Es noticia
'La Pepa' o el fracaso del liberalismo
  1. España
  2. Mientras Tanto
Carlos Sánchez

Mientras Tanto

Por

'La Pepa' o el fracaso del liberalismo

Hay un hecho que suele pasar inadvertido pero que marca el destino de España. El historiador y periodista Fernández Almagro comprobó que la Constitución de

Hay un hecho que suele pasar inadvertido pero que marca el destino de España. El historiador y periodista Fernández Almagro comprobó que la Constitución de 1812 -hoy se cumplen 200 años- fue redactada por 97 eclesiásticos, ocho títulos vinculados a la Corona, 37 militares, 16 catedráticos, 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 15 grandes propietarios, nueve marinos, cinco comerciantes, cuatro escritores y dos médicos. Hay quien sostiene que, incluso, había también un arquitecto.

La composición no reflejaba en absoluto la España real de entonces, y ello explica en parte el devenir histórico de este país durante los últimos doscientos años, marcados, salvo algunos cortos periodos, por el desprecio de la economía en favor de la política. De la mala política, habría que añadir.

En las Cortes gaditanas, no estaban representados ni los pequeños propietarios ni los jornaleros ni los arrendatarios ni los artesanos. No podía ser de otra manera en una España que salía del absolutismo y cuyo territorio había sido invadido por las tropas de Napoleón.

Había una excepción, la Isla de León, donde una muchedumbre acompañó a los ‘doceañistas’ al grito de “¡A las cortes!”, “¡A las Cortes!” mientas que los cañones franceses, fondeados en la bahía, hacían oír su estruendo. Como dijo Galdós en sus Episodios Nacionales, aquél día parecía ‘tarde de toros’. Cádiz, siguiendo el tópico, era una fiesta. Majos, contrabandistas, chalanes y menestrales querían participar en el nacimiento de la nación española.

El hecho de que sólo cinco redactores de la Constitución de 1812 fueran comerciantes frente a 97 canónigos, 60 abogados o 55 funcionarios -o, incluso, tres inquisidores- sólo refleja cómo la cosa pública quedó en manos de una clase dirigente ajena al país real. Un país de eclesiásticos y funcionarios que ninguneó el comercio y la creación de riqueza. Y que se acostumbró a perseguir hasta el exterminio a masones, liberales y afrancesados.

Muerte en el exilio

El primer orador del sistema parlamentario español -el hito que marca la transcendencia de las Cortes de Cádiz- es, de hecho, Diego Muñoz-Torrero, un fraile que representaba, sin embargo, las ideas liberales de Extremadura. Tenía 54 años, había sido rector de la Universidad de Salamanca y cuentan las crónicas que era muy versado en leyes y cánones. Como tantos otros, murió en el exilio portugués.

Su vida es fiel reflejo del fracaso del reformismo ilustrado en España, y que de forma tan precisa definió Carlos Marx cuando reflexionó sobre el significado de la Constitución de 1812: ‘Mientras en el resto de España se imponía la acción sin ideas, en el Cádiz de las Cortes triunfaban las ideas sin acción’. Y el liberalismo, que al menos como vocablo fue un invento español, murió a temprana edad.

El hecho de que sólo cinco redactores de la Constitución de 1812 fueran comerciantes frente a 97 canónigos, 60 abogados o 55 funcionarios -o, incluso, tres inquisidores- sólo refleja cómo la cosa pública quedó en manos de una clase dirigente ajena al país real. Un país de eclesiásticos y funcionarios que ninguneó el comercio y la creación de riqueza

Las Cortes que proclamaron la soberanía de la nación española, la separación de poderes  o la inviolabilidad de los diputados son las mismas que proclamaron el regreso de Fernando VII, la semilla del diablo.  Y son las mismas que ven con desdén el hundimiento del imperio colonial y su significado histórico. Como ha explicado el profesor Tortella, la España del XIX es escenario de repetidos fracasos del sistema liberal, que sólo acabaría imponiéndose en la Restauración, pero con su corolario de caciquismo, clientelismo político y pucherazo, esa extraña aportación de España a la teoría política.

