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Mentir, rectificar… y Tezanos
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Mentir, rectificar… y Tezanos

Hay en el propio Pedro Sánchez decisiones que pueden considerarse un cambio de opinión en beneficio del interés general, y otras que, por el contrario, solo pueden localizarse en el discurso de un mentiroso compulsivo

Foto: Pedro Sánchez, Alfonso Guerra y José Félix Tezanos en una imagen de archivo. (EFE)
Pedro Sánchez, Alfonso Guerra y José Félix Tezanos en una imagen de archivo. (EFE)
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Una cosa es mentir, otra muy distinta es rectificar, y luego está Tezanos, que no encaja en ninguno de los verbos anteriores. Lo del mandamás del CIS está más próximo a delinquir, porque lo suyo se ajusta como un guante a la tipificación del delito de malversación. Pero luego vamos a eso; de momento, centrémonos en la extrañeza de que el debate central de esta campaña electoral haya sido semántico, sobre el sentido de las palabras, o incluso metafísico, por la naturaleza del ser político. Habrá que preguntárselo a alguno de nuestros sabios contemporáneos, como Javier Gomá, para que nos lo aclare cuando pase todo este vendaval.

Lo inobjetable es que es verdad que los incumplimientos y las mentiras de los políticos han estado presentes en muchas campañas electorales, pero solo en esta ocasión el debate ha trascendido, ha alcanzado el nivel de disquisición teórica sobre qué es mentira y qué es cambio de opinión. Esa es la diferencia fundamental. Todo comienza, como también se recordará en el futuro, con la pregunta que le hizo Carlos Alsina al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, cuando todavía faltaba un mes para la celebración de las elecciones. Alsina, nada más comenzar, fue rodeándolo, sigiloso, con dos preguntas del alma, que parecían personales, "qué ve usted cuando se mira al espejo", y así. El presidente Sánchez, ajeno a todo, respondía con el discurso prefabricado del candidato y Alsina lo miraba, acariciando la mesa con la yema de los dedos. Quizá no habían pasado ni cinco minutos, cuando sucedió: "¿por qué nos ha mentido tanto, presidente?"

Foto: Pedro Sánchez, en el mitin del domingo en Barcelona. (EFE/Andreu Dalmau)

Ahora podemos decir, con la perspectiva que nos ha dado esta campaña electoral, que la pregunta, esa pregunta, ha supuesto en realidad un punto de inflexión entre lo que ocurría anteriormente en el debate político español y lo que ha pasado después. Antes de eso, lo que había pasado en España es que el Partido Socialista se había hundido, como pocas veces, en las elecciones municipales y autonómicas porque el líder del PSOE, Pedro Sánchez, las utilizó como un plebiscito sobre su persona y su gestión. Él no se presentaba a esas elecciones, pero las convirtió en algo personal, quizá pensando en acabar la legislatura con la proyección internacional de ser presidente del Consejo de la Unión Europea y el apoyo electoral revalidado en España. Si esa era la idea, salió lo contrario y la imagen de Pedro Sánchez actuó como un lastre pesado, plomizo, que arrastró en su caída a decenas de candidatos del PSOE que no pudieron hacer nada.

La osadía que le caracteriza como líder político es la que le llevó a adelantar las elecciones generales para, de forma inmediata, presentarse otra vez a una campaña electoral, como si quisiera preguntarle al personal por lo sucedido, si realmente habían pensado en darle la espalda después de una legislatura en la que él mismo se da un notable. Cuando respondió a la pregunta de Carlos Alsina, el candidato socialista dejó grabado en la antena de Onda Cero el lema fundamental de su campaña: no son mentiras, son cambios de opinión. Parecía que el presidente del Gobierno, sin sonrojo alguno, quería mirar a la cara a cada uno de los cientos de miles de personas que, en estos años, se han hecho a la idea de que Pedro Sánchez es una persona sin palabra, y hasta sin escrúpulos para ejecutar sus planes, para decirles que quienes estaban equivocados eran ellos, que el antisanchismo es una farsa, un montaje, un invento malvado.

