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Carlos Sánchez

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La hora de los valientes

En la historia universal de la infamia hay un nombre grabado a sangre y fuego. Y no es otro que el de Carlos dEspagnac, un aristócrata de origen francés que por su crueldad y fanatismo ha pasado a la historia como el Calígula español. Sus inmundos método

Foto: El presidente de la Generalitat, Artur Mas (EFE)
El presidente de la Generalitat, Artur Mas (EFE)

En la historia universal de la infamia hay un nombre grabado a sangre y fuego. Y no es otro que el de Carlos d'Espagnac, un aristócrata de origen francés que por su crueldad y fanatismo ha pasado a la historia como el Calígula español. Sus inmundos métodos represivos practicados como capitán general de Cataluña y ejercidos desde la ciudadela de Barcelona contra todo lo que oliera a liberal -llegó a prohibir el pelo largo y el uso de bigote porque daban aspecto revolucionario-, lo han convertido en uno de los personajes más detestables y repugnantes que haya conocido esta vieja nación. Beato impenitente hasta el ridículo, colaboró para que la Santa Alianza entrara en España y guillotinara las ideas liberales. Lo consiguió.

Su protector fue Fernando VII, quien además de españolizar su apellido con un título nobiliario de pomposo nombre y de hueco sentimiento, llegó a decir del rancio aristócrata francés: “Estará loco, pero para estas cosas no hay otro”. Con comentarios como este no es de extrañar que su fama recorriera el país como sinónimo de eficacia en la práctica del terror. De ahí que a mediados del siglo XIX se hiciera popular la expresión: "Esto no lo arregla ni el Conde de España". Es evidente que no lo arregló.

Aunque el conde de España aplastó el carlismo catalán, lo cierto es que la semilla del independentismo ha fructificado, y hoy este país se encuentra con un formidable órdago de difícil solución. Y lo que es todavía peor. La inconsciencia de un sistema político amortizado e incapaz de evaluar correctamente la dimensión del problema ha propiciado la voladura de los puentes de entendimiento. Más allá de conversaciones ‘reservadas’ o de misivas carentes de utilidad práctica que sólo alimentan la frustración de unos y de otros.

La Constitución es, por el contrario, la principal fuente del derecho, y por eso si se quiere resolver el problema de Cataluña -que sin duda existe- lo mejor es navegar por aguas constitucionales en lugar de por los procelosos mares de la historia

Y se ha llegado a esta situación, sin duda, por la intransigencia de quienes buscan en la historia la legitimidad de la acción política, lo cual es profundamente antidemocrático y retrotrae a periodos anteriores a la Ilustración y a la época de la razón. Un argumento que sirve para todos. Para quienes dicen que Cataluña no puede irse de España por razones históricas -es obvio que nunca ha sido un territorio independiente-, y para quienes sostienen que el ordenamiento jurídico-político de Cataluña existe desde el año 987, cuando el conde Borrell II, señor feudal de un territorio localizado en un enclave de los Pirineos, rompe su relación de vasallaje con los reyes carolingios, tal y como proclama ese fantasmagórico Consell Assessor per a la Transició Nacional.

Un nuevo proceso constituyente

Pero también se ha llegado a esta situación por la obstinación de quienes se oponen a inaugurar un nuevo proceso constituyente que aborde de forma ambiciosa algunos de los grandes problemas del país, al margen de la situación económica: la organización territorial del Estado, el estatus de la Monarquía en la España del siglo XXI o el papel de los partidos políticos, que, como dice el profesor Francisco J. Laporta, no tienen dinero pero tienen mucho poder, lo cual lleva inexorablemente a la corrupción.

Esta ‘solución constitucional’ no es, desde luego, un capricho de intelectuales frustrados (es justamente lo que hizo De Gaulle cuando proclamó la V República francesa) o de aprendices de brujo que quieren sacar de la botella al duende que llevan dentro. Por el contrario, es la respuesta de los sistemas democráticos en los países más avanzados, que en lugar de bucear en la historia para legitimar decisiones políticas, lo que hacen es anclarlas en la soberanía popular. Ese fue, sin duda, uno de los errores de la Constitución de 1978, que en una disposición adicional vinculó la recuperación del sistema foral a los derechos históricos de vascos y navarros, lo cual es incompatible con el constitucionalismo moderno.

La Constitución es, por el contrario, la principal fuente del derecho, y por eso si se quiere resolver el problema de Cataluña -que sin duda existe- lo mejor es navegar por aguas constitucionales en lugar de por los procelosos mares de la historia. De esta manera, se ahogaría un debate absurdo y peligroso sin perfiles ideológicos, que es el terreno en el que mejor juegan todos los nacionalistas para ocultar intereses discrepantes. ¿O es que los trabajadores del Baix Llobregat tienen los mismos intereses que quienes viven en los barrios altos de Barcelona? En el Estado liberal se discuten ideas, no cuestiones identitarias. Como sostiene el profesor Francesc de Carreras, la búsqueda de la legitimidad por la vía del pasado trasluce, en realidad, una mentalidad conservadora e, incluso, tradicionalista.

