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La ética política y el disparate del economista suicida
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Carlos Sánchez

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La ética política y el disparate del economista suicida

La economía se parece cada vez más a la loca carrera que inician los conductores suicidas. Una especie de fuga hacia delante que ha acortado los ciclos. Poco importa la herencia que se deja

Foto: El ministro de Finanzas francés, Michel Sapin, Luis de Guindos y el italiano Pier Carlo Padoan. (EFE)
El ministro de Finanzas francés, Michel Sapin, Luis de Guindos y el italiano Pier Carlo Padoan. (EFE)

¿Qué es un economista? Un viejo aserto los compara con los pilotos suicidas, aunque con una particularidad. Los economistas conducen por la dirección equivocada, pero, al mismo tiempo, calculan -valiéndose del retrovisor- el número de cadáveres que van dejando tirados a ambos lados de la cuneta. El presidente Roosevelt, con razón, sostenía en un célebre discurso pronunciado en medio de la Gran Depresión que “lo único que debemos temer es a nosotros mismos”. Sobre todo si son economistas (o políticos metidos a dar clases de la ciencia lúgubre) con alguna tendencia suicida.

Este comportamiento disparatado es, en realidad, lo que explica la existencia de ciclos económicos cada vez más numerosos e intensos. Sin duda, por la proliferación de políticas desesperadas -normalmente mediante la creación de burbujas financieras o desregulando de forma insensatamercados complejos- con el fin de cubrir un determinado horizonte temporal que suele coincidir con las elecciones. Es lo que algunos filósofos han denominado ‘cultura de lo urgente’.

El resultado, como bien sabe este país, se suele traducir en un sistema económico sin apenas resistencias -por ausencia del mínimo sentido de la responsabilidad- que sucumbe cada cierto periodo de tiempo (la media histórica entre recesión y recesión se sitúa entre ocho y diez años), pero que, al mismo tiempo, emerge con fuerza cuando soplan vientos de cola por causas fundamentalmente exógenas debido a la mayor integración europea y en menor medida a las reformas. ¿Cuánto estaría creciendo España si no fuera por la debilidad del euro, por el desplome de los precios del petróleo, por la manta de liquidez que proporciona el BCE o por el hecho de que Bruselas diera dos años más para alcanzar un déficit equivalente al 3% del PIB?

Hasta ahora se entendía que el trabajo formaba parte de la emancipación personal. Ahora, el salario depende de factores externos

Ni que decir tiene que la catarsis colectiva comienza (‘hemos aprendido la lección…’) cuando las consecuencias del desastre se perciben con crudeza en la opinión pública.

Por entonces, sin embargo, el conductor suele haberse dado a la fuga. En unos casos a la manera escapista del genial Houdini. Algunos, incluso, tienen la osadía de dar lecciones sobre lo mal que lo hacen sus sucesores, como si los cadáveres que ellos dejaron en la cuneta fueran ajenos a su estrategia de fuga hacia adelante. Ese comportamientose suele resumir en una castiza expresión: ‘Quien venga detrás que arree’. No es de extrañar, por eso, que el filósofo Daniel Innerarity reclame en su última obra una nueva teoría del tiempo social.

No se trata de un fenómeno estrictamente español. Pero la prueba del nueve tiene que ver con la abundancia de crisis financieras nacidas al margen de los ciclos naturales de la economía, cuyo origen, simplificando, hay que relacionar con los desajustes entre oferta y demanda.

Entre esas causas que provocan las crisis se encuentra un fenómeno cada vez más extendido y que hay que vincular a la evolución de los salarios, y que ha provocado fenómenos como el llamado ‘filantrocapitalismo’, que nace cuando determinadas élites económicas (Soros, Warren Buffet o Bill Gates) suplantan el papel del Estado para reequilibrar rentas y atender a sectoresnecesitados.

Socialización de pérdidas

El despropósito llega al extremo en países como EEUU, donde es el propio Estado quien subvenciona una parte de los salarios (en España lo propone Ciudadanos), lo que supone una socialización de pérdidas sin precedentes.

En Europa -y desde luego en España- se hace de una forma más sutil, y es el propio Gobierno quien incentiva una devaluación competitiva (reducir los salarios reales), pero, al mismo tiempo, excluye a las nóminas muy bajas del pago del IRPF, lo que supone una subvención encubierta de las empresas, que así pueden contratar pagando menos por el factor trabajo.

Los partidos populistas tienden a compensar los bajos salarios con ayudas fiscales que paga el resto de contribuyentes

El problema, como es obvio, es que el sistema de protección social (básicamente las pensiones) se financia con nóminas en el marco de un sistema de reparto, y si las bases reguladoras descienden, también lo harán por pura coherencia la cuantía de las pensiones futuras. Aunque no sólo eso. Al mismo tiempo, las bases imponibles del IRPF se resienten de forma intensa, por lo que esa erosión limita la capacidad redistributiva de los impuestos, una de las funciones esenciales del Estado en cualquier país civilizado. Sin contar con el efecto macroeconómico que tiene el avance de la robótica, que permite aumentar la productividad, pero que debilita el efecto de los salarios sobre el consumo y la inversión.