Foto: El presidente del Gobierno y candidato a la reelección por el PSOE, Pedro Sánchez. (Reuters/Violeta Santos Moura) Opinión
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Pues bien, hoy podemos coincidir en que tan exitosa ha sido esa estrategia de confrontación directa, que parecía tan disparatada como cínica, que el debate sobre qué es una mentira y qué es una sabia rectificación ha trascendido en una segunda fase al acoso contra el líder de la oposición, Núñez Feijóo, por mentiroso. Precisamente, por mentiroso. Solo hay que mirar los titulares de una buena parte de la prensa española y ponerle oído a las tertulias de la radio. Hasta Pedro Sánchez le ha dedicado sus últimas intervenciones a repasar "las grandes mentiras de Feijóo"… Como dijo su compañera de Gobierno, Yolanda Díaz, en el último mitin de la campaña electoral, "hemos conseguido darle la vuelta al guion". Ha sido así, efectivamente, aunque nada de eso nos hace prejuzgar la incidencia real que haya podido tener en el electorado. Eso lo veremos hoy domingo, cuando se cuenten los votos.

Porque esas estrategias lo mismo pueden servir para animar al electorado propio, como para espolear el voto útil de los adversarios. Lo cierto es que el debate ha girado en el sentido que había indicado el presidente Sánchez, en gran medida por la insólita desmesura y desvergüenza de algunos medios de comunicación y de algunos periodistas, convertidos en decididos combatientes, con la pluma apretada entre los dientes y los pómulos tiznados. Pero fuera de ese barro, todos sabemos bien en qué consiste una mentira y qué supone un cambio de opinión. De hecho, hay en el propio Pedro Sánchez una cosa y la otra, en la pandemia, en Marruecos o en sus acuerdos con los independentistas; decisiones que, objetivamente, pueden considerarse como un cambio de opinión en beneficio del interés general, y otras decisiones, por el contrario, que solo pueden localizarse en el discurso de un mentiroso compulsivo. El problema es que todo eso ya lo resolvió la fábula de Pedro y el Lobo, con una moraleja que no caduca con los tiempos: no digas mentiras, porque el día que cuentes la verdad, nadie te creerá.

Foto: Mariano Rajoy, en un acto de campaña. (EFE/Carlos Barba) Opinión
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En cualquier caso, nada de lo que se pueda debatir sobre esta disquisición entre mentiras y rectificaciones, se le puede aplicar a lo ocurrido con el presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas, José Félix Tezanos. Que el CIS, que es la empresa que cuenta con más medios y más profesionales, haya derivado en una caricatura trasciende hasta del juego sucio del debate político. Porque se trata de dinero público. No hay especialista en demoscopia ni en campañas electorales en España que no cuestione y niegue las conclusiones del CIS. Ni uno solo. Y basta citar a un colega que trabaja en El País, uno de los medios más combativos contra la posible llegada de la derecha al Gobierno. Kiko Llaneras asegura, simplemente, que del CIS no se puede uno fiar porque, desde que llegó Tezanos, siempre ha hecho lo mismo: "estimaciones imprecisas y sesgadas que casi siempre anticipa un resultado mejor para la izquierda del que luego se produce en las urnas".

Si alguien no acierta una vez, vale, pero cuando eso ocurre treinta veces, ya no es error. Y que el autor de semejante manipulación se escude en que su método es nuevo, "un críptico y exótico, ‘modelo bidimensional inercia-incertidumbre Alaminos-Tezanos", es todavía más irritante. Ese comportamiento, en fin, se incluye en el espíritu del delito de malversación, porque lo que penaliza es el uso del dinero público de manera indebida o de forma desleal. Ya están los tribunales, llegado el caso, para pronunciarse al respecto, pero no parece objetable que la malversación política sea un hecho contrastado en los últimos cuatro años. De modo que, sí, en esta campaña electoral, hemos tenido el debate de la mentira, el de la rectificación… Y luego está Tezanos.

Una cosa es mentir, otra muy distinta es rectificar, y luego está Tezanos, que no encaja en ninguno de los verbos anteriores. Lo del mandamás del CIS está más próximo a delinquir, porque lo suyo se ajusta como un guante a la tipificación del delito de malversación. Pero luego vamos a eso; de momento, centrémonos en la extrañeza de que el debate central de esta campaña electoral haya sido semántico, sobre el sentido de las palabras, o incluso metafísico, por la naturaleza del ser político. Habrá que preguntárselo a alguno de nuestros sabios contemporáneos, como Javier Gomá, para que nos lo aclare cuando pase todo este vendaval.

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