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El peor día del Papa Francisco y el lobby gay
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Javier Caraballo

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El peor día del Papa Francisco y el lobby gay

Comenzó atacando con dureza al mayor poder fáctico del Vaticano y acabó sucumbiendo con la condena de su brazo derecho, el cardenal Pell

Foto: Religiosos durante el funeral del Papa, en la plaza de San Pedro. (Europa Press/Lorena Sopêna)
Religiosos durante el funeral del Papa, en la plaza de San Pedro. (Europa Press/Lorena Sopêna)
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Paletadas de luminarias, ministriles y campanudos han caído sobre la tumba del Papa Francisco como una lluvia de elogios y de desprecios propios del sectarismo y la intolerancia que caracteriza a ese tiempo. Frente al elogio mayoritario que le reconoce a Bergoglio los avances durante su Pontificado, aparecen los engolados que se han lanzado con sus azotes campanudos para reducirlo al rasero de ‘Papa woke’ o ‘Papa bolivariano’, pero no hay que prestarles atención porque siempre dicen lo mismo. El debate más serio nos coloca ante los progresos y las limitaciones de un Pontificado como este para el objetivo mayor de la Iglesia Católica, como institución milenaria, de ir adaptándose a los tiempos sin modificar sus verdades absolutas, los dogmas de fe que atraviesan los siglos.

"La fe y la razón (fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad", como se dice en la famosa Encíclica de Juan Pablo II. Por esa razón, debemos entender que todo cambio interno, sobre todo muchos de los que afectan a la moral, se producen sin grandes convulsiones, paulatinamente, y se asientan con la firmeza del paso de los años. Desde Juan XXIII hasta el Papa Francisco se traza una línea en la que se aprecia claramente la evolución que se ha seguido desde la Iglesia del boato y la ostentación de hace doscientos años hasta la Iglesia sencilla de estos días. Para determinar los avances de la Iglesia impulsados por el Papa Francisco debería bastarnos la constatación de que, por ejemplo, su legado está siendo discutido por quienes censuran que haya apoyado demasiado a los colectivos homosexuales y quienes le reprochan que los haya respaldado poco. Lo mismo que se puede decir de los avances en el papel de la mujer en la Iglesia y del feminismo. O del divorcio.

Es evidente que la Iglesia católica tendrá que seguir dando pasos en la dirección subrayada por Francisco, pero admitamos que su legado no se puede examinar como un absoluto, un compartimento estanco, aislado en el tiempo. Bergoglio, de hecho, es fruto de un impulso anterior, el de Ratzinger, aunque en el análisis binario y banal que se le aplica al Vaticano para muchos el primero es la extrema izquierda y el segundo, la extrema derecha. Podemos fijarnos en uno de los asuntos más controvertidos y difíciles que han tenido que afrontar ambos y que, quizá, determina la renuncia de Benedicto XVI y la llegada de Francisco: el lobby gay. El primero que reconoce la existencia de un lobby gay en el Vaticano es Ratzinger, el único Papa que, por su renuncia, pudo hacer un balance de su propio Pontificado, pasados los años.

Lo hizo en un libro de entrevistas, Últimas conversaciones, publicado en 2016, en el que desveló que estaba formado por cuatro o cinco personas y que él mismo se enfrentó a ese grupo de presión y logró anularlo. Pero ¿realmente fue así? ¿Y qué es exactamente el lobby gay? Se le denomina así, pero no tiene nada que ver con una supuesta defensa de los homosexuales en la Iglesia, ni nada que se le asemeje. Se trataría de un grupo de presión, un lobby de intereses y privilegios económicos. Un poder fáctico de gran influencia. Tras Benedicto XVI, también el Papa Francisco se refirió a ese lobby gay. En junio de 2013 se filtró el contenido de una reunión privada con representantes de la Confederación Latinoamericana y Caribeña de Religiosas y Religiosos en la que dijo: "En la Curia hay gente santa, de verdad, hay gente santa. Pero también hay una corriente de corrupción, también la hay, es verdad. Se habla del 'lobby gay', y es verdad, está ahí. Hay que ver qué podemos hacer".

