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SUMARIOSMientras el mundo está sufriendo cambios trascendentales (lo que está en juego es la hegemonía de unas regiones sobre otras), España sigue discutiendo sus viejas miserias:

Foto: El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, saluda al secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados. (Reuters)
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, saluda al secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados. (Reuters)

Comentaba hace unos días en privado el presidente de una comunidad autónoma que nunca, quizá desde Suárez, ningún jefe de Gobierno había tenido sobre sus espaldas tantos problemas como Rajoy: Cataluña, corrupción, crisis económica, desprestigio de la política, resurgimiento de los populismos…

Seguramente, la comparación sea exagerada. Calvo-Sotelo, González, Aznar, y hasta Zapatero en su segunda legislatura, vivieron tiempos muy difíciles que incluían fenómenos como el terrorismo y la amenaza golpista, ambos felizmente arrumbados.

Hay, sin embargo, una cosa cierta que dejaba entrever el amargo comentario del político del PP, muy cercano al presidente. El jefe de Gobierno transmite hoy a la opinión pública la imagen de un hombre superado por los acontecimientos que ha perdido la iniciativa política y casi toda capacidad de respuesta, más allá de forzadas comparecencias públicas planteadas a destiempo y con desgana. Camina siempre a remolque de los acontecimientos pese a contar con una sólida mayoritaria absoluta. Y su olfato político parece hoy atrofiado. Una imagen muy distinta a la que le gustaba transmitir al conde duque de Olivares, a quien uno de sus muchos aduladores dibujaba siempre a la manera de Atlas.

Mientras el mundo está sufriendo cambios trascendentales (lo que está en juego es la hegemonía de unas regiones sobre otras), España sigue discutiendo sus viejas miserias: corrupción, vertebración territorial o los viajes privados de un personaje como Monago

Atlas, como se sabe, pidió a su compañero Hércules que le ayudara un momento mientras él se cambiaba de hombro el globo terráqueo, cuyo peso estaba condenado a aguantar por toda la eternidad. Y así es como aparecía el conde duque en algunas imágenes de la época: con el mundo a sus espaldas, erguido sobre sus formidables bigotes.

Rajoy, por supuesto, no tiene ni astucia ni la intuición de Olivares, pero hoy, como el valido de Felipe IV, también tiene algo de personaje trágico –y hasta épico– decidido a inmolarse para salvar a los suyos. Probablemente, por ese unamuniano sentimiento trágico de la vida tan característico de las élites políticas españolas, y que tuvo su momento más glorioso cuando Felipe González dijo a finales de los años 70 que él había perdido su libertad para que otros la ganaran.

Nuevas mayorías

De otra manera no se entiende que cuando los problemas azuzan ningún gobierno de la democracia haya sido capaz de crear nuevas mayorías políticas y sociales alrededor de un objetivo común. En estos momentos, la modernización del sistema político para mejorar la calidad de la democracia y el diseño de un sistema productivo sostenible a largo plazo capaz de enfrentarse de forma resuelta a los ciclos económicos.

En su lugar, se ha optado por la cerrazón y el inmovilismo para encarar los problemas confiando sólo en las mayorías absolutas. Cuando en la política cada vez es más relevante el viejo concepto gramsciano de hegemonía. Mucho más difuso y vago, pero más permeable (Aznar hablaba de lluvia fina)  a través de la capacidad de influencia de las ideologías. Ese es, en realidad, el gran triunfo de Podemos. No solo estar allí cuando el sistema se político se resquebrajaba.

Ahora, sin embargo, ya es demasiado tarde para recomponer los consensos. El gran año electoral está a la vuelta de la esquina y hoy es imposible tejer acuerdos, aunque sean mínimos. Ya solo se piensa en las elecciones, como reconocía hace unos días en este periódico un dirigente socialista. El todos contra todos se ha vuelto a instaurar en la política española.