El fracaso del liberalismo español explica muchos problemas actuales. Los orígenes, como ha explicado la ensayista Marjorie Grice-Hutchinson, tienen que ver con los principios morales de la Iglesia que consideraba al dinero “estéril por naturaleza” y, por lo tanto, “no podía dar frutos”.

La Iglesia vio en el mercantilismo una amenaza real para la fe católica. Sobre todo tras la conquista del territorio americano, rico en minerales preciosos y materias primas, lo que justificó el nacimiento de una nueva teoría del dinero que dejaba extramuros de la fe católica a quien practicase la ‘usura’ o el mercantilismo con ánimo de lucro.

No era un asunto baladí. La usura llegó a considerarse un pecado mortal que podía desembocar en una acusación mucho más grave: la de cometer herejía. Y ya en 1580, como recordaba Gerard Brenan, “las pocas fábricas de paños que existían en el país desaparecieron, y los españoles se convirtieron en un pueblo rentista, una nación de caballeros, que vivía en parasitaria dependencia del oro y la plata que les llegaban de las Indias y de la industria de los Países Bajos”.

Los grupos de presión

Con estos antecedentes, es lógico pensar que el Cádiz liberal estaba condenado al fracaso. España fue incapaz de reformarse a sí misma, como sostiene Tortella. Y eso explica errores históricos en forma de arancel  impulsados por los cerealistas castellanos, los algodoneros catalanes, los metalúrgicos vascos y hasta los ferreteros malagueños.

Como ha dicho Grice-Hutchinson, el arancel del 9 de julio de 1841 significó la victoria de los intereses proteccionistas. O lo que es lo mismo, el fin del sueño liberal (no democrático) nacido en Cádiz. Y eso que España pudo contar en el siglo XVIII con uno de los economistas mercantilistas más importantes de su época; Gerónimo de Uztáriz, prócer del libre comercio y cuya obra fue traducida al inglés, francés e italiano.  Uztáriz fue quien suministró a Adam Smith datos sobre España, y algunos de sus argumentos fueron incluidos por el economista escocés en La Riqueza de las Naciones.

El Cádiz liberal estaba condenado al fracaso. España fue incapaz de reformarse a sí misma. Y eso explica errores históricos en forma de arancel impulsados por los cerealistas castellanos, los algodoneros catalanes, los metalúrgicos vascos y hasta los ferreteros malagueños 

No fue suficiente. Las libertades políticas nacidas en 1812 -con largos periodos de regreso al absolutismo- no desembarcaron en las orillas de la economía, y, como han descrito certeramente  Mercedes Cabrera y Fernando Del Rey, lo cierto es que la mayor parte de las grandes fortunas españolas hasta la Restauración estuvieron disociadas del mundo industrial, con la excepción parcial de Barcelona, Vizcaya y Asturias. El capital “prefirió” otros horizontes de inversión de carácter más rentista que empresarial: bienes rústicos, inmuebles urbanos, préstamo privado, títulos de deuda o valores bursátiles sin riego. A mediados del siglo XIX ningún empresario industrial podía incluirse entre la élite del dinero.

No es de extrañar, por lo tanto, que la corrupción y la picaresca; el chalaneo y la mentira, formaran parte de la idiosincrasia nacional.  Está acreditado que el Conde Toreno, ministro de Hacienda, dimitió no sin antes haberse embolsado cinco millones de reales de la familia Rothschild a cuenta de unos contratos de mercurio en Minas de Almadén. O que un discípulo suyo, Alejandro Mon, en plena desesperación por la anorexia económica del Estado, llegara a dar dinero a un inversor suizo que aseguraba conocer el lugar en que había un tesoro escondido.

