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La mayor tragedia y el mayor ridículo progresista
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Javier Caraballo

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La mayor tragedia y el mayor ridículo progresista

La obsesión por permanecer en el poder es tan grande, son tantas las líneas rojas que se han traspasado, que ni siquiera una tragedia enorme como la de las lluvias torrenciales del Levante español logran restablecer los niveles mínimos de moralidad

Foto: El Congreso reúne a la Junta de Portavoces para suspender el pleno. (EFE/Chema Moya)
El Congreso reúne a la Junta de Portavoces para suspender el pleno. (EFE/Chema Moya)
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El deterioro político describe episodios de crueldad con el político que se despeña en caída libre. Crueldad autoinfligida, porque hablamos de dirigentes políticos, y hasta de organizaciones, que han perdido el norte, que tienen averiado el oremus, que no saben siquiera dónde están de pie. Uno de esos episodios de autolesiones políticas es el que acabamos de vivir con el absurdo empeño del grupo parlamentario del PSOE y de sus socios de Gobierno de mantener la votación del control político de la RTVE, a pesar de que toda la actividad parlamentaria se había suspendido por un elemental sentido de respeto a las decenas y decenas de muertos que se estaban sacando del fango en Valencia.

No hay muchos episodios de estupidez parlamentaria, de frivolidad y de absurdo que puedan superar una decisión así, se supone que ordenada por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, por la sencilla razón de que no es posible pensar que una política mediocre como Francina Armengol, presidenta del Congreso, adopte esa decisión sin la autorización del líder máximo, al que llaman “el uno”. Una de las mayores tragedias naturales de la historia de España en el último siglo y el mayor ridículo parlamentario en mucho tiempo, protagonizado por la autodenominada ‘mayoría progresista’, que sólo se muestra como tal mayoría cuando hace piña para defender sus propios intereses, al margen de los intereses del país al que representan, como acabamos de ver. Nunca el concepto de progresismo estuvo tan manoseado por personajes ajenos a todo progreso, toda solidaridad, toda sensibilidad social.

Cualquiera se ruboriza con sólo imaginarse a un tipo como Óscar López, el ministro de no se sabe qué, repitiendo su bla, bla, bla en la tribuna del Congreso, o en los corrillos de periodistas de los pasillos. “Este será el consejo más plural de la historia de la televisión pública”, como ha venido repitiendo sin atisbo alguno de que la trola pueda provocarle el sonrojo. El ministro hacía su discurso mientras los servicios de emergencia iban elevando el número de muertos y de desaparecidos cada hora que iba pasando. ¿Puede alguien pensar que el interés de un solo español, al margen de esa mayoría endogámica que protege al Gobierno, podía estar en ese momento en la composición del consejo de administración de la RTVE? Todavía podría discutirse la urgencia parlamentaria si se hubiera tratado de otro tema, unas ayudas extraordinarias que podrían caducar si no se tramitan o una ley de reformas sociales que lleva tiempo negociándose y que esperan varios colectivos marginales, pero ¿la ocupación política de la televisión pública? ¿Cómo es posible que toda la actividad parlamentaria se suspenda menos ese punto, precisamente ese punto del orden del día? Hizo bien el presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, cuando comunicó que sus diputados abandonaban el salón de plenos para no participar de esa infamia, “esa bajeza moral”, como dijo.

La política necesita constantemente de mensajes, de imágenes, que transmitan la cercanía de los responsables públicos hacia los intereses y problemas de los ciudadanos. Un afamado político catalán de finales del siglo XIX, Francisco Pi y Margall, presidente del Gobierno en la Primera República, solía decir que “las convicciones políticas son como la virginidad, una vez perdidas, no vuelven a recobrarse”. Al Gobierno de Pedro Sánchez, y a la falsa mayoría progresista en la que se apoya, es precisamente lo que le ocurre. La obsesión por permanecer en el poder es tan grande, son tantas las líneas rojas que se han traspasado que ya, ni siquiera una tragedia enorme como la de las lluvias torrenciales del Levante español logran restablecer los niveles mínimos de moralidad.

