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El Rey, Urdangarín y el espíritu herido de Doña Virtudes
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Carlos Sánchez

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El Rey, Urdangarín y el espíritu herido de Doña Virtudes

Contaba Indalecio Prieto que en una ocasión Cánovas del Castillo, autor intelectual de la Restauración, estaba en palacio charlando con la reina regente. En medio de la conversación, entró

Contaba Indalecio Prieto que en una ocasión Cánovas del Castillo, autor intelectual de la Restauración, estaba en palacio charlando con la reina regente. En medio de la conversación, entró en el despacho el rey Alfonso XIII, por entonces un crío con faldas.

-'Alfonsito', le dijo Cánovas de forma cariñosa, como era su costumbre, '¿cómo te va?' -'Alfonsito' -contestó el mocoso de forma airada- lo soy para mi mamá; para ti soy tu rey'.

El dirigente socialista achacó la altiva respuesta del futuro monarca a las enseñanzas que había recibido en el regazo materno de aquella Doña Virtudes que era la reina regente María Cristina, conocida por el pueblo con ese apodo por su vida beata y su viudez intachable. Al contrario que a su marido, a la reina nunca se le conoció un escándalo.

El espíritu de Doña Virtudes ya no reina en palacio, y eso puede explicar mejor que ninguna otra cosa el magno despropósito que rodea al caso Urdangarín, retrato fiel de una España impostada y ramplona que continúa honrando a todo lo que huele a Casa Real, como si se tratara de una Monarquía medieval. Más allá de los hechos delictivos que haya podido cometer el yerno del Rey, lo que resulta estremecedor es que un ciudadano vaya pasando el platillo por decenas de centros oficiales y semipúblicos y los gobernantes de turno paguen sin rechistar. Sin necesidad, siquiera, de exigir facturas, lo cual descalifica a ciertos gestores de la cosa pública.

El espíritu de Doña Virtudes ya no reina en palacio, y eso puede explicar mejor que ninguna otra cosa el magno despropósito que rodea al caso Urdangarín, retrato fiel de una España impostada y ramplona que continúa honrando a todo lo que huele a Casa Real, como si se tratara de una Monarquía medieval

El filósofo Javier Gomá escribió hace un par de años un esclarecedor libro en el que recordaba algo obvio, pero que a menudo se olvida. Toda persona, por el hecho de serlo, es pública, y por lo tanto su comportamiento es político. Ocurre, sin embargo, decía Gomá, que mucha gente vive en sociedad, pero no está socializada, y ese es el reto de las sociedades modernas, forjar una individualidad emancipada y, al mismo tiempo, socializada. O lo que es lo mismo, se trata de convertir a los ciudadanos en buenas personas, para lo cual es necesaria la ejemplaridad. Mucho antes de que la palabra se pusiera de moda -y de hecho así se titula el libro de Gomá- el filósofo sostenía que “el único oficio de la Corona es ser ejemplar”. Y parece evidente que no lo ha sido.

Una Monarquía congelada en el tiempo

Y no lo ha sido, probablemente, como consecuencia de una visión anquilosada de las instituciones que las convierte de forma sistemática en estatuas de sal en un mundo cambiante. Y ahí está el criogenizado texto constitucional para avalar lo dicho. Si la Casa Real -y los gobiernos que la sustentan- hubieran entendido por donde sopla el viento de la historia, es seguro que hace tiempo los órganos fiscalizadores del Estado hubieran entrado en los números de la Zarzuela, que ni siquiera contaba con un interventor delegado hasta hace un par de años. Si no hay nada que ocultar, ¿por qué el Tribunal de Cuentas no fiscaliza las asignaciones presupuestarias de la Casa Real? El argumento de que en otras partes no se hace es, simplemente, pueril. ‘Luz, más luz’, que dijo Goethe poco antes de morir, incluso para el Congreso y el Senado, que continúan sin ser fiscalizados por el Tribunal de Cuentas.

Sin 'caso Urdangarín' no hubiera habido destape contable. Y, por lo tanto, es contradictorio reclamar ejemplaridad -que es un valor permanente en el tiempo- y usarlo de manera coyuntural u oportunista para ahuyentar los problemas ante la opinión pública.

Lo peor, con todo, es que la glásnot de Zarzuela no tiene que ver con un súbito arrepentimiento o con un ataque de transparencia, sino que cualquier observador mínimamente informado lo vincula al 'caso Urdagarín', lo cual sitúa a la Casa Real como un mero apéndice de unas circunstancias adversas provocadas por un pareja de presuntos vividores. Sin 'caso Urdangarín' no hubiera habido destape contable. Y, por lo tanto, es contradictorio reclamar ejemplaridad -que en un valor permanente en el tiempo-, y usarlo de manera coyuntural u oportunista para ahuyentar los problemas ante la opinión pública.

Se confunde, de esta manera, el concepto de publicidad y el de transparencia, que no son sinónimos. Ni siquiera similares. La publicidad pretende persuadir mostrando códigos que son útiles para que el mensaje sea eficaz, pero la transparencia es un proceso vinculado al conocimiento y a la información. Y por definición, parece obvio que poco se sabe de lo que pasa en palacio puertas adentro, más allá de chismes y diretes. Estamos ante la tensión lógica entre el arcana imperii, que decían los clásicos, y el igualitarismo que arranca de la revolución francesa.

Pero lo cierto es que los secretos de Estado son, por su propia naturaleza, necesariamente secretos, y resulta arrogante y hasta pretencioso querer aparecer ante los ciudadanos como el adalid de la transparencia informativa. Sobre todo cuando la propia Administración carece de una Ley de Transparencia, figura imprescindible en un Estado liberal para poner en valor al individuo frente a los poderes públicos. Sin el juicio consciente del ciudadano sobre la cosa pública, el Estado se convierte en omnímodo.   

Es verdad, sin embargo, que estamos en un momento histórico en el que no es fácil establecer perfiles precisos sobre dónde acaba el espacio de lo público y dónde empieza lo privado, sobre todo desde la aparición de las redes sociales, que han creado una nueva dimensión de la vida política. Lo ideal hubiera sido que la Casa Real hubiera podido liderar todo el proceso de apertura hacia el exterior mucho antes de que estallara el 'caso Urdangarin'. No lo hizo en su día por ese miedo reverencial al cambio que tienen los poderes públicos y ahora está pagando las consecuencias. Los partidos que han gobernado este país en los últimos 36 años también tienen mucho que decir en el desaguisado.

Contaba Indalecio Prieto que en una ocasión Cánovas del Castillo, autor intelectual de la Restauración, estaba en palacio charlando con la reina regente. En medio de la conversación, entró en el despacho el rey Alfonso XIII, por entonces un crío con faldas.

Iñaki Urdangarin