Rajoy, mal aconsejado, pensó que era suficiente con que la economía creciera en torno al 2% para sacar al país de la situación en que le había dejado Zapatero. Pero la realidad es mucho más cruda. No solamente por el hecho de que la crisis política y la económica se alimentan mutuamente (una es fruto de la otra, y viceversa), sino, sobre todo, porque esa estrategia tiene consecuencias letales a largo plazo. El país vive anestesiado por el pasado y no es capaz de adivinar el futuro.

Esta visión endogámica y cortoplacista de la cosa pública es lo que explica el florecimiento de los viejos populismos y de los demagogos, que no entienden de cuestiones estratégicas, sino que se mueven con soltura en la ciénaga de la peor política

Las consecuencias son evidentes. Mientras el mundo está sufriendo cambios trascendentales (lo que está en juego es la hegemonía de unas regiones sobre otras), España sigue discutiendo sus viejas miserias: corrupción, vertebración territorial o los viajes privados de un personaje como Monago, que se ha pagado una campaña a favor de su gobierno con el dinero de todos los extremeños sin que produzca escándalo.

Estamos, sin embargo, ante cambios transcendentales que se sintetizan en una comparación colosal rescatada hace unos meses por el Real Instituto Elcano: el PIB mundial se multiplicó siete veces en la segunda mitad del siglo XX, y eso ha gestado un nuevo equilibrio de poderes.

El viejo provincianismo

Aquí, por el contrario, triunfa el provincianismo más rancio y simplista, en lo que tienen mucho que ver las televisiones, que han convertido la política en un burdo programa de entretenimiento. Apenas se discute sobre las grandes cuestiones que marcarán la agenda del planeta en los próximos años en pleno déficit de gobernabilidad a nivel global: el abastecimiento energético, el envejecimiento, el cambio climático, la ciberseguridad, el despoblamiento de amplios territorios en favor de las ciudades, los flujos migratorios, los avances tecnológicos, la multiculturalidad, la creciente desigualdad… Ni mucho menos sobre cuestiones más cercanas en el tiempo, como la reciente cumbre Asia-Pacífico, con indudables consecuencias para España. Probablemente, porque sigue siendo más fácil copiar que inventar, algo que ha marcado la historia de España en los últimos siglos.

Aquí, Cataluña, el fenómeno Podemos y la corrupción marcan la agenda. Sin duda, por la existencia de un parlamento adormecido e incapaz de observar más allá de lo obvio, y que responde de forma mecánica a los problemas a través del juego de mayorías. Pero sin ninguna visión estratégica para guiar el futuro. Es decir, un legislativo capturado por el ejecutivo sin pudor alguno. Y un Gobierno ensimismado en sus propias ruinas.

Ese es, en realidad, el gran fracaso de Rajoy, haber dejado la iniciativa en manos de otros que marcan la agenda. Hasta el extremo de que el propio presidente del Gobierno repite de forma machacona que es Artur Mas quien tiene que decirle lo que hay que hacer en Cataluña; que es Pedro Sánchez quien debe explicarle qué reforma de la Constitución quiere para el país, y que es el Fiscal General, y no el Gobierno de la Nación, quien debe decidir si finalmente se querella en nombre del Estado contra los organizadores de la consulta.

Esta visión endogámica y cortoplacista de la cosa pública es lo que explica el florecimiento de los viejos populismos y de los demagogos, que no entienden de cuestiones estratégicas, sino que se mueven con soltura en la ciénaga de la peor política, donde perecen las palabras sabias y los conceptos matizados. Algún día alguien mirará atrás y llegará a la conclusión de que España perdió una posibilidad histórica.

Comentaba hace unos días en privado el presidente de una comunidad autónoma que nunca, quizá desde Suárez, ningún jefe de Gobierno había tenido sobre sus espaldas tantos problemas como Rajoy: Cataluña, corrupción, crisis económica, desprestigio de la política, resurgimiento de los populismos…

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