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Torquemada y la prensa: y luego dicen que no se venden periódicos
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Carlos Sánchez

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Torquemada y la prensa: y luego dicen que no se venden periódicos

Hace algún tiempo el profesor Tomás y Valiente -cruelmente asesinado por ETA- escribió un fino opúsculo sobre su pasión intelectual: la Inquisición española. El estudio puede

Hace algún tiempo el profesor Tomás y Valiente -cruelmente asesinado por ETA- escribió un fino opúsculo sobre su pasión intelectual: la Inquisición española. El estudio puede leerse en Internet, y forma parte de un trabajo más amplio sobre el Santo Oficio. El juez inquisidor, recordaba Tomás y Valiente, tenía un poder absoluto en el proceso penal que se iniciaba contra el acusado. Lo dirigía de una manera discrecional y no solamente juzgaba, sino que además investigaba. Ordenaba las indagaciones (lo que ahora hace la policía judicial) y hasta acumulaba pruebas contra los acusados. Esta actividad inquisitiva, indagadora, al estar dirigida por quien habría de juzgar posteriormente la culpabilidad o inocencia del reo o reos, decía el ex presidente del Tribunal Constitucional, "disminuía notoriamente la imparcialidad del  juez".

La cita encaja perfectamente con lo que le ha sucedido recientemente al tinerfeño Diego Pastrana, acusado de haber matado a la pequeña Aitana. Como se sabe, la inexistencia de la presunción de inocencia para el acusado ha provocado una viva polémica sobre el papel de los medios de comunicación. Y no les falta razón a quienes acusan a los periodistas de falta de imparcialidad por tomar partido desde el primer momento en contra de Pastrana.

Parece evidente que estamos ante un clamoroso caso de negligencia profesional (por supuesto que no sólo periodística), pero sería absurdo pensar que nos encontramos ante un simple error. Lo que hay detrás de todo este maldito asunto es, como sugería Tomás y Valiente, un abuso de posición dominante. Un abuso por parte de quienes se encargan de instruir el sumario y además están convencidos de que su sentencia es imparcial. Quien se encarga de informar no debería repartir credenciales de condena o de absolución. Este es el meollo del asunto. Pero para eso sería necesario construir una nueva estructura periodística en la que funcionaran de manera efectiva las murallas chinas entre los intereses de la empresa y las competencias profesionales.

Desgraciadamente, se ha ido en sentido inverso y eso explica que los periódicos "agobiados  por la cuenta de resultados- se hayan ido convirtiendo progrsivamente en maquinarias al servicio de intereses de parte, aunque es evidente que la generalización es injusta. Olvidan, como el juez de los tiempos de la Inquisición, que tienen un formidable poder que deben administrarlo con mesura, toda vez que en un santiamén pueden acabar con la honorabilidad de cualquier persona o institución. La clase periodística no parece haber aprendido de casos como el de Rocío Wanninkhof.

Por supuesto que no se le está echando la culpa de forma exclusiva a la empresa periodística.  Los responsables de la tropelía tienen nombres y apellidos, pero lo que se cuestiona es la ausencia de normas internas de actuación capaces de evitar los desmanes. No es desde luego un asunto exclusivamente español. El caso del periodista Jayson Blair (27 años), que durante meses engañó al New York Times con reportajes inventados, está ahí para el descrédito de una institución como el Times.

La mirada del asesino

Ha desaparecido el miedo reverencial al papel en blanco (aunque ahora se escriba con ordenador), y eso ha dado carta de naturaleza a letras temeraria, como si detrás de la noticia no hubiese nada ni nadie. Como si poner en primera página de un periódico de tirada nacional la mirada del asesino fuera un acto sin sustancia. Incluso, un acto de valentía ciudadana.

Esta banalización de la información -en el caso de la prensa de papel- probablemente tenga que ver el hecho de que la prensa escrita se vea cada vez más contaminada por la industria audiovisual (radio y televisión), que vive la inmediatez del hecho periodístico de otra manera. La consecuencia no puede ser otra que una especie de dictadura del instante que establece una falsa categoría informativa: lo último es lo más importante. Lo relevante es la actualidad y nadie puede sustraerse a la ferocidad competencia que permite un mando a distancia. En la televisión el hecho informativo es todavía más truculento. Lo importante es la imagen y todo los demás es accesorio.

Pero la prensa es otra cosa. Incluso Internet "que es una herramienta nueva- puede caer en el mismo error. De ahí que lo relevante no debiera ser buscar culpables de tanto desatino, sino que el "error Aitana" ayude a recuperar la sensatez informativa. Y eso pasa por desmontar los grandes conglomerados informativos que convierten al periodista en una especie de proveedor de contenidos, y que trabaja indistintamente para radio, televisión, internet y prensa escrita.

Esas economías de escala y de alcance son eficaces desde un punto de vista financiero, pero mal planteadas y adoptadas exclusivamente con criterios economicistas pueden llevar a la ruina de la empresa periodística. Como de hecho está sucediendo. Cuando los distintos productos informativos de un mismo grupo empresarial se parecen como dos gotas de agua, sólo pueden emerger el empobrecimiento de la información y su principal consecuencia: la necesidad de sacar la cabeza por la vía más rápida: la falsa información con tintes sensacionalistas.

Así, la prensa, ha ido alejándose gradualmente de sus lectores potenciales. Hace unos días el sociólogo Manuel Castells sugería que la crisis de la prena se superará cuando un periódico cueste 10 euros para ser viable, lo que a la postre redundará en su calidad. Tiene razón Castells. O los periódicos -y, en general, los medios de comunicación- recuperan la calidad, el saber hacer, o el negocio periodístico está muerto. Pero para eso hay que crear redacciones nueves capaces de no sucumbir ante el último minuto.

Hace algún tiempo el profesor Tomás y Valiente -cruelmente asesinado por ETA- escribió un fino opúsculo sobre su pasión intelectual: la Inquisición española. El estudio puede leerse en Internet, y forma parte de un trabajo más amplio sobre el Santo Oficio. El juez inquisidor, recordaba Tomás y Valiente, tenía un poder absoluto en el proceso penal que se iniciaba contra el acusado. Lo dirigía de una manera discrecional y no solamente juzgaba, sino que además investigaba. Ordenaba las indagaciones (lo que ahora hace la policía judicial) y hasta acumulaba pruebas contra los acusados. Esta actividad inquisitiva, indagadora, al estar dirigida por quien habría de juzgar posteriormente la culpabilidad o inocencia del reo o reos, decía el ex presidente del Tribunal Constitucional, "disminuía notoriamente la imparcialidad del  juez".