firmeza y convicciones.

El discurso íntegro del Rey sobre Cataluña

Es la irritante levedad con la que en España han tratado las fuerzas políticas mayoritarias, fundamentalmente, a los nacionalismos excluyentes del norte de España, vasco y catalán. Quizás es una inercia perversa que se aprendió desde el carlismo, en el que aparecen las raíces de muchos de estos movimientos nacionalistas. El desafecto es una moneda de curso político; el desafecto se controla pagando. Por desgracia, en España es así. La desobediencia, la deslealtad y la ingratitud institucional siempre obtienen recompensas para intentar acallarlas. Hasta que llega un punto de la historia en que se rompe el frágil equilibro de intereses por el carácter insaciable de esos nacionalistas, excluyentes y egoístas. Y provocan un estallido contra el que solo cabe la firmeza que se ha estado evitando. Siempre se tropieza en la misma piedra, siempre. En fin…

¿Influyó el discurso del Rey en todo lo que sucedió a partir de ese día? Evidentemente, no. Al menos en el aspecto formal, porque las causas judiciales ya estaban en marcha y hasta las políticas, como la suspensión de la autonomía de Cataluña mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que se decretó el 21 de octubre, casi tres semanas después de intervenir Felipe VI como jefe del Estado. De lo que no cabe la menor duda es de que aquella intervención de Felipe VI supuso, como se decía antes, el primer mensaje de aliento, de tranquilidad, que se transmitía a todos los ciudadanos, después de semanas y meses de caos exponencial.

La intervención de Felipe VI en la noche del 3 de octubre de 2017 simbolizó la autoridad constitucional que podemos reconocer en él

Se ha comparado, acertadamente, este discurso de Felipe VI con el de su padre, Juan Carlos I, en la noche del golpe de Estado del 23 de febrero, por parte de un coronel de la Guardia Civil y algunos generales nostálgicos del franquismo. Es verdad, son discursos comparables, por lo que transmiten y suponen de punto de inflexión en los dos peores momentos de estabilidad institucional de esta democracia. Pero existe una diferencia esencial: así como Juan Carlos I exhibió el 23-F la autoridad militar que había heredado del propio dictador, y que utilizó en ese momento clave para asentar la democracia, la intervención de Felipe VI en la noche del 3 de octubre de 2017 simbolizó la autoridad constitucional que podemos reconocer en él. La autoridad constitucional que reconocimos fervientemente en su discurso de pocos párrafos que bastaron para que el independentismo se estrellara y para que al amanecer del día siguiente, una mañana como hoy de hace cinco años, el aire de la calle nos pareciera reconfortante y distinto.

El aire… Era el aire de la calle de aquel 4 de octubre el que lo hacía distinto a todos los días anteriores. Sencillamente, amaneció distinto, o eso me pareció, como la tormenta que acaba de pasar, aunque sigan las nubes y una lluvia intermitente siga mojando las aceras. La atmósfera era nueva, recuperada, y prometía un nuevo sol. La mirada burlona con la que hoy podemos contemplar lo ocurrido no debería distorsionar la gravedad y la angustia de aquel momento. Incluso la satisfacción que produce verlos así, divididos, enfrentados, o la perplejidad que nos embarga al comprobar ahora la escandalosa frivolidad con que desafiaron al Estado, a la Constitución, e hicieron tambalear las instituciones. Cinco años después, toda la amargura y la angustia de la revuelta independentista catalana se ha desvanecido, pero fue justo a partir de un momento, de un discurso, el de Felipe VI, cuando comenzó a desmoronarse.

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