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Churchill y las guerras innecesarias de la política económica
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Carlos Sánchez

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Churchill y las guerras innecesarias de la política económica

Cuenta Churchill que en una ocasión el presidente Roosevelt le pidió ayuda para poner nombre a lo que hoy se conoce como II Guerra Mundial. Churchill,

Cuenta Churchill que en una ocasión el presidente Roosevelt le pidió ayuda para poner nombre a lo que hoy se conoce como II Guerra Mundial. Churchill, que no daba puntada sin hilo, respondió al padre del New Deal que el brutal conflicto debería haberse llamado ‘la guerra innecesaria’.  Y lo argumentó con su enjundia habitual. Sostenía el premier británico que el horror de la guerra se podría haber evitado con sólo haber hecho bien las cosas en los años inmediatamente anteriores a la contienda, fundamentalmente en Versalles, donde se impuso una paz inasumible para Alemania. La guerra fue, por lo tanto, inútil, innecesaria. Sólo sirvió para ahogar al mundo en miseria. Las condiciones de Versalles, como auguró el mariscal Foch, sólo sirvieron para alcanzar un armisticio que duró 20 años.

La cita viene a cuento porque pone de manifiesto que tan importante es hacer bien las cosas como no hacerlas mal. Se ganó la Gran Guerra, pero se perdió la paz. Y ello fue el germen del mayor desastre vivido por el planeta por causas humanas.

Salvando las distancias, lo mismo sucede con la política económica. No basta con aprobar medidas que vayan en la buena dirección (como es la puesta en marcha de políticas de gastos de carácter anticíclico para compensar la caída de la demanda), sino que, además, es igualmente relevante la necesidad de no cometer errores de bulto.

Sin embargo, con tanto cambio de Gobierno parece que a más de uno se le ha olvidado que para evitar males mayores -como advertía Churchill- es necesario andar con pies plomo. Sin caer en aspavientos inútiles destinados sólo a agradar a la galería. Innecesarios, en palabras del Lord inglés. Y en este sentido habría que situar esa especie de obsesión que se ha instalado en la vida política española por poner sobre le mesa toneladas de billetes de 500 euros como único instrumento para salir de la recesión.

Es mucho más barato simplificar y racionalizar la arquitectura territorial del Estado –evitando duplicidades y recuperando la unidad de mercado- que negociar un nuevo modelo de financiación

Una obsesión que a veces recuerda aquella frase pronunciada en su día por el ex ministro Jorge Semprún, quien parafraseando la célebre (y desgraciada)  frase que algunos atribuyen a Millán Astray, otros a Goebbels y algunos a Goering (“cuando oigo la palabra cultura, echo mano a mi pistola”), solía decir que ‘algunos socialistas cuando oyen hablar de cultura lo primero que hacen es tirar de cartera”. Es decir, que imbuidos  de una pobreza intelectual verdaderamente supina, recurren a la emisión de billetes como bálsamo de fierabrás que todo lo cura. Vamos, una especie de nuevos ricos.

Estado moderno y protección social

Vaya por delante que no hay que poner ningún pero al hecho de que el Estado -a través de sus distintos agentes económicos- ponga  toda la carne en el asador en un contexto como en el actual, en el que no valen políticas de medias tintas cuando el desempleo escala hasta niveles cercanos al 20% y se está destruyendo buena parte del tejido productivo. Ningún Estado  moderno dejaría a cientos de miles de trabajadores en paro sin protección alguna, con lo que ello supone de risego de exclusión social. El gasto en prestaciones, por lo tanto, debe cumplir su función. Al igual que las políticas de sostenimiento del aparato productivo en aras de evitar que cientos de miles de pequeñas y medianas empresas echen el cierre por falta de financiación. La política de avales públicos es, por lo tanto, indispensable para evitar una catástrofe todavía mayor.

Pero dicho esto, no parece razonable que todo se fíe al gasto público, en lugar de explorar vías menos costosas y, por su supuesto, más eficaces. Es mucho más barato simplificar y racionalizar la arquitectura territorial del Estado –evitando duplicidades y recuperando la unidad de mercado- que negociar un nuevo modelo de financiación que no aborda la cuestión de fondo, que no es otra que una reforma en profundidad del Título VIII de la Constitución. Desde luego, no para acabar con el actual Estado de las autonomías, sino para ponerlo al día y acabar con ese estúpido ‘café para todos’ que inventó la España de la Transición.

Como también es más barato reformar el sistema judicial en aras de lograr leyes procesales menos farragosas y garantistas que al final sólo defienden al poderoso. Y desde luego, sin perder de vista la necesidad de disponer de una vez por todas de una ley de arrendamientos urbanos verdaderamente eficaz que simplifique los trámites de desahucio.

Tampoco cuesta mucho dinero reformar las leyes concursales con el objetivo de dar mayor juego a los convenios extrajudiciales. Y mucho menos hacer cumplir la ley a las distintas administraciones públicas en todo lo relacionado con el pago a sus proveedores para evitar el aumento de la morosidad.

Y todo ello sin contar con medidas más expeditivas encaminadas a abaratar precios con el objetivo de mejorar la competitividad del país, para lo cual es indispensable la congelación efectiva de todos las tasas e impuestos públicos durante al menos un par de años. Todas estas medidas –y desde luego muchas más (como el adelgazamiento del sector público ineficiente) son  mucho más baratas que disparar con pólvora ajena que tarde o temprano tendrán que pagar nuestros nietos.

Cuenta Churchill que en una ocasión el presidente Roosevelt le pidió ayuda para poner nombre a lo que hoy se conoce como II Guerra Mundial. Churchill, que no daba puntada sin hilo, respondió al padre del New Deal que el brutal conflicto debería haberse llamado ‘la guerra innecesaria’.  Y lo argumentó con su enjundia habitual. Sostenía el premier británico que el horror de la guerra se podría haber evitado con sólo haber hecho bien las cosas en los años inmediatamente anteriores a la contienda, fundamentalmente en Versalles, donde se impuso una paz inasumible para Alemania. La guerra fue, por lo tanto, inútil, innecesaria. Sólo sirvió para ahogar al mundo en miseria. Las condiciones de Versalles, como auguró el mariscal Foch, sólo sirvieron para alcanzar un armisticio que duró 20 años.