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Sólo los criminales hacen daño sin ideología
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Carlos Sánchez

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Sólo los criminales hacen daño sin ideología

La lucidez de Robert Musil le llevó a escribir lo que sigue: “Sólo los criminales se atreven a hacer daño a los hombres sin filosofar”. La

La lucidez de Robert Musil le llevó a escribir lo que sigue: “Sólo los criminales se atreven a hacer daño a los hombres sin filosofar”. La cita la rescató del olvido el politólogo Rafael del Águila, recientemente fallecido, y denuncia las fechorías escondidas tras las sombra de las ideologías.

Del Águila solía recordar un cálculo que hizo el historiador británico marxista Eric Hobsbawm, quien llegó a estimar que 187 millones de personas habían perdido la vida a lo largo del tormentoso siglo XX por violencia política. Es decir, que en nombre de las utopías se habían cometido espeluznantes crímenes que han desangrado el planeta. Hobsbawm -que recientemente estuvo en Barcelona- es un intelectual que a sus 90 primaveras todavía ilumina, y que ha dedicado parte de su obra a estudiar el comportamiento de las élites políticas. Su conclusión es que tienden a inventar la  historia para legitimarse.

Este comportamiento se achaca habitualmente a los nacionalismos, empeñados en escudriñar el pasado remoto para dar forma y materia a su propia utopía territorial. Pero como dice el propio Hobsbawm, la democracia no sólo está herida por esa falsificación de la historia, sino por lo que él denomina ‘retórica vacía’. O hueca, como se prefiera.

Se refiere con esta expresión al comportamiento de las clases políticas, que limitan el valor de la democracia al hecho de votar cada cuatro años. Así legitiman las estructuras de poder, conformando una especie de oligopolio perfecto que se articula mediante sistemas políticos de corte bipartidista. Sólo hay dos opciones con capacidad real de gobernar: la opción A y la opción B. Por lo tanto, no hay alternativa, sino alternancia, como en la España de la Restauración. Hay que esperar el desgaste del partido en el Gobierno para que haya recambio. Así de fácil.

Para compensar esa degradación de la democracia, muchas naciones han optado por sistemas políticos abiertos capaces de limitar las perversiones inherentes al oligopolio. Al bipartidismo perfecto. En esos casos, la dirección del partido no es quien configura -en régimen de exclusividad- el sistema político, sino que lo articulan los ciudadanos mediante el voto. Estamos, por lo tanto, ante un sistema político con mayor participación real, lo que redunda en la calidad de la democracia. No hay democracia perfecta, pero si es la menos imperfecta, que se suele decir.

¿Ocurre en España algo parecido? ¿Son los ciudadanos quienes eligen realmente a sus representantes? Nada más lejos de la realidad. Y el espegate, ese sainete que han montado algunos de los dirigentes del Parrido Popular en Madrid, lo demuestra nítidamente.

Se dirá que el asunto es responsabilidad exclusiva del PP madrileño y que, por lo tanto, es injusto extender el estiércol entre el resto de la clase política. Pero se olvida que el caldo de cultivo que hace posible ese tipo de comportamientos está propiciado, precisamente, por la inexistencia de controles internos dentro de cada formación, y que convierte a los militantes de los partidos en simples ‘brazos de madera’ en el momento de las votaciones. La respuesta a lo publicado por El País desde el pasado lunes es la prueba más evidente. El PP de Madrid -y  no digamos nada el de Génova- mira para otro lado esperando que el temporal amaine. Pero no hay un debate abierto y franco sobre lo que está pasando. ¿Qué es eso de que Esperanza Aguirre pone la mano en el fuego por sus consejeros?

Deberían ser los propios dirigentes del Partido Popular ajenos al escándalo, quienes plantearan la necesidad de levantar las alfombras. Al menos por tres razones. Por higiene democrática, por su propia credibilidad ante la opinión pública y por el bien de su formación. Sin embargo, nos encontramos con un sistema de partidos cerrado en el que los dirigentes controlan tanto el aparato como los cargos públicos. Se hurta a los ciudadanos, por lo tanto, de cumplir la esencia de la democracia: la elección de sus representantes mediante el voto directo y en concurrencia efectiva entre posiciones distintas de la misma formación. Ya sea mediante circunscripciones electorales más pequeñas o a través de listas abiertas en las que los ciudadanos expresen sus preferencias por los candidatos.

Se ha optado, por el contrario, por un modelo jerárquico. Más parecido al centralismo democrático (así se llamaba) que imperaba en los partidos estalinistas. En lugar de adoptar sistemas abiertos en los que el representante del pueblo adquiere un compromiso emocional y político con los electores, y no con el jefe político de turno. Este modelo es el que explica la existencia de políticos profesionales cuyo futuro está vinculado a su capacidad de supervivencia y de maniobra. No a su talento ante los ciudadanos.

Parece evidente que ningún sistema político escapa de los casos de corrupción, pero no es descabellado pensar que detrás de lo que pueda haber ocurrido en la Comunidad de Madrid tiene que ver con una lucha desaforada por el poder entre profesionales del poder. Y que convierte a los partidos en maquinarias electorales que enarbolan falsos programas cargados de una ideología superficial y pueril que es abrazada por los electores como un mal menor ante la inexistencia de un sistema real de concurrencia. Es decir, la ideología convertida en agitación y propaganda que sugería Hobsbawm, pero afortunadamente menos incruenta. En eso, hemos avanzado.

La lucidez de Robert Musil le llevó a escribir lo que sigue: “Sólo los criminales se atreven a hacer daño a los hombres sin filosofar”. La cita la rescató del olvido el politólogo Rafael del Águila, recientemente fallecido, y denuncia las fechorías escondidas tras las sombra de las ideologías.