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Anatomía de una línea roja (Cercas como fenotipo final)
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Javier Caraballo

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Anatomía de una línea roja (Cercas como fenotipo final)

Se aparta al que piensa distinto, al que no comparte la bandería, sin más consideración que ese sentimiento gregario o pasional, más fuerte y determinante que la ideología

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J.J. Guillén)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J.J. Guillén)
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Ninguna mentira ha sido más efectiva a lo largo de la historia que el autoengaño. Es fácil de entender, porque cuando uno se miente a sí mismo, es el primer interesado en creerse la invención. Ya lo pensaba así Demóstenes, tres siglos antes de que naciera Jesucristo: “No hay nada más fácil que el autoengaño, porque lo que desea cada hombre es lo primero que cree”. La polarización de la sociedad, que es el fenómeno de nuestros días, tiene mucho de autoengaño. Lo promueve y lo fomenta como una garantía de fidelización. Es el prejuicio de creer, y hasta defender, aquello que beneficia a los suyos, con independencia de los hechos concretos, y negar, y repudiar, todo lo que les perjudique. Esas son las líneas rojas, esencia fundamental de la polarización. Se aparta al que piensa distinto, al que no comparte la bandería, sin más consideración que ese sentimiento gregario o pasional, más fuerte y determinante que la ideología.

En una democracia abierta, en una sociedad autocrítica, se pueden entender las líneas rojas cuando afectan a valores esenciales, de derechos fundamentales o límites constitucionales, pero no son esas las líneas rojas que caracterizan un momento político como el actual en España. La prueba más evidente la tenemos en la mayoría parlamentaria que apoya al nuevo Gobierno de Pedro Sánchez, cuando ha minimizado o, directamente, extinguido todas las líneas rojas ideológicas, morales o constitucionales, para engordar una única línea roja, la que la separa del Partido Popular. Todas las demás son prescindibles, aunque afecten a bienes democráticos muy superiores al de conseguir retener un Gobierno durante una legislatura más.

Una estrategia política tan agresiva como la desarrollada por el presidente Sánchez para seguir gobernando ha provocado, lógicamente, una enorme tensión en su propio electorado. Se ha fracturado, como nunca hasta ahora había ocurrido, aunque, como veremos más adelante, son los menos quienes se han mostrado críticos y decepcionados con lo ocurrido. Para la mayoría de los votantes socialistas, y por extensión para los simpatizantes de izquierda, lo único importante es el fin conseguido, que no gobierne en España la derecha, aunque el Partido Popular hubiese ganado las elecciones —las tres últimas elecciones celebradas, para ser más concretos, las municipales, las autonómicas y las generales—.

Lo de menos para todos esos votantes y simpatizantes socialistas son los medios empleados porque, como queda dicho, la única línea roja que se valora como tal es la que pueda impedir “que gobiernen las derechas”. El autoengaño funciona, incluso, en circunstancias como las actuales, en las que se afirma que la mayoría parlamentaria que sustenta al Gobierno es una mayoría de progreso, aunque la integren grupos de marcada ideología de derecha, incluso de extrema derecha, como ocurre con los nacionalismos excluyentes. O que para mantenerla unida haya que transigir con políticas que solo defendían radicales de izquierda o derecha.

Foto: La vicepresidenta Teresa Ribera. (Europa Press/Gustavo de la Paz) Opinión
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Uno de los errores, o equivocaciones, más comunes de los últimos meses ha consistido, precisamente, en pensar que las alianzas de Pedro Sánchez con los independentistas catalanes o con los radicales vascos iban a provocar una convulsión o una debacle electoral para el líder socialista y su partido. No ha sido así, claro, como vemos en muchas encuestas. Esa repulsión se ha dado, con mucha claridad, en un sector amplio de los antiguos dirigentes del PSOE, que ya se venían manifestando con anterioridad y que, por tanto, no constituyen novedad. Las diferencias se han acrecentado, y el número de críticos se ha incrementado, pero todo se mantendrá tal como lo vemos, como una corriente socialista no reconocida en el seno del partido, como huérfana, sin posibilidad alguna de influir en las decisiones de los órganos de gobierno del PSOE.

