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La corrupción moral del Gobierno
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Javier Caraballo

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La corrupción moral del Gobierno

La gravedad de esta etapa es la normalización y aceptación de conductas corruptas, aplaudidas, defendidas o, simplemente, ignoradas

Foto: El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (c), posa en la foto de familia con la nueva Ejecutiva del PSOE, aprobada en el 41º Congreso Federal. (Europa Press/Eduardo Parra)
El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (c), posa en la foto de familia con la nueva Ejecutiva del PSOE, aprobada en el 41º Congreso Federal. (Europa Press/Eduardo Parra)
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La fase terminal de la corrupción política es la corrupción moral de la sociedad. Esa es la etapa que estamos viviendo en España, como ha venido a demostrarnos el reciente Congreso del PSOE en Sevilla, del que nada relevante cabía esperar, como ya aventuraba la delirante ponencia marco que declaraba a España un país modélico en crecimiento y al PSOE, como un referente internacional de los partidos socialdemócratas. Pero nada de eso debe llamarnos la atención, porque la política de partido está hecha con estas citas periódicas de aclamación y de eslóganes vacíos, como bálsamos y ungüentos para masajear al líder.

La gravedad de esta etapa de Gobierno la encontramos en la normalización y aceptación de las conductas corruptas, sentenciadas así en condenas firmes, y en aquellas otras que han sido descubiertas y se encuentran en fase de instrucción. Es la ovación atronadora a los presidentes socialistas de Andalucía, por el hecho de haber sido condenados por el mayor fraude público cometido en España, y a la esposa del presidente del Gobierno, por estar investigada con motivo de su desempeño profesional utilizando medios públicos. La corrupción moral está en el aplauso, que es el que tributan los delegados que van a esos congresos y que encuentran el eco inmediato en medios de comunicación y en las redes sociales. Ser socialista en la actualidad supone la defensa de los condenados o investigados por corrupción; ser de izquierdas en este momento implica la ignorancia, o la tolerancia, de los hechos cometidos por ellos porque se impone el bien común del poder. La simetría que se produce entre un determinado estilo de gobierno y la sociedad que lo respalda es la que genera este estado de corrupción moral. En sentido inverso, quienes se mantengan firmes ante las actitudes corruptas serán vistos como agentes amenazantes del statu quo de poder que han construido y defienden ciegamente.

El poder sin ética es una forma de corrupción, como se viene repitiendo desde la antigüedad. En algunos de los tratados sobre la ética pública se recoge que, en la antigua Grecia, se preguntaban qué era mejor, si el gobierno de los hombres o el de las leyes. Es evidente, se contestaban, que las leyes son buenas cuando benefician a la comunidad, siempre que los hombres las respeten y las hagan cumplir, pero ante la evidencia de que las leyes no se respetaban, la respuesta a la pregunta era que el ideal está en contar con hombres buenos que actúen correctamente, que respeten las leyes y las hagan cumplir. De estas reflexiones, elementales, virginales, se ha ido construyendo a lo largo de los siglos la ética política que, sorpresivamente, comienza a abandonarse cuando más evolucionadas están las democracias, en pleno siglo XXI.

La fascinación del poder se extiende como nunca antes, ajena a la realidad y a los propios principios deontológicos de muchos profesionales, fuera de la política pero ensimismados con la defensa del líder. Podemos pensar en la sorprendente ofensiva de algunos medios de comunicación que, abiertamente, se proclaman defensores del Gobierno de Pedro Sánchez y se mofan de aquellos otros que defienden una información veraz, basada en hechos, sin anteponer al beneficio o el daño que pueda causarle a los partidos o dirigentes que se vean afectados. Hoy encontramos en la prensa española a periodistas y medios, como ocurría hace unos días en el diario El País, que pretenden burlarse de un medio como El Confidencial, al que identifican con una “apología de la neutralidad equidistante y objetiva”. En esos medios, para esos periodistas, siempre será más creíble la falsedad repetida por el Gobierno que la evidencia que se pone delante de sus ojos. Cambiar principios por servilismo debe resultarles muy rentable y reconfortante, según.

Foto: Juan Lobato llega al Tribunal Supremo. (Europa Press/Eduardo Parra)

La perversión profesional, en esta corrupción moral de la que hablamos, es mucho más grave cuando se refiere a una institución como el Ministerio Fiscal, que por primera vez en la historia tiene a su máximo representante, el fiscal general del Estado, acusado de saltarse la ley para defender al Gobierno que lo ha nombrado. De una forma sorprendente, todavía hoy, cuando la causa ya ha prosperado y se ha ampliado con otras evidencias -como el reciente episodio del exdirigente socialista Juan Lobato-, todavía hoy, se sigue repitiendo que el fiscal general del Estado actuó correctamente porque su obligación era la de desmentir un bulo, el que circuló en defensa del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid, encausado por un fraude fiscal.

Produce perplejidad que se siga manteniendo esa defensa ciega, incapaz de considerar que, aunque ese fuera el objetivo, desmentir un bulo, lo que nunca puede hacer un fiscal general del Estado es saltarse la ley. Eso, sin considerar lo elemental: que ese señor particular -defraudador, pero particular- adquiere notoriedad pública cuando desde la Moncloa se busca contrarrestar las informaciones de El Confidencial sobre Begoña Gómez. Bien debe saber el fiscal general del Estado cuál ha sido la secuencia que lo ha llevado al banquillo: sin el caso Koldo no conoceríamos a Víctor de Aldama; sin Víctor de Aldama, no conoceríamos los negocios particulares de Begoña Gómez; sin Begoña Gómez no conoceríamos al novio de Díaz Ayuso; sin el novio de Díaz Ayuso no estaría el fiscal general acusado de revelación de secretos.

Ayer mismo, en un acto en Bilbao, el fiscal general defendió que el Ministerio Fiscal es y debe ser “la vanguardia de la política criminal que nos debe llevar a los espacios que decidan los ciudadanos con los votos o el legislador con sus propuestas legislativas”. Ya ven el desvarío, porque el espacio en el que tienen que estar los fiscales está delimitado con mucha precisión constitucional, linda, por una parte, con la legalidad y, por la otra, con la imparcialidad. Legalidad e imparcialidad. No hay más, no existe una vanguardia judicial de mayorías parlamentarias, aunque estas no cumplan la ley en sus propuestas o con sus actos. Aplaudirlo, defenderlo o ignorarlo forma parte de este estado de corrupción moral que atravesamos.

La fase terminal de la corrupción política es la corrupción moral de la sociedad. Esa es la etapa que estamos viviendo en España, como ha venido a demostrarnos el reciente Congreso del PSOE en Sevilla, del que nada relevante cabía esperar, como ya aventuraba la delirante ponencia marco que declaraba a España un país modélico en crecimiento y al PSOE, como un referente internacional de los partidos socialdemócratas. Pero nada de eso debe llamarnos la atención, porque la política de partido está hecha con estas citas periódicas de aclamación y de eslóganes vacíos, como bálsamos y ungüentos para masajear al líder.

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