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La Universidad se muere, ¿le importa a alguien?
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Carlos Sánchez

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La Universidad se muere, ¿le importa a alguien?

La incapacidad de la clase política a la hora de vertebrar debates de calado más allá de las obviedades de turno, puede explicar la desidia con

La incapacidad de la clase política a la hora de vertebrar debates de calado más allá de las obviedades de turno, puede explicar la desidia con que la opinión pública afronta la reforma de la Universidad. Los problemas se ven más como un asunto de orden público (ahí están los encierros en varias universidades contra el proceso de Bolonia) que como un reto que la sociedad tiene delante de sus narices. Y cuya importancia está a la altura de otras cuestiones que de nuevo escapan del debate parlamentario: el nuevo modelo de crecimiento económico o una reflexión serena y constructiva sobre si la estructura del Estado favorece la posición de España en un mundo globalizado.

En el interregno, y a la espera de que ese debate se haga realidad, lo cierto es que la Universidad se muere. Eso sí, lentamente y sin dar mucha guerra, lo cual produce todavía mayor sonrojo. La Universidad (pública y privada) ha dejado de cumplir ese papel relevante que tuvo antaño, y es obsoleta para dar respuestas a la sociedad del conocimiento, en última instancia el desafío que tienen ante sí los países desarrollados.

¿Quiere decir esto que la Universidad es peor que la sociedad española? No parece que esto sea así. Los estudios superiores son un fiel reflejo de lo que sucede en el país, con Bolonia o sin Bolonia. Simplemente, no han sido cuestionados en los últimos años con la intensidad que debiera porque la Universidad ha vivido -como el resto de la sociedad- de la inercia de los tiempos. Del largo periodo de prosperidad que ha significado para España dejar atrás la Dictadura. El problema es que ahora Universidad y sociedad se han encontrado con la despensa vacía. Se han comido todas las reservas. Y ahora la Universidad, como el propio país, se ve obligada a reinventarse con las urgencias que determinan las necesidades sociales. Nadie dudará de que el progreso económico de los últimos 30 años tiene poco que ver con las aportación de la universidad a al bienestar general.

No se trata de un fenómeno nuevo. Cada cierto tiempo, la Universidad se mira  ante el espejo, y si no lo hace, alguien lo hará por ella. El profesor Bricall, autor de un célebre informe sobre el sistema universitario español, recordaba que durante la Baja Edad Media, los artesanos fueron adquiriendo conocimientos técnicos de incalculable valor para la ciencia. Esta nueva realidad, sin embargo, no llegó a la Universidad escolástica medieval, inmersa en bizantinas discusiones de carácter filosófico y religioso.

Esta impermeabilidad respecto de la nueva realidad social fue lo que obligó a la burguesía y a la aristocracia más abierta a las nuevas ideas a crear establecimientos como la Academia Platónica de Florencia, la Academia de Ciencias francesa, la Royal Society británica o la Academia Lepoldina, instituciones que crecieron extramuros del campus universitario. Por primera vez, se producía un divorcio entre una universidad volcada en un doble sentido: la transmisión del saber tradicional y la formación de los funcionario del Estado, y unas nuevas clases emergentes que necesitaban de los avances técnicos. Como sostiene el profesor Bricall, la revolución científica (como ya ocurriera durante el Renacimiento) empezó a fraguarse al margen de los claustros.

Una herramienta burocrática

Y eso es, precisamente, lo que está ahora en juego. La Universidad corre el verdadero peligro de convertirse en una herramienta burocrática destinada exclusivamente a la expedición de certificaciones académicas al margen de las necesidades reales de la sociedad. Lo curioso es que se ha llegado a esta situación cuando hay un amplio consenso sobre los males que aquejan al enfermo, y que no tienen nada que ver con el proceso de Bolonia. En primer lugar, la ancestral endogamia del profesorado, que ha hecho florecer la mediocridad en facultades y escuelas universitarias, donde se cierran  las ventanas a cal y canto por miedo a que entre aire fresco en las aulas capaz de sacar del letargo a muchos docentes que viven en la indolencia más absoluta. Y, en segundo lugar, los problemas de financiación. Una vieja asignatura pendiente que nadie ha sido capaz de resolver, y para la cual hay solución.

La propia Comisión Europea ya señalaba hace media docena de años que la cooperación entre las universidades y el mundo industrial debía intensificarse a escala nacional y regional, en aras de lograr mayor eficacia en la innovación mediante la creación de nuevas empresas capaces de comercializar los trabajos de investigación. Un dato ilustra de lo que se está hablando. En estos momentos, tan sólo el 5% de las empresas innovadoras europeas considera que los centros de investigación públicos o privados vinculados a la universidad son útiles para su desarrollo competitivo.

Otra cifra refleja mejor que ninguna otra en qué medida la Universidad se ha convertido en un compartimento estanco sin ninguna ventilación. En 2000, tan sólo el 2,3% de los estudiantes europeos realizaba sus estudios en países distintos al suyo, y aunque la movilidad de los investigadores es algo mayor, continúa siendo irrelevante. La movilidad es, por lo tanto, un asunto crucial, sobre todo en países como España, donde el mapa universitario no ha crecido de forma coherente con el rigor académico y las demandas sociales, sino en correspondencia con la descentralización administrativa, lo que ha provocado todo tipo de disparates. En determinadas disciplinas, hay más profesores que alumnos, y en algunas facultades ciertas carreras son inviables por falta de materia gris.

Pero si a esto se añade el hecho de que la política universitaria ha ido dando tumbos en los últimos años, el resultado no puede ser otro que entre una y tres universidades (según las fuentes) se sitúan entre las 100 mejor valoradas de Europa. Paradójicamente, sólo las grandes escuelas de negocios se salvan del suspenso general. Así de fácil y así de crudo para un país que presume de casi todo, pero que ha sido incapaz de crear un sistema objetivo de selección del profesorado, sin lugar a dudas, uno de los principales problemas de la Universidad. Como es la propia elección de los rectores, que en lugar de representar la autoridad  académica y el prestigio social, son simplemente las correas de transmisión de los grupos de presión internos que existen en cada centro. ¿A alguien le preocupa todo esto?

La incapacidad de la clase política a la hora de vertebrar debates de calado más allá de las obviedades de turno, puede explicar la desidia con que la opinión pública afronta la reforma de la Universidad. Los problemas se ven más como un asunto de orden público (ahí están los encierros en varias universidades contra el proceso de Bolonia) que como un reto que la sociedad tiene delante de sus narices. Y cuya importancia está a la altura de otras cuestiones que de nuevo escapan del debate parlamentario: el nuevo modelo de crecimiento económico o una reflexión serena y constructiva sobre si la estructura del Estado favorece la posición de España en un mundo globalizado.

Universidad de Granada