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Carlos Sánchez

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El informe que puede salvar Cataluña

Hannah Arendt consideraba que la no pertenencia a grupos sociales -la apatía ante la cosa pública- podía derivar en gobiernos abusivos. O sistemas totalitarios

Foto: Varios manifestantes agitan esteladas durante la celebración de la Diada en Barcelona. (AP)
Varios manifestantes agitan esteladas durante la celebración de la Diada en Barcelona. (AP)

Hannah Arendt lo denominó "apatía cívica", y lo que en realidad escondía esa expresión era un recelo. La pensadora alemana consideraba que la no pertenencia a grupos sociales definidos -la apatía ante la cosa pública- podía derivar en gobiernos abusivos. O, incluso, en sistemas totalitarios.

No es, por supuesto, el caso de Cataluña. Pero años de mirar hacia otro lado en todo lo relacionado con la corrupción pública durante el pujolismo –el corolario y la consecuencia obvia del desentendimiento ciudadano con la labor de los gobernantes– ha contribuido a crear ese caldo de cultivo que denunciaba Arendt. Buena parte del actual independentismo ha fermentado y crecido sobre esa realidad.

Pero también un porcentaje importante de la opinión pública española –quienes quieren que todo siga igual– ha construido su trinchera sobre otra circunstancia no menos cruel que convierte la pertenecía a una comunidad en un fenómeno simplemente histórico.

Paradójicamente, y aquí está la contradicción, en línea con la absurda apelación al historicismo que hacen los distintos nacionalismos para defender sus reclamaciones. El gran historiador José Antonio Maravall lo denominó con acierto el “pensamiento pretérito”, y para desterrar esa idea solía recordar que hasta la objetividad científica no está exenta de interpretación. Ponía un ejemplo. Para entender quién era Alfonso X hay que comprender primero lo que significaba ser rey en la Castilla del siglo XIII. Y para comprender qué es la Cataluña del siglo XXI no es suficiente tirar únicamente de la Historia.

Todo es interpretable a la luz del pensamiento contemporáneo. Y por eso sorprende la ausencia de matices en todo lo que rodea al proceso soberanista catalán. Probablemente, haciendo bueno aquello que decía Goethe: “El orgullo más barato es el orgullo nacional”. Sobre todo cuando las ideas se fundamentan de forma exclusiva en el pasado.

Causa independentista

Algunos podíamos pensar –equivocadamente– que el ‘caso Pujol’ tendría un claro efecto desmovilizador, pero la realidad está ahí. Probablemente, porque la maquinaria del Estado cuando se ha puesto a funcionar para denunciar casos de corrupción –demasiado tarde– ha logrado el efecto contrario. El proceso soberanista no se desactivará fácilmente. Ni siquiera aunque gane el ‘no’ en Escocia. El catalanismo político, como bien escribía hace unos días Juan Tapia en este periódico, se ha entregado a la causa independentista.

Ocurra lo que ocurra el 9 de noviembre, no habrá triunfadores salvo que Rajoy, Mas y el nuevo líder socialista, Pedro Sánchez, además de las fuerzas que quieran incorporarse al pacto, sean capaces de encontrar una salida inteligente que bien podría estar en ese documento de 12 páginas que, según algunos, ha sido entregado al presidente del Gobierno, y que sugiere incluir una disposición adicional en la Constitución para habilitar algún tipo de consulta –por supuesto que en otra fecha y con otra pregunta muy distinta– amparada esta vez por la fuerza del Estado y en la próxima legislatura. Ahora las heridas están demasiado abiertas. Como se hace cuando una comunidad autónoma vota su Estatuto. No para sacar a Cataluña fuera de España –lo cual sería una barbaridad y un terrible error– sino para reubicarla.

El documento lo ha redactado un diplomático español que ha toreado en plazas secesionistas, y lo que en realidad pretende es recuperar la vieja idea del Pacto fiscal con Cataluña que saltó por los aires cuando Mas, Pujol y la dirección de CiU se echaron en brazos de ERC y del movimiento soberanista. Un Pacto Fiscal basado en el Concierto en línea con la propuesta aprobada en octubre de 2011 por una comisión creada para la ocasión, y que de forma poco meditada fue rechazada. Probablemente, porque no se presentó en la mejor coyuntura política y económica, y en este caso la responsabilidad fue de los nacionalistas. Incapaces de entender el momento histórico que vivía España. En su lugar se agarraron a esa falacia del derecho a decidir que ningún Gobierno puede aceptar.

En el fondo sería recuperar la idea del bilateralismo –tan vilipendiada por algunos– que en contra de lo que suele creerse no es ajena a la propia Constitución de forma implícita. La ley de régimen jurídico de las administraciones públicas –nacida de un pacto previo de los principales partidos políticos– lo habilita de forma precisa como un instrumento esencial para garantizar la lealtad institucional sobre la base de la cooperación. Y lo mismo hace la ley reguladora del Tribunal Constitucional cuando prevé los mecanismos necesarios para presentar recurso de inconstitucionalidad.

No existe, por ello, ningún impedimento legal para reforzar los mecanismos de cooperación bilateral a través de comisiones Estado-CCAA que en algunos casos llevan funcionando más de 30 años y han resistido todo tipo de gobiernos.

A capa y espada

De hecho, la bilateralidad es la esencia de las relaciones entre el Estado y el País Vasco y Navarra. Y es el propio Gobierno de Rajoy –como puso de manifiesto el ministro Montoro en su última comparecencia parlamentaria– quien defiende a capa y espada ante Europa esa forma de autogobierno que ampara la Constitución de 1978.

La bilateralidad, en todo caso, es compatible con la existencia de órganos multilaterales de discusión y negociación, como es el Consejo de Política Fiscal y Financiera, a la espera de que algún gobierno tenga el arrojo de cerrar el Senado o cambiarlo para adecuarlo a su función constitucional de cámara territorial. La bilateralidad, en todo caso, nada tiene que ver con la lógica confederal, como se llegó a proponer en su día en Cataluña.

Es obvio que su fortalecimiento cuenta con un problema esencial. En el conjunto de España se ha instalado un mezquino comportamiento de muchos barones regionales y de buena parte de la opinión pública y publicada que entienden el Estado a la luz del aquel viejo dicho de la España medieval: "O todos moros o todos cristianos", lo cual convierte el mapa territorial en un permanente campo de batalla. Desconociendo que sólo la flexibilidad política es capaz de salvar los obstáculos. Las estructuras rígidas, como conocen los ingenieros y los arquitectos, tienden a quebrarse

El historiador Philip Jenkins tiene una tesis sugerente y ajustada a la realidad. En EEUU, las tentaciones secesionistas se sofocaron con flexibilidad política. Y fue esa elasticidad lo que permitió acometer complejos procesos de integración de estados muy diferentes en un vasto territorio y con culturas muy distintas sin que se hayan producido grandes conatos de autodeterminación (salvo en la guerra civil). Es decir, se necesitan ideologías flexibles que no hagan política a la luz del pasado. En palabras del sabio Maravall, la historia es un continuo en el que se dan discontinuidades. Nunca una línea continua.

Hannah Arendt lo denominó "apatía cívica", y lo que en realidad escondía esa expresión era un recelo. La pensadora alemana consideraba que la no pertenencia a grupos sociales definidos -la apatía ante la cosa pública- podía derivar en gobiernos abusivos. O, incluso, en sistemas totalitarios.

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