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El mundo en guerra y España..., con el impuesto del patrimonio
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Carlos Sánchez

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El mundo en guerra y España..., con el impuesto del patrimonio

Los cronistas de la época cuentan que mientras  España perdía los últimos hitos del imperio colonial -Cuba y Filipinas- las plazas de toros seguían llenas, los

Los cronistas de la época cuentan que mientras  España perdía los últimos hitos del imperio colonial -Cuba y Filipinas- las plazas de toros seguían llenas, los cafés de las grandes urbes a rebosar y la vida transcurría con la indolencia propia de la Restauración. En particular, respecto de un asunto de Estado que marcaría la política nacional durante el primer tercio del siglo XX: la forma de integrar en la vida política a las nuevas clases emergentes. Pocos, muy pocos, se percataron de lo que representaría para el país la pérdida de sus últimas colonias y el nuevo tiempo que se venía encima. Sin duda, heredero de aquella desidia nacional.

El debate sobre la necesidad de elevar la presión fiscal de los grandes patrimonios evoca aquella época. La España mediática y política parece obsesionada con recaudar poco más de 1.000 millones de euros (el 1,5% del déficit previsto para este año); mientras que, en paralelo, el mundo financiero está en guerra por falta de liquidez. Al fin y al cabo, la materia prima con la que trabajan las entidades de crédito. No hay dinero. O mejor dicho, nadie presta porque nadie confía que habrá devolución. Y sin crédito no hay actividad económica. Así de fácil. Pero en España lo importante es el Impuesto del Patrimonio.

La acción coordinada de los principales bancos centrales del mundo -prestando dólares- no es más que el reconocimiento de un fracaso largamente anunciado y hasta cacareado por los analistas. Las tripas de los bancos -los balances.- están llenos de agujeros, y eso es lo que en realidad penalizan los mercados. Ni siquiera las operaciones de agip-prop en forma de stress test han sido suficientes para embellecer los balances bancarios. Básicamente por una razón. El problema no es sólo de capital -que también-, sino, sobre todo, de solvencia. Y hoy por hoy muchas entidades altamente endeudadas no son capaces de pasar la prueba del algodón.

El FMI ha sugerido que  la banca europea necesita una recapitalización de 200.000 millones para ser solvente, pero en realidad vuelve a ser una fuga hacia adelante si no se actúa sobre la partida de fallidos potenciales que se han alojado en los balances de los bancos a modo de enfermedad parasitaria. En el caso español, procedentes del ladrillo. Y cada día que pasa será más difícil resolver ese entuerto. El silencio encubridor de los bancos centrales sólo está retrasando la salida de la crisis. Y hasta que no haya una purga no hay duda de que la autoridad monetaria tendrá que seguir saliendo en auxilio de unos bancos incapaces de financiarse, lo cual sólo ahoga el crédito y ralentiza la actividad económica. Y en este sentido no estará de más recordar que desde el pasado 31 de mayo ninguna entidad española -ni siquiera los dos grandes- ha conseguido financiarse en el exterior ¿Quién da más?

El Banco central europeo (BCE) no nació para prestar dinero a los bancos, sino para garantizar la liquidez del sistema y controlar la inflación; y reconvertirlo ahora en un simple prestador de última instancia (la banca española debe 70.000 millones) sólo demuestra que han fracasado todas las estrategias desde que hace ahora tres años el mundo financiero se vino abajo tras la quiebra de Lehman Brothers. Y han fracasado por lo que decía Lasalle sobre la acción política, que siempre debía empezar por decir la verdad. No ha sido así, y estamos donde estamos, que diría Ortega. Unos bancos zombis atrapados en un mar de sospechas mutuas que impide que funcione con normalidad el mercado interbancario, que es en realidad donde deben financiarse las entidades de crédito.

Un forero de El Confidencial  lo ha descrito de forma magistral. Las constructoras e inmobiliarias están en la más absoluta de las quiebras, con minusvalías latentes en sus activos muy superiores a sus fondos propios; con cuentas que salvan gracias a eufemismos de los auditores [cómplices necesarios]; con la aquiescencia culpable de las entidades financieras, que renuevan créditos de los que saben que ni tan siquiera van a cobrar los intereses con tal de no tener que provisionar y dejar en evidencia que ellos también están quebrados; con el silencio culpable del BdE que sabe que, si obliga a emerger todas las perdidas, se cae el sistema financiero y con el silencio culpable [y remunerado] de Gobierno y oposición, que apenas hablan de las verdades del barquero, que es mejor ir hacia unas quitas ordenadas que hacia una suspensión de pagos en cadena.

No hay mucho tiempo. Parece evidente que la opinión pública cada vez está menos dispuesta a ayudar a la banca tres años después de que saltara por los aires el sistema financiero y con una tasa de desempleo estratosféricamente alta. Ni siquiera ya se puede utilizar la artillería pesada que supone capitalizar los bancos vía presupuestos. El déficit es insostenible. Sólo hay un camino, y es desnudarse ante la autoridad monetaria  y deshacer posiciones perdidas. De lo contrario, es muy probable que no sea la última inyección de liquidez. Inútil en todo caso para resolver el problema de fondo.

Como recordaba Howard Davies, antiguo subgobernador del Banco de Inglaterra, rememorando unas palabras de Churchill referidas a EEUU, “siempre puedes contar con que harán lo correcto... una vez que hayan agotado todas las alternativas posibles”. Y en eso estamos.

Los cronistas de la época cuentan que mientras  España perdía los últimos hitos del imperio colonial -Cuba y Filipinas- las plazas de toros seguían llenas, los cafés de las grandes urbes a rebosar y la vida transcurría con la indolencia propia de la Restauración. En particular, respecto de un asunto de Estado que marcaría la política nacional durante el primer tercio del siglo XX: la forma de integrar en la vida política a las nuevas clases emergentes. Pocos, muy pocos, se percataron de lo que representaría para el país la pérdida de sus últimas colonias y el nuevo tiempo que se venía encima. Sin duda, heredero de aquella desidia nacional.

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