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El calvinista que saca los colores a Rajoy
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Carlos Sánchez

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El calvinista que saca los colores a Rajoy

El fallido intento del Gobierno por colocar ya a De Guindos al frente del Eurogrupo refleja la tosca diplomacia española, incapaz de entender que un ‘calvinista’

Foto: El presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, comparece ante la Comisión de Asuntos Económicos (EFE)
El presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, comparece ante la Comisión de Asuntos Económicos (EFE)

Un miembro del Gobierno dice de él que es un calvinista. Pero se equivoca. Jeroen Dijsselbloem es católico. Lo paradójico es que, al mismo tiempo, acierta cuando describe al ministro de Finanzas holandés –sin ánimo peyorativo– como un ‘calvinista’.

Lo que quiere decir, en realidad, este miembro del Ejecutivo es que Dijsselbloem (48 años) actúa como un fiel discípulo de Calvino. Y tiene toda la razón. Aunque el holandés se formó en un colegio católico del sur de los Países Bajos, la verdad es que su comportamiento político es más propio de la Reforma que de Trento. No es vano, comenzó a ser conocido en su país cuando siendo un joven diputado laborista se escandalizó por la violación de una joven en una bodega de Rotterdam.

A partir de ahí, Dijsselbloem y otros diputados de la izquierda montaron una verdadera cruzada en favor de una nueva moral para los jóvenes holandeses frente al alcohol y las drogas, y esa postura es la que le ha ayudado a escalar en la política de su país. Pero no como un ‘carca’ o un sujeto sospechoso por su concepción rancia y tradicional de la vida, sino por ese sentido ético de la cosa pública innata en muchas comunidades protestantes.

Su pertenencia al Partido Laborista, incluso, descolocó a sus padres, a quienes sorprendió que un joven educado de la forma más conservadora en la escuela católica –como declaró su madre a un periódico local, nunca fue un ‘rojo’– saliera a mediados de los años 80 a la calle, con apenas 20 años, contra el despliegue de misiles crucero por parte de EEUU, en plena Guerra Fría.

El fallido intento del Gobierno por colocar ya a De Guindos al frente del Eurogrupo refleja la tosca diplomacia española, incapaz de entender que un ‘calvinista’ como Dijsselbloem no es como Rato, que a medio mandato se bajó del FMI simplemente porque se aburría

Desde entonces, su carrera política no ha hecho más que crecer. Y también sus adversarios por esa irreprimible costumbre que tiene de decir lo que piensa. Su rival más conocido es el nuevo presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, a quien considera –además de un borrachín– un profesional de la política que no representa a Europa.

Sus relaciones con el Gobierno español –muy distinto es el trato personal con De Guindos– no son mucho mejores. No por lo que hace Rajoy, sino por lo que dice. Moncloa y sus colaboradores han vendido la piel del oso –la presidencia del Eurogrupo– antes de cazarlo, y eso es lo que molesta a un calvinista como Dijsselbloem, harto de que un puesto tan relevante haya salido a subasta pública cuando todavía faltaba más de un año para elegir un nuevo Mr. Euro.

La tosca diplomacia española

No le falta razón. El fallido intento del Gobierno español por colocar ya a De Guindos al frente del Eurogrupo  –sin esperar al fin del mandato– pone de relieve la tosca diplomacia española, incapaz de entender que un ‘calvinista’ holandés como Dijsselbloem no es como Rodrigo Rato, que a medio mandato se bajó del FMI simplemente porque se aburría en Washington. Ni, por supuesto, como Magdalena Álvarez, a quien hubo que echar con agua caliente del BEI.

La torpeza es aún mayor si se tiene en cuenta una información crucial que el Gobierno maneja, pero que ha omitido a la opinión pública: Alemania (aunque formalmente apoya a España) no tiene ninguna prisa en relevar a Dijsselbloem. Entre otras cosas porque está discutiendo algunas cosas con el ministro holandés de Finanzas que afectan a su país, y hasta que no se cierren esas negociaciones no habrá cambio en la presidencia del Eurogrupo.

Más allá del ‘caso Dijsselbloem’, lo relevante es la torpeza de la diplomacia española a la hora de hacer política. Fundamentalmente, en estos minutos de la basura de la actual legislatura

Más allá del  ‘caso Dijsselbloem’, sin embargo, lo relevante es la torpeza de la diplomacia española a la hora de hacer política. Fundamentalmente, en estos minutos de la basura de la actual legislatura, en los que la mayoría de los miembros del Ejecutivo parece estar más preocupada por preparar las próximas elecciones que por culminar con éxito cuatro años de Gobierno.

La obsesión de la diplomacia por ocupar cargos en las instituciones europeas no es sólo legítima, sino necesaria. Es evidente que situar a políticos españoles en puestos claves de la Administración internacional beneficia al país. Pero esa estrategia es un cascarón vacío si al mismo tiempo la diplomacia española no se compromete de hoz y coz con los grandes asuntos que se juegan en el tablero internacional, aunque eso le suponga tener que explicárselo con paciencia franciscana a la opinión pública. Y el hecho de que el entorno del presidente del Gobierno hable de situar a España en la ‘retaguardia’ da idea de la escasa ambición de la política exterior española.

Existe, en este sentido, un reciente trabajo de los investigadores del Instituto Elcano Félix Artega y Diana Barrantes muy ilustrativo que pone de relieve hasta qué punto España hace política exterior de cartón piedra, básicamente destinada a satisfacer a la opinión pública intentando presentar a las Fuerzas Armadas como una ONG.

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Mucha presencia, poca influencia

En el mapa que incluyen en su trabajo Artega y Barrates se puede observar que España se sitúa a la cola de los países aliados que menos gastan en defensa en relación al PIB (niveles similares a los de Islandia y las repúblicas bálticas); pero, al mismo tiempo, su índice de presencia militar en el extranjero se sitúa en un meritorio sexto puesto de la OTAN para un país que invierte menos del 1% en fuerzas armadas. La causa de este sinsentido tiene que ver con el bajísimo nivel de contribución en investigación y desarrollo. Es decir, mucha presencia, pero escasa influencia.

Esta alarmante contradicción explica que España siga al margen del núcleo duro en seguridad y defensa pese a la evidente correlación entre diplomacia civil y poder militar, como se puso de manifiesto antes de 1986, cuando España entró en la Unión Europea. Incluso, las negociaciones sobre un nuevo Tratado comercial entre EEUU y la UE se justifican más por consideraciones geopolíticas que estrictamente económicas.

La presencia en el mundo, en todo caso, no tiene que ver sólo con el número de cargos o la fuerza militar, sino con otros factores intangibles como la lengua o la potencia cultural o científica que no dependen de la diplomacia, pero también con la solvencia y soberanía económica de un país a través de su tejido productivo.

Y en esto, España todavía tiene que recorrer un largo camino. Un país excesivamente dependiente en cuestiones tan esenciales como la energía o la financiación exterior (la deuda exterior neta equivale al PIB) no puede pretender tener una potente voz en el exterior.  Sobre todo cuando cuenta con una diplomacia ramplona y poco eficaz que en ocasiones, como en la época de Zapatero, es hasta poco de fiar.

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Un miembro del Gobierno dice de él que es un calvinista. Pero se equivoca. Jeroen Dijsselbloem es católico. Lo paradójico es que, al mismo tiempo, acierta cuando describe al ministro de Finanzas holandés –sin ánimo peyorativo– como un ‘calvinista’.

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