Tampoco ninguno de ellos abandonará la militancia del Partido Socialista, ni solicitará el voto para otro partido, en muchos casos por un sentimiento de coherencia ideológica o de sus propias historias políticas. Defienden su memoria y su pasado, y debemos entenderlo, pero con su actitud también han trazado una línea roja que los separa del Partido Popular, aunque, en muchos momentos, cada uno de ellos pueda añorar en la derecha los valores constitucionales y morales que ha dejado de representar su propio partido. Quizá podríamos considerarlo, igualmente, una forma de autoengaño, cuando piensan que pertenecen todavía a un partido en el que ya no se reconocen cuando lo miran. Que es algo recíproco, por cierto: a ellos tampoco los reconocen ya como socialistas en su propio partido y les culpan de hacerle el juego a la derecha. Líneas rojas y autoengaño a uno y otro lado.

Foto: El escritor Javier Cercas. (EFE/Sergio Pérez) Opinión

Muy próximos a este grupo se encuentran algunos votantes y simpatizantes del PSOE, entre los que podemos elegir, por su notoriedad, su valentía y su brillantez, al escritor Javier Cercas. Su historia política reciente es conocida: en las últimas elecciones generales votó al PSOE, y así lo comunicó, porque le parecía que, pese a los errores cometidos, su líder, Pedro Sánchez, era el representante de la socialdemocracia, la ideología “que ha creado las sociedades más prósperas, libres e igualitarias del mundo (o de la historia)”. Cuando comenzaron las reuniones con los independentistas catalanes para concederles la amnistía, el mismo Cercas se mostró incrédulo y convencido de que el PSOE, su PSOE, y Pedro Sánchez, su presidente socialdemócrata, jamás lo aceptarían. “Me niego a creerlo —escribió—. Los adversarios de Pedro Sánchez han forjado una leyenda según la cual el presidente es un tipo capaz de vender su madre a una red de explotación sexual con tal de seguir en la Moncloa. Muchos no nos la hemos creído, y por eso le hemos continuado votando”. Pero sucedió y debemos entender que Cercas se sintió, entonces, como la madre vendida de la leyenda.

Lo desconcertante vino después, en la conclusión que extrajo el escritor de todo lo que le había sucedido: “Tenemos una clase política cínica, irresponsable y envenenada por el poder, que no trabaja para unirnos sino para separarnos, que considera el engaño un instrumento legítimo, y pueril la mínima exigencia ética”. Como se verá, más que una conclusión, parece un desahogo o un arrebato despechado. Defraudado por el PSOE, extiende la culpa a todos los partidos políticos de lo que solo le ha hecho el partido al que siempre ha votado. Decepcionado por la ambición de poder de Pedro Sánchez, abomina de todos los líderes porque así, con las acusaciones extendidas, no daña solo al PSOE. Denuncia la existencia de líneas rojas de la política española, pero no se da cuenta de que él mismo constituye una línea roja porque ya no quiere votar al PSOE, pero se tiene prohibido votar a otro. Reniega de todo y aboga, finalmente, por una lotocracia, “un tipo de democracia que propugna la elección por sorteo de nuestros representantes políticos”. Es la finta definitiva: la responsabilidad del engaño de uno, Pedro Sánchez, se la traslada a toda la democracia española mientras él se queda tan confortable en su autoengaño.

Ninguna mentira ha sido más efectiva a lo largo de la historia que el autoengaño. Es fácil de entender, porque cuando uno se miente a sí mismo, es el primer interesado en creerse la invención. Ya lo pensaba así Demóstenes, tres siglos antes de que naciera Jesucristo: “No hay nada más fácil que el autoengaño, porque lo que desea cada hombre es lo primero que cree”. La polarización de la sociedad, que es el fenómeno de nuestros días, tiene mucho de autoengaño. Lo promueve y lo fomenta como una garantía de fidelización. Es el prejuicio de creer, y hasta defender, aquello que beneficia a los suyos, con independencia de los hechos concretos, y negar, y repudiar, todo lo que les perjudique. Esas son las líneas rojas, esencia fundamental de la polarización. Se aparta al que piensa distinto, al que no comparte la bandería, sin más consideración que ese sentimiento gregario o pasional, más fuerte y determinante que la ideología.

Pedro Sánchez
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