Así es como se hainstalado en muchas sociedades un fenómeno nuevo pero que tiene un impacto extraordinario sobre la estructura social y económica del país: el fenómeno de los trabajadores pobres,y que recuerda a la célebre paradoja del agua y los diamantes.

Esta paradoja surge ante la evidencia de que mientras la utilidad del agua es infinita, poseer diamantes es perfectamente inútil. Sin embargo, en una economía de mercado, donde se intercambian bienes, los diamantes valen más que el agua porque su utilidad marginal es mayor. Algo parecido sucede con el trabajo, que con una legión de parados (23,7 millones en la UE) pierde valor.

Hasta ahora se entendía, al menos en los países avanzados, que el trabajo formaba parte de la emancipación personal. O lo que es lo mismo, la autonomía y la libertad del ciudadano -la materia prima que explica el nacimiento del Estado-nación- se basaba en la capacidad económica individual. Ahora, sin embargo, y a modo de muleta salvadora, el salario depende de factores externos (filantrocapitalismo o ayudas de Estado), lo que fomenta el clientelismo político.

Los partidos populistas tienden a compensar los bajos salarios con ayudas fiscales que paga el resto de contribuyentes. Fundamentalmente, las clases medias que superan determinados nivel de rentas (cada vez menores), lo que explica el ‘cabreo’ de muchos ciudadanos con el sistema político, ya que sólo los muy pobres (los que el Estado incentiva con los bajos salarios) tienen acceso a las ayudas públicas. Algo que está detrás del nacimiento de partidos xenófobos en toda Europa. Los ciudadanos están dispuestos a soportar a regañadientes una caída de los ingresos para que la economía se recupere, pero dentro de un horizonte temporal razonable y siempre que no se sientan discriminados.

El desorden

El desorden intelectual de la izquierda no ha hecho mucho por la recuperación de la dignidad del salario. Ni Clinton ni Blair -los últimos baluartes de una nueva forma de hacer política desde la izquierda- abordaron este asunto, que está en el centro del contrato social. Ni, por supuesto, la socialdemocracia alemana cumple ahora un papel relevante, sino sólo residual. El ensanchamiento de la desigualdad en los países de la OCDE, de hecho, tiene mucho que ver con ello.

Curiosamente, sin embargo, el fenómeno de la desigualdad suele verse como consustancial al sistema económico, pero sus implicaciones políticas están muy poco estudiadas. Unos de los escasos trabajos relevantes lo acaban de publicar los economistas Enrique Fernández-Macías y Carlos Vacas-Soriano, investigadores de Eurofound, quienes advierten sobre las consecuencias negativas que tiene para la zona euro la enorme dispersión salarial entre regiones. Fundamentalmente porque la mayor integración europea exige políticas económicas globales, algo que difícilmente se puede lograr cuando las distancias salariales han tendido a ensancharse, como por cierto ha vuelto a poner de manifiesto el último informe de la OCDE, organización poco sospechosa de ser un agente trotskista.

No es un asunto baladí que tenga que ver exclusivamente con la correlación de fuerzas en el mundo del trabajo. La legitimidad política y social de la economía de mercado -y de sus instituciones- está basada en el equilibrio entre el capital y el trabajo, pero ese contrato social es el que se ha roto de forma frecuente en beneficio de los primeros. Con razón Inneraraty reclama una “ética del futuro” capaz de imponer una responsabilidad y justicia proyectadas hacia el porvenir. Esa ética, sostieneel filósofo, consciente de la interdependencia generacional, exige “que el modelo del contrato social que regula únicamente las obligaciones entre los contemporáneos ha de ampliarse hacia los sujetos futuros respecto de los cuales nos encontramos en una completa asimetría”.

El piloto suicida, sin embargo, sigue a lo suyo. Y por eso no estaría de más que alguien le advirtiera de que aunque no lo parezca por causas coyunturales conduce por la dirección equivocada. Aunque ahora no vea por el retrovisor los cadáveres que irá dejando a ambos lados de la cuneta. Sus herederos sí los verán. Al fin y al cabo, la política es, fundamentalmente, una cuestión moral.

¿Qué es un economista? Un viejo aserto los compara con los pilotos suicidas, aunque con una particularidad. Los economistas conducen por la dirección equivocada, pero, al mismo tiempo, calculan -valiéndose del retrovisor- el número de cadáveres que van dejando tirados a ambos lados de la cuneta. El presidente Roosevelt, con razón, sostenía en un célebre discurso pronunciado en medio de la Gran Depresión que “lo único que debemos temer es a nosotros mismos”. Sobre todo si son economistas (o políticos metidos a dar clases de la ciencia lúgubre) con alguna tendencia suicida.

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