Matacán
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El CIS de Tezanos y el racismo de izquierdas
Debemos asumir, como principio general, que la inmigración es una obligación ética y constitucional de nuestras democracias, pero al mismo tiempo supone un problema
El racismo no nace, se engendra. Y esa máxima de las sociedades de nuestro tiempo es, justamente, de la que nunca consigue enterarse la izquierda, sobre todo esta gauche divine que ocupa las direcciones políticas en la actualidad, esta izquierda de salón fabricadora de discursos endogámicos y sectarios. El racismo que debe preocuparnos es el que convierte a los barrios obreros de media Europa en bastiones de la extrema derecha, no el que habita en núcleos radicales de extrema derecha.
Hay que combatirlos, claro; en cada ocasión que se presente, nuestra obligación será desenmascararlos con datos, poner en evidencia sus mentiras, condenar sus prácticas y advertir de los peligros. Lo que se quiere decir es que esos líderes populistas siempre van a existir, como los grupos neonazis, fascistas de brazo en alto, pero en un sistema democrático como el nuestro, en una sociedad del Bienestar como esta, lo normal es que no trasciendan jamás de grupúsculos ruidosos y testimoniales, si se comparan con el conjunto del país. La preocupación mayor debe centrarse en los cambios sociales inesperados, que pueden parecernos incluso inexplicables, que son los que convierten en opciones de gobierno reales, posibles, a los movimientos populistas antisistema que deberían ser marginales.
En esta cuestión, por fortuna, España es uno de los países más normalizados y estables de la Unión Europea, porque más del 60 por ciento de los ciudadanos se inclinan en las elecciones generales por los dos partidos mayoritarios que, hasta ahora, se han alternado en el Gobierno. Nada que ver con tantos países de la Europa central, en los que esas opciones de populismo ultra afrontan las elecciones con posibilidades de gobernar, porque se trata de las fuerzas políticas más pujantes de la actualidad. Esa no es la situación de la sociedad española, como decimos, pero si no se atiende, de forma adecuada, el significado profundo de la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), no existe ningún motivo para no temernos que, más pronto que tarde, nos encontraremos en la misma situación.
Lo que ha revelado la última encuesta del CIS es que, cuando se les pregunta a los españoles cuál es su mayor preocupación, la mayoría afirma que es la inmigración. La contestación mayoritaria es muy llamativa, reveladora, porque esos mismos ciudadanos cambian de respuesta cuando se les pide, a continuación, que enumeren los problemas que más le afectan a ellos, personalmente. Y resulta que, entonces, la inmigración se cae hasta el quinto lugar porque los problemas personales que cada uno de ellos identifica son el paro, la sanidad o la educación, y la carestía de la vivienda. Es decir, sin que la inmigración afecte directamente a la mayoría de los españoles, es, sin embargo, lo que más les preocupa. ¿Cómo es posible? ¿Es una contradicción, una paradoja? ¿O, por el contrario, nos desvela el racismo latente de los españoles?
El primer gran error que se comete es, precisamente, el que conlleva la explicación más elemental: el de pensar que el sustrato racista de la sociedad española va en aumento porque está calando la lluvia fina de la extrema derecha. Ese es el razonamiento que se ha podido oír, sobre todo en dirigentes de izquierda, cuando se ha preguntado al respecto. Pero ¿es así, en realidad? ¿Los españoles somos más racistas? Podríamos comenzar a confrontar estudios y estadísticas sobre el racismo en España en comparación con otros países desarrollados, pero eso no nos lleva a ninguna conclusión taxativa.
Ni siquiera es posible establecer porcentajes incontestables sobre el racismo en la sociedad española, con lo que las conclusiones siempre serán dispares. Además, ¿de qué serviría concluir que el racismo crece y crece en España sin tratar de remediarlo, preguntándonos por los motivos? Para muchos, la solución siempre es el cordón sanitario, como si quisieran aislar a un sector de la sociedad, pero ya deberíamos saber que esa medida no conduce a la solución de nada, sino a su agravamiento. Antes que la condena, la comprensión del fenómeno. Sí, comprensión, que no tiene nada que ver con la aceptación de nada.
Se trata de saber por qué una mayoría de los españoles coloca a la inmigración en el primer lugar de sus preocupaciones, aunque no les afecte directamente. Y aventurarnos a encontrar respuestas que se salgan de las cuatro frases repetidas sobre la inmigración. Lo primero que, quizá, debemos asumir, como principio general, es que la inmigración es una obligación ética y constitucional de nuestras democracias, pero al mismo tiempo supone un problema. Sí, una obligación y también un problema. Si no se abordan esos dos aspectos de forma simultánea, es cuando se producen desequilibrios que provocan los brotes de racismo inesperados.
Quiere decirse que lo primero que tiene que cambiar es el discurso político y comenzar a incluir mensajes que, además de remarcar la obligación humanitaria que tenemos con la inmigración, incluyan referencias directas a los problemas y las inquietudes de nuestra sociedad. ¿Debe hablarse de seguridad? Por supuesto, porque tan cierto es que los problemas de seguridad de la sociedad española no los provocan los inmigrantes, y mucho menos los menores inmigrantes, —esa patraña que abona Vox, de forma miserable—, como que hay barrios completos en grandes ciudades en los que el hacinamiento de inmigrantes, muchos de ellos ilegales, provoca esa sensación de inseguridad en los vecinos.
¿También hay que hablar de identidad? Sin ninguna duda, de identidad cultural, identidad social, porque como dice Cándido Méndez, referente de sindicalismo y de socialismo, en España se está produciendo un peligroso deshilachamiento de identidad nacional, de rasgos comunes, de cohesión, y esa deriva provoca temores exponenciales con solo contemplar imágenes de llegada masiva de inmigrantes, como las producidas este verano.
¿Y de empleo, de futuro, de posteridad, también debemos hablar? Por supuesto, porque en el origen de todo malestar social está el empobrecimiento de una sociedad, como está ocurriendo en la española, que ya acumula más de dos décadas de caída progresiva de las rentas familiares. La comparación estadística con nosotros mismos, sin necesidad de compararnos con otros países, es terrible: la renta disponible per cápita de 2023 fue de 19.200 euros, una cifra idéntica a la de 2004, mientras que la inflación acumulada en ese periodo supera el 53 por ciento.
Sostienen los politólogos que determinadas posiciones ideológicas se mantienen hasta que las crisis las desbordan, con lo que si un partido político no es capaz de adaptarse a esos cambios, acaba sucumbiendo, desapareciendo. Líderes socialdemócratas de todo el mundo, como daneses y canadienses, que son los últimos referentes, están cambiando su discurso para incluir los aspectos que se ignoran, por incómodos o por simple dogmatismo. Es un gravísimo error. Por esa razón, ese último CIS de Tezanos tendría que leerlo el Gobierno español, como una advertencia de cómo se alimenta el racismo desde la izquierda.
El racismo no nace, se engendra. Y esa máxima de las sociedades de nuestro tiempo es, justamente, de la que nunca consigue enterarse la izquierda, sobre todo esta gauche divine que ocupa las direcciones políticas en la actualidad, esta izquierda de salón fabricadora de discursos endogámicos y sectarios. El racismo que debe preocuparnos es el que convierte a los barrios obreros de media Europa en bastiones de la extrema derecha, no el que habita en núcleos radicales de extrema derecha.
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