Mientras Tanto
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Por qué Rajoy y Pablo Iglesias se necesitan
La eclosión de Podemos provocará una respuesta defensiva de Rajoy, cuya estrategia pasa por aparecer ante sus electores como el líder de un partido de orden
Resulta llamativo que la primera víctima del cambio político en España vaya a ser Izquierda Unida. Los dos partidos que han gobernado España desde la Transición -salvo el breve periodo de UCD- sufrirán, con toda probabilidad, un duro castigo en las urnas tanto en las municipales y autonómicas como en las generales. Pero ni el PP ni el PSOE (con evidente responsabilidad en la arquitectura institucional del país y en última instancia en la mala calidad de la democracia) corren el riesgo de desaparición.
Ni Franco logró lo que ha conseguido Pablo Iglesias en poco más de medio año. Una auténtica ironía del destino habida cuenta del nombre y primer apellido del fundador y líder de Podemos. El viaje comunista –en su versión original– llega a su fin casi 100 años después de la ruptura histórica de la izquierda tras la revolución rusa.
Lo más paradójico, con todo, es que el derrumbe de IU no tiene nada que ver con el célebre programa, programa, programa, que diría Julio Anguita (que no es sustancialmente distinto al esbozo que ha presentado Podemos), sino con la puesta en marcha de un formidable aparato de propaganda que el politólogo Miguel Candelas ha calificado con lucidez como ‘proverbio mesopotámico’.
Candelas recuerda una vieja sentencia del mundo antiguo que sostiene que quien pone nombre a las cosas comienza a adueñarse de ellas. Y eso es, exactamente, lo que ha hecho Podemos construyendo un nuevo discurso: la ‘casta política’, la ‘gente’, el ‘empoderamiento’ o el ‘rescate ciudadano frente a los mercados’ destinado a sustituir conceptos trasnochados como la lucha de clases o la burguesía, con escasa capacidad de movilización.
Muchos de esos conceptos ya fueron esbozados hace más de un siglo –por lo tanto no son nada originales– por profesores conservadores como Gaetano Mosca, quien elaboró su conocida teoría sobre la ‘clase política’ como representación formal de élites que tienden a reproducirse al margen de la ciudadanía en aras de lograr el monopolio del poder. Mosca hablaba de ‘castas hereditarias’, y denunciaba que la clase gobernante se reducía a un cierto número de familias, por lo que la cuna era el único criterio que determinaba la composición de la clase política.
La polarización de la vida pública
La probable desaparición de IU –hasta convertirse en una organización marginal– no tiene por qué significar, sin embargo, un vuelco en los métodos de selección de las clases dirigentes. Al contario.
La evidente polarización de la vida política (que se lleva por delante a todas las fuerzas con un discurso matizado y sutil) provocará algo parecido a aquello que los economistas denominan ‘externalidades negativas’, que se producen cuando determinadas decisiones de los agentes económicos –en este caso la no acción política– tienen efectos adversos no previstos inicialmente. Por ejemplo, todo el mundo celebra la construcción de una fábrica por los empleos que crea, pero es evidente que su puesta en marcha puede provocar problemas medioambientales no calculados.
En la política sucede lo mismo. La eclosión de Podemos provocará -ya lo está haciendo- una respuesta a la defensiva por parte de Mariano Rajoy, cuya estrategia –diseñada según parece por ese fantasmagórico personaje que responde al nombre de Pedro Arriola– pasa por aparecer ante sus electores como el líder de un partido de orden y de provecho a quien preocupa, sobre todo, la estabilidad política. Eso significa que el PP, y este es el problema, ha renunciado a reformar las instituciones. Sin duda, una de las causas últimas que explican la intensidad de la crisis. Fruto de la burbuja del crédito, pero amplificada por la mala calidad del sistema político.
Rajoy tenía dos opciones: atrincherarse o liderar un proceso de reformas profundas más allá de las económicas. Ha optado por la primera.
El resultado, como no puede ser de otra manera, es un escenario político a medio plazo inmovilista y hasta petrificado. Precisamente, por una concepción sectaria del poder (el PSOE forma parte de esta estrategia), que en lugar de buscar la cooperación de los participantes en la cosa pública –esa es la esencia de la democracia en sociedades complejas como la española– se basa simple y llanamente en la imposición de las ideas a la luz de las mayorías parlamentarias.
Es indudable que la estrategia de presentar al PP como un partido ‘serio’, como le gusta decir a Rajoy, puede ser útil a corto plazo. Al fin y al cabo, esgrimir el voto del miedo frente al cambio político sirve para aglutinar el sentimiento conservador frente a la amenaza de grupos que quieren asaltar el poder, ya sea fragmentándolo territorialmente o creando falsas ilusiones que necesariamente llevarán a la frustración y a la melancolía.
Una estrategia leninista
Por supuesto que Rajoy no tiene el monopolio del inmovilismo. Quienes se presentan hoy como los protagonistas del cambio son incluso menos permeables a las transformaciones sociales, aunque pueda parecer lo contrario.
Pretender transformar hoy, como hace Podemos, sociedades complejas y llenas de aristas y matices a través del BOE –una visión simplista y ciertamente leninista del poder– no es más que una majadería propia de organizaciones que pelean entre sí con nombres tan ridículos como ‘Claro que Podemos’, ‘Podemos Ganar’, ‘Sí se Puede’ o ‘Podemos por la Dignidad’, y que en realidad esconden una solemne memez, que es aparecer ante la opinión pública como una especie de partido-movimiento a quien une sentimientos, no ideas. Peronismo en estado puro.
Este análisis tosco de la realidad es, precisamente, el que hace que España siga siendo un país extraordinariamente ajeno a los cambios institucionales y políticos. Yo o el caos, en el caso de Rajoy; Yo o la casta, en el caso de Pablo Iglesias. La polarización de la vida política –a través de la televisión– es vital para esta estrategia. Y están en ello.
Así es como la ausencia de cooperación ha provocado la creación de compartimentos estancos en la vida pública –las dos orillas de las que hablaba Anguita– que impiden transformaciones de calado sobre la base del consenso social y político, que son en realidad las que sobreviven a varias generaciones. La reciente historia de Europa tras 1945 es el mejor ejemplo de ello.
Esta realidad es todavía más perniciosa cuando la acción de gobierno se articula a través de políticas públicas que sólo pretenden el control social –y no la emancipación de sus beneficiarios– a través del presupuesto. Lo que Galdós denominaba el pasto nacional. En el fondo, un nuevo fracaso del sistema parlamentario. Incapaz de asumir el valor de la tolerancia política en un mundo complejo que ya no se puede interpretar a la luz de las categorías clásicas.
Resulta llamativo que la primera víctima del cambio político en España vaya a ser Izquierda Unida. Los dos partidos que han gobernado España desde la Transición -salvo el breve periodo de UCD- sufrirán, con toda probabilidad, un duro castigo en las urnas tanto en las municipales y autonómicas como en las generales. Pero ni el PP ni el PSOE (con evidente responsabilidad en la arquitectura institucional del país y en última instancia en la mala calidad de la democracia) corren el riesgo de desaparición.