Por supuesto que no lo había. Y, como ha sucedido en los últimos años, no había siquiera interés por la industria nacional. El historiador Josep Fontana ha acreditado que el desinterés de los políticos españoles por la industrialización del país era tan hiriente que una exploración a fondo de los diarios de sesiones de las Cortes entre 1834 y 1854 (24 legislaturas) da como resultado que no se encuentra ninguna entrada que responda a las palabras ‘industria’ o ‘manufactura’.

El fracaso del estado liberal

No sorprende, por lo tanto, que tanta desidia acabara por empobrecer el país hasta límites sonrojantes. Conviene saber que cuando las Cortes constituyentes estaban reunidas en Cádiz, la renta per cápita de los españoles era sólo algo inferior a la francesa y un 25% menor que la inglesa, en plena revolución industrial. Pero que al acabar el siglo XIX no llegaba ya  ni a la mitad de Gran Bretaña, Alemania o Francia.

Lo que había fracasado era el Estado liberal. Igual que ahora. Los recientes casos de corrupción son fruto de una España clientelar (Urdagarín, los EREs de Andalucía, el ‘caso Blanco’, Gürtel, la corrupción urbanística…) que sólo se explica por la existencia de un Estado ‘benefactor’ nacido no para proteger a los más débiles, en última instancia la esencia de la sociedad del bienestar; sino, por el contrario, como un instrumento de asignación de recursos basado en la capacidad de influencia de las élites políticas.

La crisis del Estado arrastra al sector privado. O viceversa, según se mire. La inexistencia de una cultura del emprendimiento ha acabado por ahogar las finanzas públicas. El sector privado no es más que una prolongación de lo público, y cuando éste entra en barrena, sólo cabe la penuria

La crisis del Estado es, en definitiva, la crisis de la sociedad. Y ese es, probablemente, la cuestión de fondo de la actual zozobra económica. España nunca ha sabido salvaguardar al sector privado del público. Y cuando el Estado ha entrado en crisis por la incapacidad de los gobernantes de asegurar la sostenibilidad de la Administración mediante un sistema fiscal eficaz, lo que ha ocurrido es que las empresas –acostumbradas a vivir de las migajas del Estado falsamente benefactor- han acabado por sucumbir ante tanto dislate. Ante tanto dispendio.

Este es, en realidad, el fondo del problema. La crisis del Estado arrastra al sector privado. O viceversa, según se mire. La inexistencia de una cultura del emprendimiento ha acabado por ahogar las finanzas públicas. El sector privado no es más que una prolongación  de lo público, y cuando éste entra en barrena, sólo cabe la penuria. El retroceso en términos históricos.

No es baladí que España sea el país del mundo donde más veces el Estado ha presentad suspensión de pagos. Como han demostrado los economistas Reinhart y Rogoff, nada menos que en diez ocasiones la Hacienda pública ha entrado en bancarrota. Lo nunca visto.

Pese a ello, el modelo constitucional continúa impertérrito. Como si no pasara nada. Sólo en la apresurada reforma del último verano –y ya con el agua al cuello- los legisladores se dieron cuenta de que el modelo de Estado es insostenible. Que la bienintencionada Constitución de 1978 –inspirada en la alemana pero sin la disciplina prusiana- es, simplemente, inaplicable si no se crea riqueza.

La misma Constitución que dice que la nación española se constituye para promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida. Y la misma que sostiene que el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos. Ni una palabra sobre cómo conseguirlo.

Y esta es, en realidad de la herencia de ‘la Pepa’. Un país de leguleyos volcado en lo político que tira de voluntarismo para salir de la crisis, incapaz de entender que la economía tiene sus reglas. Su coherencia interna. Sus leyes indefectibles que hay cumplir.

Sin embargo, se construyó un mito en torno a las Cortes de Cádiz. Aunque lo cierto es que a lo largo del siglo XIX, hasta la Restauración, el Estado español se vertebró a partir de unos principios muy distintos, cuando no enfrentados, a los que la Constitución de 1812 proclama. En particular el artículo 13. Ese que dice que “el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. La filantropía de la Ilustración como fuente del Derecho. Y en eso estamos. Un país al borde la bancarrota que sigue viviendo de sus mitos.