Mientras Tanto
Por
Aquellos salvapatrias que saquearon España
La política española tiene tan poca credibilidad que si hoy el presidente del Gobierno dijera que España es un país situado al sur de Francia, nadie le creería
A Margaret Thatcher se le atribuye una frase ingeniosa muy repetida en los años 80: “Ser poderoso –sostenía– es como ser una dama: si tienes que decir que lo eres, es que no lo eres".
A la política española le pasa lo mismo. Tiene tan poca credibilidad que, si hoy el presidente del Gobierno dijera que España es un país situado al sur de Francia, nadie le creería. Sin duda, por los errores y desmanes cometidos en los últimos años, en los que el sistema político no ha sabido entender que una corriente de fondo –que empuja necesariamente el cambio– se movía por debajo de sus escaños. En su lugar, antes el PSOE y ahora el PP, optaron por encerrarse en su propia precariedad. Y lo que es todavía peor, en la indigencia intelectual y en la soberbia.
La consecuencia, como no podía ser de otra manera, es una degradación general de las instituciones, como se ha puesto de manifiesto en la crisis del ébola. El problema no es que Ana Mato sea una calamidad. O que el presidente y la vicepresidenta se hayan puesto de perfil en los primeros días de la crisis. O que se haya producido una cadena de despropósitos que tiene más que ver con la molicie y la improvisación que con la profesionalidad de quienes han participado en un sainete trágico. El problema es el descrédito general de la clase política, desnuda de toda autoridad ante los ciudadanos.
Hoy el problema de España es que ha desaparecido el prestigio de la política. La autoridad en el sentido clásico del término. En palabras de Jovellanos, España sigue siendo una nación sin cabeza
Nadie cree lo que diga un ministro ni mucho menos un ridículo consejero de Sanidad que asegura ser médico, pero que lleva 30 años viviendo de la cosa pública (fue durante seis años, seis, consejero de Telemadrid). Nadie se cree nada. Ni siquiera lo que digan esos humildes parlamentarios o concejales –que los hay– que hacen bien su trabajo con honestidad y decencia. Una vez más, la vieja dicotomía entre poder (vinculado al ejercicio de la fuerza) y autoridad (una cuestión de legitimidad).
Hoy el problema de España es que ha desaparecido el prestigio de la política. La autoridad en el sentido clásico del término. En palabras de Jovellanos, España sigue siendo una nación sin cabeza.
La desconfianza, obviamente, tiene que ver con la corrupción y la ineptitud, que al unísono han acabado por liquidar toda comunicación –salvo algunas excepciones– entre los políticos y sus representados. Hoy un político –da igual el escalafón– es un bulto sospechoso que en ocasiones, ni siquiera, puede acudir a un restaurante por miedo a ser increpado o agredido. Nadie –o casi nadie– se salva de la quema. Y es que el sistema surgido de la Transición es, en realidad, lo que está en entredicho. Y casos como el del exdirigente minero José Ángel Fernández Villa son sólo un episodio más en la tragedia de corrupción que vive España.
La caída a los infiernos
La corrupción, sin embargo, no tiene que ver sólo con la cleptocracia modelo Caja Madrid, sino, sobre todo, con la utilización de la mentira como instrumento de la acción política. Hay, en este sentido, un tramo de la vida de Fernández Villa verdaderamente singular que resume la caída a los infiernos de aquellos que algún día se presentaron como salvadores de la patria y que en realidad son vulgares saqueadores de la cosa pública atrapados por su propia impostura.
El exboxeador asturiano José Ramón Gómez Fouz –fue campeón de Europa– documentó en un libro el papel desempeñado por el capo de los mineros como confidente de la policía franquista en los años más negros de la represión. Gómez Fouz, hijo de un policía, pudo acreditar en su libro Clandestinos que Fernández Villa había sido confidente de Claudio Ramos, el siniestro jefe de la Brigada Político-Social de Asturias. Nunca nadie dijo que aquella información fuera incierta, ni el propio interesado.
