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¿Esconde el Supremo la corrupción política?
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Carlos Sánchez

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¿Esconde el Supremo la corrupción política?

La casualidad (¿o la causalidad? ha hecho coincidir en el tiempo diferentes sentencias del Tribunal Supremo que exculpan a exministros y altos cargos (Blanco, Matas, Barcina)

Foto: El exministro José Blanco. (EFE)
El exministro José Blanco. (EFE)

La casualidad (¿o la causalidad? ha hecho coincidir en el tiempo diferentes sentencias del Tribunal Supremo que exculpan a exministros y altos cargos (Blanco, Matas, Barcina) de graves casos de corrupción política. Otros muchos asuntos se encuentran en la lista de espera (ERE de Andalucía, caso Bárcenas o caso Oriol Pujol por la trama de las ITV) y afectarán necesariamente a personas aforadas. Por lo tanto, serán el Tribunal Supremo o los tribunales superiores de justicia quienes dicten sentencia. Ellos serán los encargados de enjuiciar la corrupción política.

Más allá de la crítica razonada sobre los argumentos jurídicos que ha utilizado el Tribunal Supremo para exculpar a la presidenta de Navarra o el hecho de que el delito de tráfico de influencias haya quedado prácticamente desactivado tras las exculpaciones de Blanco y Matas, no es menos relevante la propia figura del aforamiento, una institución de origen medieval que, sin embargo, sigue incrustada en el ordenamiento jurídico.

Algunas estimaciones hablan, incluso, de unos 10.000 cargos públicos amparados por ese privilegio que, como han sostenido exmagistrados del Tribunal Constitucional, sólo acaba protegiendo la corrupción al afectar a delitos que no tienen que ver con la labor política y el funcionamiento de las cámaras legislativas. Máxime cuando quienes tienen que juzgar a los políticos son nombrados, precisamente, por los políticos. Para escarnio general, la ley dice que en las salas de lo civil y penal de los tribunales superiores de justicia, una de cada tres plazas se cubrirá por un jurista de reconocido prestigio con más de 10 años de ejercicio en la comunidad autónoma, “nombrado a propuesta del Consejo General del Poder Judicial sobre una terna presentada por la Asamblea legislativa”. Todo queda en casa.

Como recordaba hace algún tiempo el jurista Rodrigo Tena, el sistema es tan perverso (y laxo) que no sólo las más altas instancias del Estado tienen especial protección, sino que la ley ha extendiendo esta prerrogativa a los parlamentarios autonómicos.

Todos a salvo

La lista es interminable. La sala segunda del Supremo es la que instruye y enjuicia las causas contra el presidente del Gobierno, los presidentes del Congreso y del Senado, los presidente del Supremo y del Poder Judicial; el presidente del Constitucional, los miembros del Gobierno, diputados y senadores, vocales del poder judicial, magistrados del Constitucional y del Supremo, el presidente de la Audiencia Nacional y de cualquiera de sus salas y de los tribunales superiores de justicia, el Fiscal General del Estado, los fiscales de sala del Supremo, el presidente y consejeros del Tribunal de Cuentas, el presidente y los consejeros del Consejo de Estado y el defensor del pueblo, así como de las causas que, en su caso, determinen los Estatutos de Autonomía. Hasta las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado tienen sus propias reglas especiales de aforamiento. En total, cerca de 10.000 aforados, cuando en Alemania no hay ni uno, mientras que en los países de nuestro entorno se limita a los más altos representantes del Estado.

Algunas estimaciones hablan, incluso, de unos 10.000 cargos públicos amparados por el aforamiento, que sólo acaba protegiendo la corrupción al afectar a delitos que no tienen que ver con la labor política y el funcionamiento de las cámaras legislativas.

No es, desde luego, la única antigualla jurídica que sigue viva: la arbitraria concesión de indultos o la propia inviolabilidad del jefe del Estado para asuntos que no tienen nada que ver con su función constitucional forman parte de esos privilegios que necesitan ser revisados. El resultado es que hoy existe un doble rasero a la hora de juzgar: Sus señorías van al Supremo, y el resto de los mortales al juez ordinario.

El aforamiento es una institución medieval nacida para garantizar la seguridad jurídica y hasta personal de quienes emprendían largos viajes para entrevistarse con el rey, y que a veces tenían que atravesar territorios hostiles con el riesgo cierto de ser detenidos para evitar que llegaran a su destino.

