Mientras Tanto
Por
Sobre la presunta ingobernabilidad de España
Sartre, que como todo el mundo sabe era ‘un pequeño saco de maldades’, sostenía que lo peor del mal es que uno se acostumbra a él.
Sartre, que como todo el mundo sabe era ‘un pequeño saco de maldades’, sostenía que lo peor del mal es que uno se acostumbra a él. Y lo cierto es que años de bipartidismo imperfecto –apuntalado convenientemente por los partidos nacionalistas para socavar poco a poco la fuerza del Estado– ha acabado por crear un silogismo maligno: la existencia de muchos partidos conduce necesariamente a la ingobernabilidad del país.
Lo más singular, sin embargo, es que ese mismo silogismo se aplica también con el mismo fervor en sentido contrario. Hay quien piensa que el número de partidos refleja la salud de una democracia. Y, por lo tanto, si el arco parlamentario se puebla de pequeñas formaciones es que el sistema político marcha viento en popa.
La gobernabilidad de un país, sin embargo, no tiene nada que ver el número de partidos, sino con el de la cultura de la negociación. Y un país tan estable políticamente como EEUU –de corte presidencialista y con sólo dos partidos con capacidad real de gobernar– se sitúa de vez en cuando al borde del precipicio por cuestiones como el llamado ´’abismo fiscal’, cuando demócratas y republicanos pelean por cada dólar del presupuesto, pero al final siempre hay acuerdo.
En los países del centro y del norte de Europa hay muchos más partidos que en EEUU pese a tratarse de naciones más pequeñas, sin duda porque existe una tradición gremial o de identidad cultural. Muchas formaciones representan a pequeños colectivos, pero también son capaces de pactar. Sin embargo, nadie diría que naciones como Suecia (ocho partidos en el Rijsdag) o Finlandia (también ocho formaciones) son democracias inestables. Sí que lo han sido históricamente, por ejemplo, Bélgica o Italia, pero en estos casos su sociedad civil es tan potente que ambos países pueden funcionar durante mucho tiempo sin que haya Gobierno de la nación. Habría que ver lo que sucedería en España en esas mismas circunstancias.
La gobernabilidad o ingobernabilidad, por lo tanto, tienen que ver con la cultura del pacto, como se visualizó en las dos primeras legislaturas de la democracia española. En menos de dos años, el país pudo desmantelar la dictadura franquista, firmar un gran acuerdo sobre rentas como fueron los Pactos de la Moncloa y aprobar una nueva Constitución. Y eso que la UCD (integrada por un enjambre de pequeños partidos) nunca tuvo mayoría absoluta: 166 diputados en 1977.
Alternancias y alternativas
Quiere decir esto que la estabilidad política depende de que los actores de la cosa pública quieran negociar. Y eso es imposible cuando los programas de gobierno no es que sean distintos (como es lógico y necesario en cualquier sistema democrático que procure las alternativas y no sólo las alternancias, como sucedía en la España de Restauración), sino que son nítidamente antagónicos. Y ese es el escenario real en el que puede caer España a partir del otoño de 2015, cuando Rajoy debe disolver el Parlamento.
El problema no es tanto que los partidos allí representados no estén en condiciones de pactar, que obviamente sí lo están. Lo peliagudo es que todos y cada uno presentan a los electores una especie de programa de máximos incompatible con la cultura del pacto: o todo o nada.
Es evidente, sin embargo, que en cualquier negociación hay un tira y afloja por razones tácticas para llevar las discusiones hasta el límite (en Bruselas se solía parar el reloj a las doce de la noche y luego se seguía discutiendo), y es aquí donde surge el problema que hace más difícil el acuerdo, y, por lo tanto, la gobernabilidad del país.
La credibilidad de los partidos (y en particular del PP) está por los suelos, por lo que cualquier renuncia a cuestiones de fondo o de principios lleva a los electores a pensar legítimamente que han sido engañados por la formación que han votado. O dicho en otros términos, el hecho de que los problemas electorales se confeccionen con propuestas ajenas a la realidad lleva necesariamente a la frustración. Le ha pasado al PSOE, al PP o a IU en Andalucía y Extremadura.
En el caso de los partidos mayoritarios el problema es todavía mayor. Los partidos nacionalistas –increíblemente– han sido durante algunas legislaturas formaciones bisagra, lo que les ha permitido gobernar en la sombra. Pero ese escenario se ha esfumado tras el proceso soberanista en Cataluña, y nada indica que se vaya a volver a la situación anterior.
La salida que se apunta es la de la gran coalición entre PP y PSOE, pero esa, probablemente, sería la peor de las soluciones. España no es Alemania, y hay muchas opciones para pensar que un gran pacto acabaría por reforzar las opciones situadas a la derecha y a la izquierda de los grandes partidos. Y no sólo eso. Es probable que los partidos mayoritarios vieran cómo se descomponen en pequeñas formaciones para cubrir determinados espacios políticos. Es por eso que toca negociar. Precisamente, para garantizar la gobernabilidad del país: ya sea implicando a dos, tres, cuatro o doce partidos. El número es lo de menos.
Sartre, que como todo el mundo sabe era ‘un pequeño saco de maldades’, sostenía que lo peor del mal es que uno se acostumbra a él. Y lo cierto es que años de bipartidismo imperfecto –apuntalado convenientemente por los partidos nacionalistas para socavar poco a poco la fuerza del Estado– ha acabado por crear un silogismo maligno: la existencia de muchos partidos conduce necesariamente a la ingobernabilidad del país.