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'César o nada': lo que une a Rajoy y Pablo Iglesias
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'César o nada': lo que une a Rajoy y Pablo Iglesias

La ley electoral determina la calidad de los sistemas políticos. Y hoy la democracia ha hecho descansar el poder en los jefes políticos. ¿La consecuencia? Una red clientelar impide la regeneración

Foto: Pablo Iglesias y Mariano Rajoy, en el Día de la Constitución. (Reuters)
Pablo Iglesias y Mariano Rajoy, en el Día de la Constitución. (Reuters)

Cuando el 22 de noviembre de 1990, Margaret Thatcher presentó su renuncia como primera ministra británica, no lo hizo porque los electores la hubieran echado del poder. Ni siquiera por un caso de corrupción o de clientelismo político. O porque el Reino Unido estuviera al borde de la quiebra. Dimitió porque los diputados de su propio partido perdieron su confianza en ella. Incluidos algunos de sus colaboradores más fieles, amamantados bajo sus legendarios trajes de chaqueta azules durante los años gloriosos de los conservadores.

Políticos como Michael Heseltine, Douglas Hurd o John Major habían formado parte de su Gabinete, pero a la vista del desgaste que estaba sufriendo el Gobierno conservador, que había incendiado a las clases medias y bajas con la célebre 'poll tax' (un impuesto local), optaron por el ruido de sables. Ninguno de ellos tenía el carisma de la dama de hierro. Ninguno quería fundar otro partido. Ninguno estaba en condiciones de cubrir el hueco que dejaría en la política británica la dama de hierro. Pero sí tenían una cosa en común: el instinto de supervivencia. El suyo y el de los 'tories'.

Sus teóricos delfines (un concepto extraño en las democracias más avanzadas) sabían que el tiempo político de Thatcher, tras 11 años de poder absoluto, y después de haber achicharrado a la izquierda laborista y a los sindicatos, había pasado. La hija del tendero que dio la vuelta al país durante la década de los ochenta ya no daba más de sí. El partido conservador era un hervidero de cuchillos largos, y un estrecho colaborador suyo llegó a decir que había sido asesinada como se merecía. Es decir, de forma abrupta y escasamente piadosa. El que a hierro mata, a hierro muere. Exactamente, como ella lo hubiera hecho (y lo hizo), durante la década larga que había ejercido el poder.

Desde tiempos de Fraga el PP se ha consolidado como un partido de corte vertical, y ciertamente falangista, en el que el líder elige a su sucesor sin miramientos

Lo recordaba hace unos días el profesor Díez Nicolás en ‘ABC’. Ese escenario fratricida sería hoy impensable en la derecha española, donde ya desde los tiempos de Fraga se ha consolidado un partido de corte vertical, y ciertamente falangista, en que el líder elige a su sucesor sin más miramientos.

Ocurrió con Hernández Mancha; sucedió con Aznar y Rajoy, y es muy probable que el Partido Popular -si nada lo remedia- continúe con esa tradición cesarista forjada a partir de una estructura que fomenta los comportamientos parásitos. Probablemente, porque el partido se ha construido en torno a sus líderes, cimentados, a su vez, sobre una ley electoral que favorece la concentración del poder en pocas manos, y que necesariamente genera una red clientelar, algo inimaginable en países como el Reino Unido.

Dos de los más fieles colaboradores de Thatcher, Nigel Lawson y Sir Geoffrey Howe, la habían abandonado con anterioridad, hartos de la incapacidad de la primera ministra para repartir el poder. Pero nada indica que en España pueda suceder algo parecido. Sin duda, por la existencia de un sistema político endogámico que favorece la creación de élites en torno al poder.

Regeneración política

No es, desde luego, un asunto que solo concierne al Partido Popular. Está en la esencia del resto de partidos -incluidos los nuevos-, debido a una forma de hacer política de corte presidencialista incompatible con el mandato constitucional, que diseñó un modelo de democracia parlamentaria que hoy sistemáticamente se incumple y que impide la regeneración política. Básicamente, por haber hecho descansar el sistema de representación en los partidos en lugar de en los electores, que son quienes debieran decidir quién sale elegido diputado, senador o concejal.

La forma de seleccionar el nombre del nuevo presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, ilustra de forma desgraciada esa manera de hacer política. Son las camarillas de los partidos -y no los electores- quienes toman las decisiones, sin que ello suponga un escándalo político. Incluso para formaciones que se dicen asamblearias, pero que en realidad están cortadas por el mismo patrón.

Nada indica que este pecado original de la insípida democracia española se vaya a resolver en esta legislatura. El cesarismo ha impregnado la vida política, hasta el punto de que un partido con apenas dos años de vida, como es Podemos, ha hecho suyos los viejos vicios de la vieja política.

Algo que está detrás de la incipiente rebelión de sus franquicias regionales contra un liderazgo de corte autoritario y maniqueo que concentra la toma de decisiones a través del consabido: ‘O yo o el caos’. O expresado en la que era la divisa de los Borgia: ‘O César o nada’. Pablo Iglesias, como buen populista, se ha apropiado de lo que no es suyo: 27 diputados que proceden de otra cultura política.

Lo dramático es que no hay razones para pensar que esta cuestión se vaya a abordar en la próxima legislatura. El actual clima político no es, desde luego, el mejor escenario para abordar un cambio de la ley electoral con el único objetivo de mejorar el sistema de representación y liquidar los cesarismos políticos. Nadie, ningún dirigente más allá de las palabras huecas, está dispuesto a hacerse el haraquiri.

Los líderes saben que su supervivencia depende de mantener el actual statu quo; saben mejor que nadie que llegar a acuerdos supone repartir el poder del jefe

Pedro Sánchez, por ejemplo, sobreactúa reclamando un pacto con Podemos que nunca llegará, precisamente para mostrarse como un líder fuerte y sólido, cuando sabe mejor que nadie que está sentado sobre un volcán que en cualquier momento puede entrar en erupción. Ahora bien, tirando de tacticismo, cree que de esa manera algún día podrá justificar que él intentó un pacto de izquierdas con quienes Lenin (referente intelectual de Monedero, Iglesias y demás) denominaba “elementos del caos”. Todo el poder para los soviets.

Esto es, en el fondo, lo que está detrás de los actuales problemas para formar Gobierno. Todos y cada uno de los líderes -unos más y otros menos- saben que su supervivencia depende de mantener el actual 'statu quo'. Todos saben mejor que nadie que llegar a acuerdos supone repartir el poder del jefe. Y este es un bien demasiado preciado -en sociedades políticamente arcaicas como la española-, para quien ha hecho del hiperliderazgo (aunque sea sin carisma y sin justificación intelectual alguna) su razón de ser. O mejor dicho, su razón de existir.

Cuando el 22 de noviembre de 1990, Margaret Thatcher presentó su renuncia como primera ministra británica, no lo hizo porque los electores la hubieran echado del poder. Ni siquiera por un caso de corrupción o de clientelismo político. O porque el Reino Unido estuviera al borde de la quiebra. Dimitió porque los diputados de su propio partido perdieron su confianza en ella. Incluidos algunos de sus colaboradores más fieles, amamantados bajo sus legendarios trajes de chaqueta azules durante los años gloriosos de los conservadores.

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