Fernández Villa no es, por supuesto, el único que ha construido un discurso sobre la mentira. El propio José Antonio Moral Santín –el cooperador necesario para el saqueo de Caja Madrid como principal apoyo de Blesa– justificaba a comienzos de los años 80 el golpe de Estado de Jaruzelski en Polonia con un argumento demoledor: "No se pueden supeditar ni la moral ni las convicciones a la realpolitik". Con razón, posteriormente, se hizo prosoviético –si algún día dejó de serlo– a las órdenes de Ignacio Gallego. De ahí, sin solución de continuidad, a la vicepresidencia de Caja Madrid de la mano del Partido Popular y de CCOO, con quien pactó el asalto al poder de la caja de ahorros. Fernández Villa o Moral Santín no son más que vulgares usurpadores de la democracia.
Sin embargo, a veces, de forma injusta, se culpa a la propia democracia de amparar a los corruptos, pero son estos en realidad quienes emponzoñan la vida política. Y sólo cuando tanta basura se convierte en estructural se puede hablar de un problema sistémico. Pero la culpa no la tiene la democracia, sino quienes la pisotean con comportamientos deleznables a partir de la peor de las corrupciones, la corrupción intelectual basada en la mentira. Y muchos de quienes hoy se llenan la boca de democracia no son más que farsantes.
Fernández Villa, Moral Santín o Vicenç Navarro -en el lado de la izquierda- no son más que la trágica caricatura de una democracia agujereada de demócratas, lo que explica el hartazgo de la opinión pública ante tanta basura
Democracia burguesa
Hay, en este sentido, un texto del economista Vicenç Navarro escrito en los años 80 en el que el ahora ideólogo económico de Podemos recelaba de los sistemas públicos de salud –ponía como ejemplo el modelo británico– porque, en su opinión, suponían un aparato de legitimación de la burguesía y del propio Estado. En un párrafo impagable escrito en la revista Mientras Tanto, incluso, cuestionaba el valor de la democracia. “Considerar las luchas parlamentarias como el foco básico de la transformación –sostenía– es algo ya de por sí contraproducente”. Y para remachar su idea aseguraba Navarro que “medir el poder político fundamentalmente en base a los votos o escaños obtenidos en el parlamento significa no comprender la naturaleza del poder”. Ni que decir tiene que Navarro defendía la superioridad de la dictadura del proletariado frente a la democracia burguesa.
Fernández Villa, Moral Santín o Vicenç Navarro –en el lado de la izquierda– no son más que la trágica caricatura de una democracia agujereada de demócratas, lo que explica el hartazgo de la opinión pública ante tanta inmundicia. Su comportamiento no difiere mucho de esos falsos liberales que asaltan sin pudor el poder envalentonados por su sintonía con el Partido Popular. Hijos de esa podredumbre que ha amamantado con primor Esperanza Aguirre durante años.
¿O es que la Comunidad de Madrid no tiene ninguna responsabilidad en el saqueo de Caja Madrid? O en el caso Gürtel. O en la ruina de Telemadrid. O en la colocación de advenedizos en puestos clave de la Administración (la propia Aguirre puso a su secretaria como miembro del comité de auditoría de BFA/Bankia sin tener repajolera idea). O es que no es corrupción intelectual nombrar como presidente de RTVE a alguien que ha cobrado del PP mientras trabajaba en ABC como cronista parlamentario. Sin duda que la degradación de las ideas es la peor de las corrupciones y el origen del descalabro.
No es un problema económico. Ni siquiera legal, como quieren hacer creer los ventajistas. Es, sobre todo, moral. O ético. Y cuando Aristóteles inventó el concepto de corrupción tomándolo de la biología –los seres vivos tienden a corromperse– lo que hacía era advertir que el poder arrastra necesariamente a la putrefacción de los sistemas políticos si no hay autoridad. Pero esta, ni está ni se la espera.
A Margaret Thatcher se le atribuye una frase ingeniosa muy repetida en los años 80: “Ser poderoso –sostenía– es como ser una dama: si tienes que decir que lo eres, es que no lo eres".