La moderna inmunidad -que de forma piadosa algunas llaman prerrogativas parlamentarias- nace con la revolución francesa, y, de hecho, la Constitución de Cádiz la copia casi literalmente. En palabras de Argüelles, “la absoluta libertad de las discusiones se ha asegurado con la inviolabili­dad de los diputados por sus opiniones en el ejercicio de su cargo, pro­hibiendo que el rey y sus ministros influyan con su presencia en las deliberaciones”. Es decir, nació para liberar a los representantes del pueblo de las presiones del resto de poderes fácticos, que se decía antes. Y desde este punto de vista, es evidente que tuvo un gran sentido jurídico.

Gracias al aforamiento, entre cosas, se pudieron consolidar los Estados liberales y de derecho, pero el contexto histórico ha cambiado tanto -hoy nadie puede pensar que puedan producir detenciones arbitrarias para influir en una votación parlamentaria- que su permanencia es innecesaria, como la propia figura del indulto o la ausencia de responsabilidad del jefe de Estado, pese a que España ha firmado tratados internacionales que dicen exactamente lo contrario (Corte Penal Internacional).

La cuarentena

El aforamiento pretendía, por ejemplo, que los parlamentarios pudieran hablar libremente y no pudieran ser juzgados por las leyes contra la difamación (inviolabilidad). O incluso estaba destinado a evitar que un diputado pudiera ser arrestado (inmunidad) antes de que se debatiera una ley. De ahí surge el concepto de cuarentena: nadie podía ser detenido cuarenta días antes o cuarenta días después de la tramitación de una norma.

La institución de la inmunidad parlamentaria fue, por lo tanto, un privilegio, pero útil y necesario. Precisamente para garantizar el interés general que se articula a través de leyes aprobadas sin coacción ni violencia.

En el fondo, lo que refleja esta figura es un choque de legitimidades entre poder judicial y poder legislativo. Sin embargo, en los actuales Estados constitucionales de gobierno parlamentario ha desaparecido ese conflicto que explica el nacimiento de esos privilegios. En la actualidad, como sostienen muchos juristas, todos los órganos del Estado responden a una única legitimidad de carácter democrático. Y un juez de primera instancia tiene la misma legitimidad que un magistrado del Tribunal Supremo para instruir un procedimiento. De no ser así, estaríamos ante un sistema claramente discriminatorio que mancilla un principio universal: todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

“Los tribunales -sostenía Cánovas- representan la justicia; por degenerados que estén los tribunales, representan mucho mejor la justicia, aunque no sea más que por su desinterés ordinario, que puedan representarlo ninguna mayoría ni ninguna minoría. Esas agrupaciones políticas no están hechas para la justicia. Tienen pasiones, tienen entusiasmos, tienen interés político que consideran legítimo (...)”.

Ni que decir tiene que el problema es todavía mayor cuando, en el caso de España, el sistema judicial está ampliamente contaminado por el sistema político. Los partidos -en régimen de oligopolio- son quienes nombran a todos y cada uno de los 20 miembros del poder judicial

Ni que decir tiene que el problema es todavía mayor cuando, en el caso de España, el sistema judicial está ampliamente contaminado por el sistema político. Los partidos -en régimen de oligopolio- son quienes nombran a todos y cada uno de los 20 miembros del poder judicial; y estos son, precisamente, quienes promueven a sus candidatos para que formen parte de las salas del Tribunal Supremo que, curiosamente, son las que van a juzgar las actuaciones de los propios partidos políticos que están en el origen del sistema de elección.

Una especie de círculo vicioso que explica, sin duda, que los grandes partidos quieran mantener esa figura anacrónica que responde al nombre de aforamiento, cuya revisión pasa por ceñir los privilegios del político de turno a las actuaciones en función de su cargo. En ningún caso, derivadas de actos extraños a su nombramiento. Dándose, además, la paradoja de que quienes se ven envueltos en un procedimiento que afecta a algún aforado no tienen derecho a la revisión de su condena en una segunda instancia, lo cual es claramente discriminatorio. Cuanto antes se elimine, mejor. España será un país más democrático.

La casualidad (¿o la causalidad? ha hecho coincidir en el tiempo diferentes sentencias del Tribunal Supremo que exculpan a exministros y altos cargos (Blanco, Matas, Barcina) de graves casos de corrupción política. Otros muchos asuntos se encuentran en la lista de espera (ERE de Andalucía, caso Bárcenas o caso Oriol Pujol por la trama de las ITV) y afectarán necesariamente a personas aforadas. Por lo tanto, serán el Tribunal Supremo o los tribunales superiores de justicia quienes dicten sentencia. Ellos serán los encargados de enjuiciar la corrupción política.

CGPJ