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Carlos Sánchez

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La jauría

 Paolo Vasile, uno de los tipos más listos que han aterrizado por estos lares, decía hace algún tiempo en la redacción de este periódico, cobijado tras

 

Paolo Vasile, uno de los tipos más listos que han aterrizado por estos lares, decía hace algún tiempo en la redacción de este periódico, cobijado tras su pulcro aspecto de patricio romano y su avispada mirada: ‘Ustedes, los españoles, tienen dos problemas que no han sido capaces de resolver durante más de 35 años de democracia. El primero tiene que ver con el himno de su país, que sigue sin letra; el otro es Pedro J.”.

Vasile, perspicaz donde los haya, se refería de forma divertida al papel que juega el director de El Mundo en la sociedad española, donde es una especie de agitador de conciencias en un país que tiende de forma natural al adocenamiento intelectual. Estamos ante una especie de saltimbanqui de las ideas que suele dejar absorta a la concurrencia con su arte de birlibirloque y sus atrevidas portadas gracias a una indudable solidez periodística.

Muchos periodistas pasaron por la mesa camilla de Bárcenas, pero sólo uno -él- se llevó los honores: Pedro J. Ramírez. El riojano acostumbra a despertar al país de su sopor con la misma facilidad que lo duerme mediante absurdas investigaciones que no conducen a nada. Gracias a la primera de esas dos facetas, El Mundo tiene hoy una merecida capacidad de arrastre sobre la opinión pública. Y no hay más que recordar su gloriosa contribución al sistema democrático cuando en la década de los 90 desenmascaró la corrupción de Estado. Después también lo ha hecho, pero por querer imitar al extinto imperio Polanco, el grupo Unedisa forma ya parte de la nomenclatura económica del país. Como dijo ayer con gracia Zarzalejos en este diario, no se puede querer ser el niño en el bautizo y el muerto en el entierro.

Esta facilidad para movilizar a la opinión pública -sin duda un valor incuestionable- puede explicar que media España se haya lanzado contra la yugular del Partido Popular como si estuviéramos ante una réplica contemporánea de Alí Babá y los cuarenta ladrones, sin reparar en que estamos ante material viejo, que es lo peor que se puede decir de un trabajo periodístico. No hay nada cualitativamente nuevo en la última entrega de Bárcenas más allá de lo que todo el mundo sospechaba: que los célebres papeles de Bárcenas eran tan reales como la vida misma. Y llevarse dos veces un sofocón por el mismo asunto no merece la pena para un país con seis millones de parados. Salvo que se siga creyendo aquello que dijo Montesquieu de los españoles, que estaban llamados a desaparecer porque eran demasiado honestos.

Una evidencia

Que el PP se ha financiado ilegalmente -directa o indirectamente- es más que una evidencia.  Exactamente igual que el PSOE, CiU y otros partidos que cínicamente se cortan las venas cada vez que salta a la opinión pública un caso de corrupción política en la acera de enfrente. Como si se tratara de un asunto nuevo y no relacionado con un problema de naturaleza estructural, como es la baja calidad de nuestra democracia. Como si la corrupción política -un indudable pleonasmo en el actual estado de cosas- fuera un asunto de cuatro mangantes que quieren amasar una fortuna a costa del erario público y no consecuencia de un sistema de partidos que necesariamente lleva al tráfico de influencias.

Los vínculos de los media con el poder son tan estrechos que no hay denuncia de corrupción que no genere sospechas sobre si detrás de los publicado en realidad lo que hay es un golpe de mano contra el poder legítimamente constituido

Básicamente, por una razón. La presencia de los partidos en la vida económica, social y cultural del país es tan intensa que cualquier decisión administrativa -por pequeña que sea- pasa por sus manos, y eso, necesariamente, conduce a crear un red clientelar y de favoritismo. Como decía Galdós, lleva a las empresas a tener que pastar necesariamente en el presupuesto nacional.

