¿De verdad ha llegado a pensar la vicepresidenta que la clase trabajadora española está indignada por la condena del fiscal general y dispuesta a salir a la calle para impedirlo?
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. (EFE/EPA/Olivier Hoslet)
La vicepresidenta Yolanda Díaz se ha sometido a sí misma a una prueba de liderazgo y ha obtenido de nota un suspenso con humillación. Su poder de convocatoria se reduce a una gigantesca manifestación fantasma, y no hay en política nada más aterrador que el silencio que envuelve las grandes invectivas. Nadie se repone del vacío ambiental, que se lleva las palabras encendidas tropezando entre ellas, en un eco menguante. Ningún orador, y mucho menos un líder político, o alguien que pretenda serlo, puede sobrevivir al ridículo de verse solo en una tribuna, sin conmover ni a las plañideras. El Tribunal Supremo hizo público su fallo condenatorio de Álvaro García Ortiz, por revelación de secretos siendo fiscal general del Estado, y a la líder de Sumar le pareció algo tan grave que suponía "un punto de inflexión" en la democracia española.
Por eso convocó a la ciudadanía, especialmente a las gentes de izquierda, a salir a las calles a manifestarse, a organizar concentraciones y actos de protesta: "Le pido a los ciudadanos y ciudadanas que agarren la democracia con sus manos y que salgan a defender, no al Gobierno de España, sino los derechos de la gente trabajadora". Todo esto lo dijo la vicepresidenta de Pedro Sánchez durante varios días, a partir de que se conociera el fallo del Tribunal Supremo, el 20 de noviembre pasado, acaso alentada por las tibias concentraciones, en Madrid y en Santiago de Compostela, de varios centenares de personas, sobre todo amigos y correligionarios del condenado que salieron en su defensa. Pero aquello era como quien se acerca a un tanatorio para velar el cadáver de un fiscal general condenado e inhabilitado. "¡Ha dimitido hoy un hombre bueno, un grandísimo profesional, un hombre que es inocente!", proclamó, enfática, con ese tono de entierro.
Quizá pensó que aquello sólo era el principio de una oleada de protestas en toda España y, por esa razón, Yolanda Díaz decidió adelantarse a todos y liderar la gigantesca movilización que, según ella, estaba por llegar. Pero no. Como en aquel glorioso soneto cervantino, "fuese y no hubo nada". La invocación del famoso estrambote al ‘Túmulo del rey Felipe II en Sevilla", que es un canto irónico a la pomposidad, una burla a la impostada grandeza de lo efímero, es pertinente, además, para retratar la burbuja de autoconvencimiento en la que se ha instalado, desde hace años, una buena parte de la izquierda en España. ¿De verdad ha llegado a pensar, o acaso piensa, la vicepresidenta que la clase trabajadora española está indignada por la condena de García Ortiz y dispuesta a salir a la calle para impedir que ya no sea el fiscal general del Estado?
Como vivimos en un estado permanente de aturdimiento en España, de desnorte absoluto, la mera interpretación ya suponía "una extravagancia", como supo interpretar aquellos días un veterano dirigente sindical, pasmado con cuanto oía. Una delirante extravagancia como el diagnóstico de uno de los más pertinaces replicantes del sanchismo: "La pregunta no es si habrá reacción, sino cuán masiva será. Y si la indignación se convierte en energía política, el ‘efecto boomerang’ puede ser devastador", decía el replicante con el mismo ridículo ardor de autoengaño que la lideresa de Sumar.
Cuando contemplamos en toda Europa cómo crecen los partidos de extrema derecha en barrios que tradicionalmente estaban adscritos a la izquierda, siempre se plantean los mismos debates y la misma perplejidad. ¿Cómo es posible? También sucede en España, obviamente, sobre todo en grandes ciudades. Evidentemente, existen razones socialmente complejas que trascienden a los propios líderes nacionales, razones que tienen que ver con la época que vivimos, pero en el fondo de todo ello encontraremos siempre la simple desconexión del discurso político y las necesidades y deseos cotidianos de la población. "Durante mucho tiempo, era clave para los partidos de izquierda representar la identidad, intereses y preocupaciones de los trabajadores y otros asalariados, que eran capaces de canalizar en una política solidaria para la sociedad en su conjunto. Ya no es así", como explicaron dos sociólogos políticos de Berlín, Linus Westheuser y Thomas Lux, cuando analizaron hace un año el fenómeno que se está produciendo en Alemania. Si, tradicionalmente, la clase obrera y el voto a la izquierda eran equivalentes, esto ya ha dejado de ser necesariamente así, según los autores.
Yolanda Díaz, como representante de un sector importante de la izquierda, puede darle vueltas y vueltas a su menguante expectativa política y culpar de ello a todos los poderes fácticos del universo, a los oscuros rincones en los que se agazapa el franquismo o a las fuerzas reaccionarias de los tribunales; podrá seguir hilvanando discursos que le aplaudirán sus asesores y conmilitones, pero que se perderá en el eco de las sillas vacías. La aplaudirán los líderes sindicales, expertos igualmente en la convocatoria de eventos imposibles, como aquella huelga general que convocaron en apoyo a Palestina o las protestas contra el rechazo de la ley ómnibus, pero solo conseguirán movilizar a sus respectivos liberados.
El ‘punto de inflexión’ del que habla la vicepresidenta Yolanda Díaz es, desde hace tiempo, el que se describe en la gráfica electoral cóncava que cada vez los hace hundirse más. Que salga un momento al balcón de su ministerio y se asome a la calle para contemplar la manifestación fantasma que va gritando, indignada, el nombre del fiscal general condenado.
La vicepresidenta Yolanda Díaz se ha sometido a sí misma a una prueba de liderazgo y ha obtenido de nota un suspenso con humillación. Su poder de convocatoria se reduce a una gigantesca manifestación fantasma, y no hay en política nada más aterrador que el silencio que envuelve las grandes invectivas. Nadie se repone del vacío ambiental, que se lleva las palabras encendidas tropezando entre ellas, en un eco menguante. Ningún orador, y mucho menos un líder político, o alguien que pretenda serlo, puede sobrevivir al ridículo de verse solo en una tribuna, sin conmover ni a las plañideras. El Tribunal Supremo hizo público su fallo condenatorio de Álvaro García Ortiz, por revelación de secretos siendo fiscal general del Estado, y a la líder de Sumar le pareció algo tan grave que suponía "un punto de inflexión" en la democracia española.