La moral pública y sentido común arrasados por la insensatez y la insensibilidad. Porque no se trata de la incidencia en sí que pueda tener el hecho de mantener uno de los puntos del orden del día del pleno del Congreso, sino de lo que representa ese acto. Se trata de la imagen que se envía a los ciudadanos, que es de lo que se trata: todo se puede suspender, todo se debe aplazar como gesto de solidaridad y de respeto a la tragedia, menos el reparto de sillones en la televisión, con más cargos y más sueldos a dedo para todos los que se comprometan a apoyar al Gobierno de Pedro Sánchez. Por supuesto que votar o no votar la reforma de la RTVE no afecta en nada, ni a favor ni en contra, a las consecuencias devastadoras de la tragedia que estamos viviendo. No se trata de eso, obviamente, la gravedad de esa decisión radica en la imagen egoísta, endogámica, que se transmite, completamente alejada del interés general, del sentir y del dolor de tantos cientos de personas que buscaban a los desaparecidos.

“¡Matilde ha sobrevivido!”, me escribió exaltada una colega, a media mañana, al conocer que su amiga valenciana había sobrevivido. Su marido, José, estuvo intentando localizarla desde la tarde anterior, cuando todo se desbordó y el cielo se desparramó violentamente con una tormenta desconocida. Su casa, como todo el barrio, desapareció de pronto entre las aguas. Sólo se divisaba el tejado, repeliendo las olas de agua enfangada que lo engullían todo. José llamaba insistentemente a su mujer, pero el teléfono no respondía. Horas y horas de angustia compartida por miles, en la misma situación ante un amigo desaparecido, un hermano, una vecina… Hasta que llega un mensaje. “Gracias a Dios, Matilde pudo salir de su casa y la acogieron unos vecinos. Está herida por los golpes que se dio contra las paredes, luchando para no ser arrastrada por el agua, en su propia casa. Pero lo importante es que está viva”, decía el mensaje.

Pensaba en ese horror y, a medida que crecía la angustia y aumentaban las cifras de muertos, regresaba de nuevo, mentalmente, al Congreso de los Diputados, a imaginarme, como decían las crónicas, al ministro Óscar López felicitándose por el decretazo que iban a aprobar, y a sus socios de Bildu, de Esquerra o de Sumar, celebrando sus nuevos cargos remunerados en una televisión que nada les importa. Y la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, por su cuenta, advirtiendo a los empresarios de Valencia, anunciando inspecciones de trabajo, como si hubiera un solo precedente de denuncia o de negligencia en las decenas de muertos que ya se han contabilizado. “Hago un llamamiento a respetar la legalidad y a preservar la vida de los trabajadores”, dijo con la irresponsable inconsciencia de quien no calcula que, con sólo decirlo, ya está tachando de sospechosos a los empresarios valencianos.

Esta es la pendiente de la que hablamos, el despropósito de quien vive ajeno y ha perdido todo el contacto con la realidad. Incluso cuando en España se produce una de las mayores catástrofes naturales, la mayor gota fría en un siglo. En el peor momento, la mayor evidencia de la completa ausencia de principios en este momento absurdo de la política española.

El deterioro político describe episodios de crueldad con el político que se despeña en caída libre. Crueldad autoinfligida, porque hablamos de dirigentes políticos, y hasta de organizaciones, que han perdido el norte, que tienen averiado el oremus, que no saben siquiera dónde están de pie. Uno de esos episodios de autolesiones políticas es el que acabamos de vivir con el absurdo empeño del grupo parlamentario del PSOE y de sus socios de Gobierno de mantener la votación del control político de la RTVE, a pesar de que toda la actividad parlamentaria se había suspendido por un elemental sentido de respeto a las decenas y decenas de muertos que se estaban sacando del fango en Valencia.

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