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Si Armengol fuera jefa del Estado
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Javier Caraballo

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Si Armengol fuera jefa del Estado

Francina Armengol es la perfecta representante del político español que, al llegar a la más alta representación del Estado en una república, se pondría al servicio de su jefe de filas en el partido

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), conversa con la presidenta del Congreso, Francina Armengol, tras la solemne apertura de la XV legislatura. (EFE/J.J. Guillén)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), conversa con la presidenta del Congreso, Francina Armengol, tras la solemne apertura de la XV legislatura. (EFE/J.J. Guillén)
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Presten atención los partidarios de la república porque estamos ante la demostración de por qué la monarquía parlamentaria es el modelo de Estado que mejor le viene a España. Abran los ojos los detractores de la Corona, quienes la consideran un anacronismo incompatible con una democracia moderna, porque estamos ante la prueba palpable de por qué la Casa Real es la única que puede representar a todos los españoles en la jefatura del Estado. Oigan los unos y los otros el discurso de Francina Armengol, presidenta del Congreso de los Diputados, en la solemne sesión de apertura de la nueva legislatura, y piensen lo que ocurriría hoy mismo en España si fuera ella la jefa del Estado.

Francina Armengol es la perfecta representante del político español que, al llegar a la más alta representación del Estado en una república, se pondría al servicio de su jefe de filas en el partido, aquel al que le debe su lugar privilegiado en las listas electorales. Armengol hace honor al dedo que la colocó en el cargo y, por esa circunstancia fundamental, su deber de representación obligada es con las siglas del partido en el que milita, antes que con la institución que preside. Como ya se ha advertido aquí en otras ocasiones, solo un temerario o un subversivo puede ignorar la terrible circunstancia de que en España solo Felipe VI puede convocar actos institucionales que puedan desarrollarse con un mínimo exigible de normalidad institucional, con un protocolo de Estado que todos respetan y en el que se integran todas las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, con un gesto inequívoco de supeditación a la soberanía popular. Solo Felipe VI puede presidir un acto solemne en el que la mayor protesta la protagonizan la ridícula y sonora minoría de independentistas, tan desleales como ignorantes.

Cuando en un país como España la jefatura del Estado recae en la monarquía, lo fundamental no es la herencia dinástica, ni la historia, ni la tradición; lo esencial es la certeza de que es el eslabón más fuerte de todo aquello que nos une como españoles. La sesión solemne de apertura de la decimoquinta legislatura de las Cortes Generales nos ofreció un magnífico ejemplo de la necesidad de contar con esa alta institución del Estado consagrada exclusivamente a la representación de toda la sociedad y de las leyes que protegen nuestros derechos y libertades. Algunos de los rumores previos que se fueron lanzando, sobre todo desde la extrema derecha, aventuraban un discurso duro del monarca español, en reprimenda al Gobierno de Pedro Sánchez por sus concesiones a los independentistas y sediciosos catalanes. Se equivocaban, claro, porque Felipe VI sabe muy bien cuál es su papel en este tipo de crisis y debe saber, de igual manera, que es la propia democracia española la que tiene que solventar las duras exigencias de este momento político.

Solo la fortaleza de la democracia española, de su Estado de derecho, podrá ofrecer una respuesta a las inquietudes de tantos españoles. Pero no el rey Felipe, a no ser que se pretenda crear una crisis institucional mayor de la que ya existe. Como en otras ocasiones, el jefe del Estado alabó la Transición democrática, no por un sentimiento de nostalgia ñoña, sino por el valor histórico de “la mejor expresión de España”, la que más progreso y más bienestar nos ha procurado. Y luego añadió el que quizá fue su mensaje principal: “Nuestra obligación, la obligación de todas las instituciones, es legar a los españoles más jóvenes una España sólida y unida, sin divisiones ni enfrentamientos”.

Es posible que Felipe VI, al redactar ese discurso, estuviera rememorando lo que le dijo, en ese mismo escenario, Gregorio Peces Barba, el presidente del Congreso ante el que juró la Constitución, al cumplir la mayoría de edad. “La fortaleza de la monarquía parlamentaria es para todos, para los ciudadanos y para los tres poderes del Estado, de gran importancia, y hoy celebramos un acto que expresa su continuidad, su prolongación en el tiempo”. De aquel discurso, Gregorio Peces Barba se mostró orgulloso ante todos los diputados de su filiación socialista, pero advirtió al mismo tiempo de que nada iba a condicionarle en su decisión de representar a todos los diputados, de todas las ideologías. Por eso no se limitó, como ocurre ahora, a replicar un argumentario de excelencias de leyes gubernamentales, sino que trascendió a los principios constitucionales y a las amenazas de todo sistema democrático.

Solo un párrafo de Peces Barba, que hoy sería considerado revolucionario: “Aquí no hay sitio para hombres que pretendan asumir, dotados de una legitimidad carismática, todos los poderes como intérpretes auténticos del pueblo. Aquí el poder es de todos y se ejerce por medio de la Constitución y de las leyes, por las instituciones y los órganos legitimados democráticamente para ello”.

Foto: Detalle de unas banderas con la imagen de la princesa Leonor y el escudo de armas. (EFE/Aitor Martín) Opinión
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Javier Caraballo

En esta España de la decimoquinta legislatura, todavía lo vemos más claro, porque el debate trasciende de monarquía o república. Se trata de valores superiores, se trata del sostenimiento de la democracia. La permanencia de la Corona, alejada del debate político, garantiza la plena sintonía con su papel fundamental, convertirse en símbolo de la unidad de todos los españoles y de la defensa de la Constitución, por encima de ideologías y de las convulsiones políticas que se producen en todas las democracias. La estabilidad que garantiza la sucesión dinástica de la Casa Real es la estabilidad de la que se beneficia el Estado.

En España, antes que tradición de república o de monarquía, de lo que hay verdadero arraigo es de confrontación política, que por tiempos nos ha conducido a tragedias que siguen en la memoria. Esa ha sido la causa fundamental de la inestabilidad endémica de España en los dos últimos siglos, tumultuaria y destructiva, hasta alcanzar este periodo de paz y de progreso con una monarquía parlamentaria en la jefatura del Estado, supeditada en todo a las Cortes Generales, sede de la soberanía popular. El encaje perfecto, y hasta podría decirse único, para esta tarea secular de que España pueda sobrevivir a los ataques de la propia España. Si Francina Armengol fuera la jefa del Estado… En fin, solo hay que pensarlo un momento para desistir de la idea.

Presten atención los partidarios de la república porque estamos ante la demostración de por qué la monarquía parlamentaria es el modelo de Estado que mejor le viene a España. Abran los ojos los detractores de la Corona, quienes la consideran un anacronismo incompatible con una democracia moderna, porque estamos ante la prueba palpable de por qué la Casa Real es la única que puede representar a todos los españoles en la jefatura del Estado. Oigan los unos y los otros el discurso de Francina Armengol, presidenta del Congreso de los Diputados, en la solemne sesión de apertura de la nueva legislatura, y piensen lo que ocurriría hoy mismo en España si fuera ella la jefa del Estado.

Francina Armengol Rey Felipe VI
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