Y este esquema ‘primitivo’ sólo puede romperse tejiendo una nueva hoja de ruta que culmine con un nuevo proceso constituyente, para lo cual es necesario orillar durante algún tiempo las tensiones económicas suscribiendo grandes acuerdos de Estado, como sucedió en 1977 con la firma de los Pactos de la Moncloa. Y en paralelo, crear una comisión especial en el seno del Congreso de los Diputados encargada de poner al día el texto constitucional al calor del artículo 168 de la Carta Magna, que estipula con mucha precisión los pasos que hay que dar para reformar la Constitución. Una vez que se hubiera cerrado un acuerdo sin la exclusión de ningún grupo político se convocaría un referéndum para ratificar el texto constitucional. Posteriormente, se convocarían elecciones y el nuevo Gobierno tendría ya un amplio respaldo derivado de la legitimidad popular plasmada en la nueva Constitución, que debe cerrar el modelo territorial del Estado. Eso es mejor que una consulta popular que margine a la otra parte de España, que es donde realmente descansa el ‘derecho a decidir’, y cuyo resultado, en ningún caso, sería vinculante.

Un sistema político debilitado

A nadie se le escapa que esta ‘solución constitucional’ depende de la lealtad institucional y de la talla política de sus promotores, y no parece que éste sea el mejor momento. El gran drama de Cataluña es que la marea independentista ha acabado por convertirse en un movimiento de perfiles inmanejables. Se trata, como dice Alfonso Guerra, de un nacionalismo ‘orgánico’. Las élites políticas controlan todo el proceso. El nacionalismo ya no es un territorio de esa derecha ‘civilizada’ que un día representó CiU y que se comprometió con el futuro del país. El presidente Mas se apunta al Concierto económico o a la independencia con la misma facilidad que antes reclamaba un nuevo modelo de financiación autonómica.

Aprovechar la cuestión catalana para reformular el Estado autonómico es un camino no recorrido hasta ahora, y merece la pena intentarlo. Aunque eso suponga acabar con el ‘café para todos’ que ha servido para una época y que explica, sin duda, que España sea hoy un país mejor que el que era hace 35 años

Y todo ello con un PSC devorado y hundido en las encuestas, lo cual hace ingobernable España salvo con mayorías absolutas, y esto es una rareza democrática. El PSOE nunca podrá ganar unas elecciones (47 diputados se ventilan en Cataluña) con el PSC en la marginalidad e instalado en lo que Félix de Azua denomina socialismo trivial y tribal. Y lo que es todavía más preocupante. La propia debilidad de Mas y Rajoy (uno porque se ha puesto en manos de ERC para gobernar y otro por ausencia de arrojo político) hace más complicado encontrar soluciones.

La realidad es que sólo habrá acuerdo cuando el país tenga la soga al cuello (y para eso todavía falta bastante). O cuando la Unión Europea inste a que se fume la pipa de la paz. No hay que olvidar el gran número de multinacionales radicadas en Cataluña que representa nada menos que el 26% de las exportaciones de España y el 27% de las importaciones, lo que da idea de lo que supone en términos económicos. Artur Mas es plenamente consciente de ello y por eso busca la internacionalización del conflicto. También es posible que en algún momento del proceso un trío de banqueros o media docena de grandes empresarios exijan cordura a los políticos para no romper la unidad de mercado.

Aprovechar la cuestión catalana para reformular el Estado autonómico es un camino no recorrido hasta ahora, y merece la pena intentarlo. Aunque eso suponga acabar con el café para todos que ha servido para una época y que explica, sin duda, que España sea hoy un país mejor que el que era hace 35 años.

La territorialización de ingresos y gastos es absolutamente democrática, y además eso es lo que hace el INE, por ejemplo, cuando asigna a cada región el consumo para repartir el IVA recaudado u otros impuestos transferidos. No es, por lo tanto, ninguna añagaza económica o política.

 A todo este proceso se le llama en castellano viejo hacer de la necesidad virtud, y serviría para reintegrar a la vida política a millones de ciudadanos que hoy ven la Constitución de 1978 como un legajo de anticuario.

En la historia universal de la infamia hay un nombre grabado a sangre y fuego. Y no es otro que el de Carlos d'Espagnac, un aristócrata de origen francés que por su crueldad y fanatismo ha pasado a la historia como el Calígula español. Sus inmundos métodos represivos practicados como capitán general de Cataluña y ejercidos desde la ciudadela de Barcelona contra todo lo que oliera a liberal -llegó a prohibir el pelo largo y el uso de bigote porque daban aspecto revolucionario-, lo han convertido en uno de los personajes más detestables y repugnantes que haya conocido esta vieja nación. Beato impenitente hasta el ridículo, colaboró para que la Santa Alianza entrara en España y guillotinara las ideas liberales. Lo consiguió.

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