Matacán
Por
Felipe, Zapatero y el 'cesanchismo'
El PSOE se ha convertido en una estructura monolítica, unipersonal, y, por tanto, indivisible
Solo lo que es complejo puede descomponerse, por eso el Partido Socialista no va a romperse. Esa certeza la tenemos desde hace tiempo y, a medida que pasan los años y se agravan las circunstancias, solo encontramos nuevas demostraciones para afirmarlo, como veremos. Pero como marco general, conviene fijar previamente el camino recorrido para que el PSOE se haya convertido en una estructura monolítica, unipersonal, y, por tanto, indivisible. La uniformidad del discurso es un objetivo deseado por todas las fuerzas políticas de las democracias liberales, como la española, pero la unidad de criterio no puede ser el resultado de una imposición, sino del diálogo entre las partes, del debate y de la confrontación de ideas.
La uniformidad, como concepto, no debe entenderse nunca como la prevalencia en una organización política de un ser superior que impone la norma y la forma, que los demás aceptan sin más dudas que la intensidad y la periodicidad con las que deben replicar la orden recibida. Ha sido la degeneración del sistema de elecciones primarias la que ha eliminado los contrapesos tradicionales del PSOE para instaurar este modelo que algunos llaman “cesarista”, precisamente aquellos que promocionaron internamente la implantación de este modelo de organización interna. El resultado ha sido este Partido Socialista que contemplamos que, como siempre se ha defendido aquí, no va a romperse porque lo conduce un líder, Pedro Sánchez, que tiene el favor de la militancia que lo respalda y que nada le reclama. ‘Cesanchismo’, podríamos decir. Todo lo demás queda al margen.
La última demostración de la planicie ideológica en la que ha caído el PSOE nos la ha ofrecido un expresidente, José Luis Rodríguez Zapatero, que es, a su vez, quien más jalea y masajea a Pedro Sánchez, quien mejor lo defiende y quien más veces se ofrece para dar la cara por él, aun en las peores circunstancias. Por ese motivo ha sido tan desalentador que Rodríguez Zapatero haya rechazado la oferta de un debate con Felipe González, como le propuso, astutamente, el periodista, y compañero, Carlos Alsina en Onda Cero. La idea de Alsina, que González aceptó al instante, era la de promover en la radio una charla entre los dos en la que pudieran debatir, y confrontar, las razones que hacen que, por ejemplo, uno defienda la ley de amnistía y el otro la rechace. Los dos son socialistas, por encima de todo, han sido presidentes y secretarios generales del PSOE, representan a generaciones y etapas distintas de la vida española, con lo que, si más, resultaría apasionante que pudieran discutir y rebatir las ideas del otro o, por el contrario, aceptarlas y alcanzar un acuerdo. Pero no.
Zapatero ha declinado la oferta del periodista porque, según desveló el propio Alsina, “su forma de entender el compromiso con el Partido Socialista le lleva a no polemizar con compañeros y menos aún con quien comparte la doble condición de ex secretario general y expresidente del Gobierno”. Hay un tono implícito de displicencia, incluso de una condescendencia que roza lo humillante, pero, como todo esto son apreciaciones subjetivas de quien suscribe, centrémonos en lo que nadie podrá negar: las razones de Zapatero para no debatir con Felipe González serían comprensibles si ese debate se hubiera producido en los órganos del partido. En tal caso, podemos entender que dos exdirigentes como ellos no quieran trasladar a la calle las disputas internas. Pero, es que no ha sido así, sino al contrario, de forma que la única posibilidad que podía tener una persona como Felipe González de rebatir y confrontar las ideas de otro socialista es en un programa de radio, porque el partido de ambos, el PSOE, ha descartado y eliminado todo debate interno.
El comité federal del PSOE, como es sabido, es un órgano compuesto a la medida de su líder -también eso cambió con la degeneración de las primarias-, pero aun así sigue siendo “el máximo órgano entre congresos”, como dicen los estatutos, con competencias exclusivas en el seguimiento y control de la acción del Gobierno y en la determinación de las alianzas electorales. El último comité federal que se ha celebrado fue hace justo dos meses, el 24 de abril, y todo el mundo lo recordará porque no ha existido nada igual en la historia centenaria del PSOE. Unos días antes, Pedro Sánchez hizo pública aquella carta en la que amenazaba con dimitir, porque un juez había aceptado investigar a su mujer, y el PSOE reunió al comité federal para que, uno por uno, sus integrantes más destacados fueran desfilando delante de los micrófonos para alabar, implorar y elogiar a su líder. Pedro Sánchez ni siquiera asistió a la reunión…
Pues bien, desde entonces han pasado en España unas elecciones catalanas y unas europeas; las elecciones vascas se celebraron un poco antes, igual que las gallegas. El Congreso ha aprobado la ley de amnistía y el secretario de organización del PSOE sigue negociando su aplicación, fuera de España, con quienes se fugaron de la Justicia. En todas esas circunstancias, el PSOE, como partido, no ha existido; ni siquiera ha reunido a sus principales órganos para revestir todo lo anterior de, al menos, una apariencia estética de democracia interna.
Las elecciones primarias, implantadas hace dos décadas con la intención de abrir el partido a la sociedad, son las que, paradójicamente, han acabado constituyendo el modelo de organización más cerrado y excluyente; el modelo perfecto para quien, en vez de promover el debate y la diversidad interna, lo que busca es aniquilarlas para fortificar su liderazgo. Uno de los principales ideólogos del PSOE de los primeros años de la democracia, el gaditano Ramón Vargas Machuca, acabó admitiendo abiertamente su error: “Me equivoqué. Me guiaba una buena intención; una más de las que el infierno está empedrado. Pedro Sánchez es hoy un caso paradigmático de cesarismo y caudillismo”, como dijo en El Confidencial.
Lo tienen claro, pero ni Vargas Machuca, ni Felipe González, ni Javier Lambán, ni García-Page, ni Cándido Méndez, ni Alfonso Guerra… Ninguno de ellos va a abandonar el PSOE, ni va a caer en el inmenso error de querer fundar un partido alternativo. Fuera de esas siglas, no hay nada que ampare a la socialdemocracia. El último que lo ha intentado ha sido ese partido que se presentó, con apoyos nada despreciables, como alternativa a este PSOE de Pedro Sánchez. ¿Saben cuántos votos ha sacado en las elecciones europeas Izquierda Española, que es como se llamaba ese partido? Exactamente 32.717 votos, casi cinco veces menos que el Partido Animalista, que tampoco ha obtenido ningún diputado. De modo que, reafirmémonos en lo dicho, el destino del PSOE será uno u otro, pero lo que no va a ocurrir es que se rompa. N. O.
Solo lo que es complejo puede descomponerse, por eso el Partido Socialista no va a romperse. Esa certeza la tenemos desde hace tiempo y, a medida que pasan los años y se agravan las circunstancias, solo encontramos nuevas demostraciones para afirmarlo, como veremos. Pero como marco general, conviene fijar previamente el camino recorrido para que el PSOE se haya convertido en una estructura monolítica, unipersonal, y, por tanto, indivisible. La uniformidad del discurso es un objetivo deseado por todas las fuerzas políticas de las democracias liberales, como la española, pero la unidad de criterio no puede ser el resultado de una imposición, sino del diálogo entre las partes, del debate y de la confrontación de ideas.
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