El incentivo (legítimo) de cualquier político es ganar las elecciones, y si no funcionan los mecanismos de control -¿por qué no se le exige al Tribunal de Cuentas las mismas responsabilidades penales que a las auditoras?- es evidente que el riesgo de corrupción crece de forma exponencial. Y si a eso se une la ausencia de transparencia en los mecanismos de asignación de recursos (a través de convenios urbanísticos o de otras fórmulas legales), es evidente que los partidos -unos más y otros menos- no tienen razones para aparecer ante la opinión pública como doncellas mancilladas en su honor.

Este comportamiento cainita y un tanto cínico -enternece ver a sus señorías clamando de forma airada en el parlamento pidiendo comisiones de investigación- remite a una conversación ya publicada en este periódico entre Carlos Solchaga y el  presidente de la patronal de la construcción. El ministro -estamos en los primeros años 90-  estaba preocupado por los continuos escándalos de corrupción que incidían sobre la credibilidad de la economía en unos momentos en los que se necesitaba mucho capital extranjero. Y fue entonces cuando Solchaga cogió el teléfono y le dijo a Aisa:

- "Mariano, hay que hacer algo para acabar con esto. Deberíais crear una especie de código de honor en vuestro sector para acabar con la corrupción", le espetó.

El representante de la construcción le confesó que su sector lo componían miles de empresas absolutamente dependientes de las administraciones, y que eran las que les daban de comer.

- "Dime entonces que hacemos", le respondió Solchaga.

- "Yo te sugiero", le contestó Aisa, "que reúnas a cuatro o cinco. A Felipe, Pujol, Aznar y algunos más y el problema se resuelve".

- "Eso es imposible", le contestó Solchaga. Ahí acabó la conversación.

Los flancos de la res herida

Desde entonces, y como nada o casi nada se ha hecho, los partidos se lanzan periódicamente y de forma oportunista a la yugular del contrario. Exactamente igual que en esa jauría humana que describiera de forma magistral Arthur Penn, y que no es más que el retrato de una sociedad enferma que se arrebaña cuando huele carne trémula.  Y que reacciona mordisqueando groseramente los flancos de la res que ya va herida, que decía Wenceslao Fernández-Flórez.

La razón de este comportamiento probablemente tenga que ver, como sostiene de forma lúcida uno de los mejores periodistas de este país, porque en España estar en la oposición “sale gratis”, y un dirigente puede decir lo que le venga en gana porque sabe que cuando llegue al poder nadie se acordará de lo que dijo (¿qué paso con el caso Faisán o con la fallida comisión de investigación de los EREs de Andalucía?). Y ello se debe, entre otras razones, a que la censura de la opinión pública se diluye en una red clientelar de medios de comunicación impropia de un país civilizado. “Cada español, decía Donoso Cortés, lee el periódico de sus opiniones; es decir, cada español se entretiene en hablar consigo mismo”.

No hay nada cualitativamente nuevo en la última entrega de Bárcenas más allá de lo que todo el mundo sospechaba: que los célebres papeles de Bárcenas eran tan reales como la vida misma

Los vínculos de los media con el poder son tan estrechos que no hay denuncia de corrupción que no genere sospechas sobre si detrás de los publicado en realidad lo que hay es un golpe de mano contra el poder legítimamente constituido. Lo cual nos lleva a pensar que algo huele a podrido en el sistema político y no digamos en la profesionalidad de los medios. Sin duda, proceso alimentado por esa tendencia a pensar todo en términos de teoría de la conspiración.

Y así es como este país funciona de forma espasmódica. Al calor del escándalo de cada mañana, pero sin que se observe una verdadera voluntad política de hacer una catarsis colectiva.  Haciendo buena aquella máxima de Montaigne: “La costumbre nos oculta el verdadero rostro de las cosas”.

Y en este sentido, resultan desoladoras las palabras del presidente del Gobierno, para quien lo importante es vender coches, cuando el número de vehículos fabricados va a depender directamente de la calidad de las instituciones. Y la corrupción política no es un asunto a tratar de forma displicente como si fuera un tema menor. Los países que más coches venden (en sentido metafórico) son los que cuentan con mejor entramado democrático e institucional.