Foto: El féretro con el cuerpo de Francisco, en la ceremonia de la plaza de San Pedro (EFE/Darek Delmanowicz)

Lo que hizo el Papa Francisco, ese mismo año, fue nombrar a una persona con enorme poder para ejecutar sus planes. Bergoglio designó al obispo de Melbourne, el cardenal George Pell, como prefecto del Secretariado de Economía, un cargo de nueva creación que tenía como objetivo acabar con los escándalos en torno a las finanzas del Vaticano e iniciar una etapa de transparencia y austeridad. El cardenal Pell tenía fama de implacable, el ‘cardenal Rambo’ dicen que lo apodaban, y ejerció con firmeza como ‘brazo derecho’ del Papa Francisco, la tercera autoridad de la Santa Sede, en una de sus reformas más importantes. El ‘cardenal anticorrupción’ del Papa Francisco tenía que levantar muchas alfombras, pisar muchos callos, acabar con muchos privilegios… Y lo hizo hasta que todo se derrumbó de la peor forma: lo detuvieron por abusos sexuales.

En junio de 2017 la policía de Australia presentó una acusación contra el cardenal Pell por pederastia y, un año más tarde, fue condenado a seis años de prisión por cinco delitos de abuso sexual, uno de ellos por penetración oral. ¿Fue casualidad o algunos poderes fácticos del Vaticano fueron los que estaban detrás de aquella denuncia, como advertencia al Papa Francisco del riesgo que estaba corriendo? En el año 2020, el Tribunal Supremo de Australia anuló la condena por unanimidad al prevalecer "el beneficio de la duda razonable" en favor del cardenal Pell. En todo caso, lo que nadie puso, ni pone en cuestión, es que la Iglesia de Australia ha sido uno de los mayores focos de abusos sexuales de menores por parte de los sacerdotes. En algunos informes e investigaciones se llegó a cifrar en casi 5.000 los casos de abusos conocidos.

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La brutal paradoja, por tanto, consistía en esa realidad, que una de las personas de más confianza del Papa Francisco para acometer una de sus grandes reformas, la financiera, acabara condenado por su implicación en el otro gran problema que quería resolver, la pederastia. Al poco de conocerse la sentencia, el Papa volvió a arropar al cardenal australiano desde el Vaticano: "En estos días de Cuaresma hemos visto la persecución que sufrió Jesús y cómo los doctores de la ley se ensañaron contra él: fue juzgado con saña, con ensañamiento, siendo inocente. Me gustaría rezar hoy por todas las personas que sufren un juicio injusto por el ensañamiento".

Antes y ahora hay quien interpreta que esas palabras de Francisco iban dirigidas a los muchos enemigos de las reformas que emprendió en el Vaticano, entre ellos el ‘lobby gay’, y que todo lo ocurrido con el cardenal Pell, aún sin negar la realidad de pederastia de la Iglesia australiana, supuso una contundente demostración de poder de esos grupos fácticos. ¿Estamos ante una vendetta o, por el contrario, ese episodio revela la resistencia del Papa Francisco a aceptar una realidad de abusos que decía combatir? Llegará un nuevo Papa y a nadie podrá extrañarle que se desvelen algunos secretos de la detención del hombre de confianza de Bergoglio que, sin duda, habrá sido el peor día de Francisco en el trono de San Pedro.

Paletadas de luminarias, ministriles y campanudos han caído sobre la tumba del Papa Francisco como una lluvia de elogios y de desprecios propios del sectarismo y la intolerancia que caracteriza a ese tiempo. Frente al elogio mayoritario que le reconoce a Bergoglio los avances durante su Pontificado, aparecen los engolados que se han lanzado con sus azotes campanudos para reducirlo al rasero de ‘Papa woke’ o ‘Papa bolivariano’, pero no hay que prestarles atención porque siempre dicen lo mismo. El debate más serio nos coloca ante los progresos y las limitaciones de un Pontificado como este para el objetivo mayor de la Iglesia Católica, como institución milenaria, de ir adaptándose a los tiempos sin modificar sus verdades absolutas, los dogmas de fe que atraviesan los siglos.

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